El título era lamentable. Lo menos afortunado del poemario, sin duda. El resto, un canto a la transgresión y la muerte, un baile breve pero intenso entre la pasión y la belleza, el terror y el drama, el delirio de estar vivo y el arrebato de la locura, simbolizada por la omnipresencia de la navaja, que acababa por revestirse de un carácter simbólico, casi sagrado. «Fálico, diría yo —reflexiona el profesor. Enciende la pipa y arroja la cerilla a la chimenea—. ¿He dicho revestirse? No, no. Travestirse, esa es la palabra».
Mónica Lanza había asistido a sus clases en tercero de Hispánicas. Recordaba a una alumna silenciosa y desgarbada, una rubita esmirriada con acné y gafas a lo Buddy Holly, que se sentaba en las últimas filas y no parecía muy interesada en sus explicaciones; pasaba el rato dibujando monigotes o dejando volar la imaginación, encendiendo un cigarrillo y viendo cómo se deshacían las volutas de humo. Le sorprendió encontrársela en su despacho en horario de tutoría, chapurreante y dubitativa de repente, mirándose las hebillas de las botas; antes de que se diera cuenta se había esfumado, dejando sobre la mesa un cuaderno con una pegatina de Siouxsie and the Banshees en la portada. En la primera página: Rompiendo corazones a pedradas, con letras redondeadas, escritas con gracia, como amapolas floreciendo en la jardinera de la cuadrícula. Pero lo que de verdad le sorprendió fue lo que venía a continuación. El profesor estaba de pie cuando empezó a pasar las hojas con indolencia y tuvo que sentarse; tenía tiempo hasta la próxima clase, casi tres cuartos de hora, y llegó tarde y sin las gafas de cerca, que había olvidado en el despacho, peinándose con mano torpe la cortinilla y sin recordar exactamente de qué quería hablar. ¿Cómo era posible? Más de tres décadas dedicadas al estudio y la investigación, sin otra vida que la de la facultad de filología, los archivos y las bibliotecas; un pez pequeño en una pecera más pequeña todavía. El resultado, un reguero de artículos académicos y análisis de literatura hispanoamericana, que la crítica había destacado por su laconismo y la formalidad, la coherencia de su pensamiento. El estudio crítico y biográfico de Borges era, hasta la fecha, su trabajo más ambicioso; casi dos mil páginas de letra menuda con cientos de notas al pie y un glosario terminológico de ochenta y tantas páginas suplementarias, convertido a fuerza de reediciones en obra de referencia, y que le había abierto las puertas de las universidades más prestigiosas de Europa y los Estados Unidos, Sudamérica e incluso Asia. ¿Pues no acababa de volver de una serie de clases magistrales en las facultades de humanidades de Tokio y Nagoya, Kioto, Osaka?, ¡el puñetero Japón! Para que de buenas a primeras apareciera una niñata, poco más que una adolescente estirada, y le pasara por la cara el virtuosismo, el torrente verbal de sus poemas. Aquel cuaderno de tapas negras era un abrirse en canal sin paliativos, el desvarío de una noche de alcohol y sexo a oscuras en los baños de un garito, correr sin frenos y acelerando por la Gran Vía, con la incertidumbre de lo que pueda aparecer tras el semáforo en ámbar y la próxima curva; sus figuras carnavalescas, navajadas repentinas como relámpagos que rasgan la oscuridad. El entusiasmo, la soledad y la ira, la arrogancia de la derrota, la frustración y el olvido. En una sola estrofa había más violencia y fuego que en todos los escritos juntos de Borges…, «que Jorge Luis me perdone», masculla.
Lo quemaba todo en cada verso y se orinaba encima.
No hubo ocasión de devolverle el cuaderno. El profesor se peina la cortinilla lacia (lo ha hecho ya dos veces), se ajusta las gafas. Mónica Lanza se partió el cuello. Volvía de un concierto de Parálisis Permanente con una amiga, que es quien se lo contó a la Guardia Civil, cómo empezó a llover de madrugada y que poco después jarreaba. Los limpias del Dos Caballos no daban abasto. Estaba amodorrada y afónica, cansada de saltar, pero recuerda a Mónica fumando con la ventanilla entreabierta, canturreando Quiero ser santa con desgana, como si la vida no fuera con ella. «Levitar por las mañanas —se cubrió con el abrigo y cerró los ojos— y en el cuerpo tener llagas». Oyó que el casete se acababa y que le daba la vuelta, cuando las ruedas patinaron en una curva. El coche chocó contra un árbol y Mónica salió despedida a través del parabrisas. Aquella mañana cumplía veintidós años, los mismos que Buddy Holly.
