El hecho de que David tuviese un retraso en el crecimiento provocaba que sus compañeros más altos le amargaran la vida con chanzas y empellones. Los peores eran Máximo y Zenón, que eran los más corpulentos. Le perseguían por el patio y, cuando le atrapaban, se divertían dándole vueltas como a un trompo y tirándole de las orejas. David intentaba defenderse a pedradas desde lejos, pero tenía tan mala puntería que más de una vez acabó rompiendo los cristales de la escuela, con consecuencias aún más adversas para su integridad. Así es que a David solo le quedaba la vaga esperanza de una venganza ejemplar. Ciego de ira les espetaba a sus enemigos: “¡Ya veréis cuando crezca, bellacos!”, con las consiguientes risotadas de agresores y concurrencia, tanto por la incredulidad que generaba como por ese término tan de revista de historietas.
Pasaron varios años y todo seguía igual, pero, al cumplir los diecinueve, David tuvo de pronto el estirón que no había tenido en su momento. Trabajó de mensajero y se compró con los ahorros una Honda de gran cilindrada. A lomos de su moto y enfundado en una chupa de cuero, patrullaba por las noches en busca de sus antiguos agresores; pero ellos debían de haber cambiado de barrio o de ciudad o sencillamente se escondían, porque nunca los vio. Mientras, se dedicaba a buscar pendencia y a zurrar a algún infeliz que se cruzaba en su camino. Más que nada por irse entrenando, y porque, desengañémonos, el haber sido víctima no siempre equivale a ser buena persona.