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El placer by Nacho Valdés

El destino se dirime a cada instante; bien podría resultar el último. El paladeo existencial es en ocasiones dado, pero la mayor parte de las veces debemos perseguirlo y retenerlo. Cada cual, a su manera, de eso no hay duda, aunque existen placeres universales que convierten la vida en algo más rico y exuberante. Con todo, no son regalados e implican al individuo de manera integral. Merecen atención y cuidado. Quizás en este punto se encuentre el secreto de su general aceptación. La transformación intelectual, a todos los niveles y con todas sus ramas, incluye las variantes que estimulan nuestro devenir de una manera integral. La propia experiencia derivada del simple paso del tiempo permite acumular un acervo intelectivo que diferencia al anciano como alguien a reverenciar por el simple hecho de haber alcanzado cierta edad. En otras palabras: el conocimiento, entendiendo este concepto en un sentido amplio, supone el estímulo que nos empuja hacia la lejanía.
Una vida sin conocer carece de sentido. Cuando se acaba la curiosidad comienza el hastío y la caída hacia la nada. La edad madura, e incluso la senectud, cuando está surcada de intereses, se convierte en una última posibilidad para disfrutar del tránsito por la existencia. Si se seca el hontanar y no se hidrata la creatividad y el interés por algo ajeno al individuo el vigor torna subsistencia, las posibilidades se reducen y el otrora colorido entorno se obscurece. Esta falta de luz intelectual, como ya había proclamado la Ilustración, agota cualquier opción para mantener el camino hacia la desaparición, pues debe quedar claro que no hay recompensa. Solo vacío. No obstante, podemos aspirar a una ruta cuajada de atractivos recovecos.
En este punto podría encontrarse otro de los ingredientes para generar la ilusión de un nuevo día. La inutilidad, frente al mundo posmoderno marcado por la aceleración y la productividad, se convierte en la alternativa más elegante para luchar contra la injusticia acuciante. Lamentablemente, no todos pueden otorgarse el espacio y el tiempo imprescindibles para alejarse de la turbulencia contante. Unos por imposibilidad y otros, la inmensa mayoría, no entienden la atención al detalle como algo a tener en consideración. Suponen la hiperactividad como el único medio para lograr una eternidad que, desde luego, resulta inalcanzable. El paso del tiempo, la vivencia sosegada y la toma de contacto con la propia intimidad suponen los mejores acicates para disfrutar del momento. Como modelo en antítesis podemos concluir que la huida hacia adelante, siempre corriendo contra el mundo, resulta un oxímoron, pues es imposible sustraernos en relación a nosotros mismos y el juicio comienza en nuestro fuero interno.
La contemplación siempre ha sido apreciada y vinculada a la sabiduría, aunque, como no podría ser de otra manera, también se estimaba peligrosa debido a que de las cavilaciones intensas y reposadas nacen las revoluciones. El poder entiende el ocio en su sentido etimológico como un enemigo a batir. Sin la posibilidad de detenernos para barruntar lo que somos no podemos ser autoconscientes. Este es el primer paso para la revuelta, para el cultivo de la inteligencia enfrentada a la estulticia arraigada y extendida como la mala hierba. La contemporaneidad nos devuelve el reflejo desenfocado de nuestra propia vitalidad, una carrera desenfrenada por la que somos incapaces de detectar la injusticia. Aquí se encuentra uno de los mayores placeres: la capacidad para divisar la iniquidad siempre vinculada a la estupidez que es, al fin y al cabo, la que la levanta y sostiene. Sin una legión de aborregados no podrían entenderse la mayor parte de infamias históricas. La violencia, el abuso, la desigualdad y el resto de rémoras que todavía nos acompañan no se materializarían de tener un puñado de instantes para pensar sobre nosotros mismos. Por el contrario, contamos con un manojo de fogonazos disueltos entre montañas de actividad invariablemente febril, pues se ha instalado la idea de que la única vía se encuentra en la producción incesante. Este pensamiento no habría triunfado de no ser por los incalculables individuos entregados a este modelo derivado del judeocristianismo más contumaz y dañino.
El estudio en todas sus formas es la única medicina para escapar del atolladero descrito. El punto final ya está escrito, nadie puede escapar, pero las líneas y párrafos entre medias pueden resultar mucho más ricos con la simple dedicación a la ociosidad. La lectura, la escritura (más bien las artes y todas sus variantes), la historia, los oficios, la ciencia, un humilde paseo o el tiempo dedicado a estar junto a los demás son actividades subversivas dado que chocan con el rigorismo que nos atenaza desde todos los ángulos sociales. El sucedáneo de vida ofrecido en los trampantojos tecnológicos, universos digitales y supuestas experiencias únicas siempre prefabricadas y repetidas hasta la extenuación no son más que subterfugios para alejarnos de lo perentorio: nosotros mismos.
Debemos abrazar el placer imperativo de la autognosis, de la posibilidad de hacer de este mundo algo mejor. El problema es que para lograr esta meta en apariencia sencilla debemos detener el engranaje tiránico y, en este sentido, poco podemos hacer si no nos vemos acompañados por aquellos que reman en sentido contrario, aunque sea contra sí mismos. La holganza del privilegiado es el mayor de los tesoros, pues nos permite la reflexión para conectar con los demás, para establecer una contraposición a un modo de vida desquiciado y cuajado de sinsabores. Lo que necesitamos es el cuidado de nosotros para de este modo establecer horizontes más elevados y así cuidar de los demás. Es, por tanto, el conocimiento el mayor de los placeres al que un ser humano puede aspirar.

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