Hay un soneto en, más adelante. El profesor pasa rápido las hojas; rasga una, no importa. Hacia el final. «Greco modo», se titula. En la línea del «Ozymandias» de Shelley, otro joven fulminado por el veneno de la poesía. Casi podría decirse que es una revisión personal de…, aquí está. No tanto una revisión como una excusa argumental, se corrige. La autora parte del ideal de grandeza para ir derivando hacia sus propias motivaciones. El segundo cuarteto nos lleva tras los pasos de Prometeo, el portador del fuego sagrado en el tallo de una cañaheja, que huye del cielo perseguido por los verdes perros de la envidia, canes famélicos con espinas en las patas, lengua de víbora y colmillos sucios de sarro; allá por donde pasan, queda una niebla de podredumbre. Personifica la envidia en Eróstrato (verso 8), pastor efesio que incendió el templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo antiguo, para alcanzar la fama y burlar los siglos con el recuerdo de su ignominia. El profesor da una larga chupada a la pipa. Ay, la envidia, reflexiona, el más dulce de los elixires del diablo. ¡Qué embriagador el sorbo del loto azul! Cuando los marineros de Ulises lo probaron, olvidaron el camino de su patria y a sus familiares, y se negaban a embarcar rumbo a Ítaca. A diferencia del templo de Artemisa, visitado durante años por cientos, miles de peregrinos, mercachifles y aventureros que pateaban el mármol de los suelos con las sandalias sucias de barro, bosta de vaca, se pedorreaban en las gradas o gargajeaban entre las columnas del peristilo, manoseando con dedos grasientos las estatuillas votivas de la diosa virgen, Artemisa cazadora, dadora de luz, nadie conoce el poemario. Nadie lo ha tenido entre las manos como lo tiene él ahora ni lo ha leído entero, excepto su autora; y su autora, la intérprete de la voluntad de los dioses, no existe. Podría decirse que se ha conservado intacto, que nadie ha desgarrado el velo ni ha penetrado hasta el sanctasanctórum. El profesor se relame solo de pensar en el placer íntimo de conjurar los poemas al capricho de su memoria y disfrutarlos en privado una y otra, otra vez. La mano le tiembla un poco cuando arroja el cuaderno a las llamas, que empiezan a mordisquear los cantos, rápidamente, como si llevasen el hambre atrasada. Un leño crepita. Siouxsie Sioux tuerce la cara y le mira con gesto de haber visto una cucaracha; pero es solo un instante, lo justo para que la pegatina empiece a ennegrecerse.
El profesor se recuesta en el sillón con la pipa en la mano. Recita entre dientes el último verso del soneto:
el fuego, esa forma de sodomía.
"Rompiendo corazones a pedradas". Pertenece a la última obra de Domingo Alberto Martínez (Esto no es una novela, un libro de textos breves y microrrelatos publicado por West Indies / Jot Down) y el enlace de compra aparece en la página de la editorial:
Mónica Lanza había asistido a sus clases en tercero de Hispánicas. Recordaba a una alumna silenciosa y desgarbada, una rubita esmirriada con acné y gafas a lo Buddy Holly, que se sentaba en las últimas filas y no parecía muy interesada en sus explicaciones; pasaba el rato dibujando monigotes o dejando volar la imaginación, encendiendo un cigarrillo y viendo cómo se deshacían las volutas de humo. Le sorprendió encontrársela en su despacho en horario de tutoría, chapurreante y dubitativa de repente, mirándose las hebillas de las botas; antes de que se diera cuenta se había esfumado, dejando sobre la mesa un cuaderno con una pegatina de Siouxsie and the Banshees en la portada. En la primera página: Rompiendo corazones a pedradas, con letras redondeadas, escritas con gracia, como amapolas floreciendo en la jardinera de la cuadrícula. Pero lo que de verdad le sorprendió fue lo que venía a continuación. El profesor estaba de pie cuando empezó a pasar las hojas con indolencia y tuvo que sentarse; tenía tiempo hasta la próxima clase, casi tres cuartos de hora, y llegó tarde y sin las gafas de cerca, que había olvidado en el despacho, peinándose con mano torpe la cortinilla y sin recordar exactamente de qué quería hablar. ¿Cómo era posible? Más de tres décadas dedicadas al estudio y la investigación, sin otra vida que la de la facultad de filología, los archivos y las bibliotecas; un pez pequeño en una pecera más pequeña todavía. El resultado, un reguero de artículos académicos y análisis de literatura hispanoamericana, que la crítica había destacado por su laconismo y la formalidad, la coherencia de su pensamiento. El estudio crítico y biográfico de Borges era, hasta la fecha, su trabajo más ambicioso; casi dos mil páginas de letra menuda con cientos de notas al pie y un glosario terminológico de ochenta y tantas páginas suplementarias, convertido a fuerza de reediciones en obra de referencia, y que le había abierto las puertas de las universidades más prestigiosas de Europa y los Estados Unidos, Sudamérica e incluso Asia. ¿Pues no acababa de volver de una serie de clases magistrales en las facultades de humanidades de Tokio y Nagoya, Kioto, Osaka?, ¡el puñetero Japón! Para que de buenas a primeras apareciera una niñata, poco más que una adolescente estirada, y le pasara por la cara el virtuosismo, el torrente verbal de sus poemas. Aquel cuaderno de tapas negras era un abrirse en canal sin paliativos, el desvarío de una noche de alcohol y sexo a oscuras en los baños de un garito, correr sin frenos y acelerando por la Gran Vía, con la incertidumbre de lo que pueda aparecer tras el semáforo en ámbar y la próxima curva; sus figuras carnavalescas, navajadas repentinas como relámpagos que rasgan la oscuridad. El entusiasmo, la soledad y la ira, la arrogancia de la derrota, la frustración y el olvido. En una sola estrofa había más violencia y fuego que en todos los escritos juntos de Borges…, «que Jorge Luis me perdone», masculla.
Lo quemaba todo en cada verso y se orinaba encima.
No hubo ocasión de devolverle el cuaderno. El profesor se peina la cortinilla lacia (lo ha hecho ya dos veces), se ajusta las gafas. Mónica Lanza se partió el cuello. Volvía de un concierto de Parálisis Permanente con una amiga, que es quien se lo contó a la Guardia Civil, cómo empezó a llover de madrugada y que poco después jarreaba. Los limpias del Dos Caballos no daban abasto. Estaba amodorrada y afónica, cansada de saltar, pero recuerda a Mónica fumando con la ventanilla entreabierta, canturreando Quiero ser santa con desgana, como si la vida no fuera con ella. «Levitar por las mañanas —se cubrió con el abrigo y cerró los ojos— y en el cuerpo tener llagas». Oyó que el casete se acababa y que le daba la vuelta, cuando las ruedas patinaron en una curva. El coche chocó contra un árbol y Mónica salió despedida a través del parabrisas. Aquella mañana cumplía veintidós años, los mismos que Buddy Holly.
Hay un soneto en, más adelante. El profesor pasa rápido las hojas; rasga una, no importa. Hacia el final. «Greco modo», se titula. En la línea del «Ozymandias» de Shelley, otro joven fulminado por el veneno de la poesía. Casi podría decirse que es una revisión personal de…, aquí está. No tanto una revisión como una excusa argumental, se corrige. La autora parte del ideal de grandeza para ir derivando hacia sus propias motivaciones. El segundo cuarteto nos lleva tras los pasos de Prometeo, el portador del fuego sagrado en el tallo de una cañaheja, que huye del cielo perseguido por los verdes perros de la envidia, canes famélicos con espinas en las patas, lengua de víbora y colmillos sucios de sarro; allá por donde pasan, queda una niebla de podredumbre. Personifica la envidia en Eróstrato (verso 8), pastor efesio que incendió el templo de Artemisa, una de las siete maravillas del mundo antiguo, para alcanzar la fama y burlar los siglos con el recuerdo de su ignominia. El profesor da una larga chupada a la pipa. Ay, la envidia, reflexiona, el más dulce de los elixires del diablo. ¡Qué embriagador el sorbo del loto azul! Cuando los marineros de Ulises lo probaron, olvidaron el camino de su patria y a sus familiares, y se negaban a embarcar rumbo a Ítaca. A diferencia del templo de Artemisa, visitado durante años por cientos, miles de peregrinos, mercachifles y aventureros que pateaban el mármol de los suelos con las sandalias sucias de barro, bosta de vaca, se pedorreaban en las gradas o gargajeaban entre las columnas del peristilo, manoseando con dedos grasientos las estatuillas votivas de la diosa virgen, Artemisa cazadora, dadora de luz, nadie conoce el poemario. Nadie lo ha tenido entre las manos como lo tiene él ahora ni lo ha leído entero, excepto su autora; y su autora, la intérprete de la voluntad de los dioses, no existe. Podría decirse que se ha conservado intacto, que nadie ha desgarrado el velo ni ha penetrado hasta el sanctasanctórum. El profesor se relame solo de pensar en el placer íntimo de conjurar los poemas al capricho de su memoria y disfrutarlos en privado una y otra, otra vez. La mano le tiembla un poco cuando arroja el cuaderno a las llamas, que empiezan a mordisquear los cantos, rápidamente, como si llevasen el hambre atrasada. Un leño crepita. Siouxsie Sioux tuerce la cara y le mira con gesto de haber visto una cucaracha; pero es solo un instante, lo justo para que la pegatina empiece a ennegrecerse.
El profesor se recuesta en el sillón con la pipa en la mano. Recita entre dientes el último verso del soneto:
el fuego, esa forma de sodomía.
"Rompiendo corazones a pedradas". Pertenece a la última obra de Domingo Alberto Martínez (Esto no es una novela, un libro de textos breves y microrrelatos publicado por West Indies / Jot Down) y el enlace de compra aparece en la página de la editorial: