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TODO QUEDA EN FAMILIA by Rafael López Vilas

Comienza una serie de Lopez Vilas (elloboestaaqui) quien visita Masticadores, durará 3 semanas y aparecerá cada lunes. Gracias Rafael! -j re crivello

Todo sucedió en Vineland, una pequeña población en el condado de Cumberland, Nueva Jersey, en una fábrica de calderas, tolvas y depósitos que, en principio, y según la versión oficial de los propietarios, también socios, también hermanos, ofrecida a los impotentes trabajadores de la plantilla durante una reunión celebrada en la pequeña sala de juntas, un exiguo cuarto sin aire acondicionado de la planta baja del inmueble en que se situaba la actividad de la empresa, había quebrado a causa de que uno de los tres socios dueños de la sociedad se fugara al extranjero, lo cual en sí mismo, es un hecho que carece de importancia alguna, pero que, si éste mismo es vinculado a que, con anterioridad a su inexplicada desaparición, dicho socio en cuestión, un tal Bryan Cranston, varón, caucásico, cabello rubio y ojos de color verde y un característico labio leporino, igual que el labio leporino de su padre y antes, el labio leporino de su abuelo, vació de contenido las cuentas bancarias pertenecientes a la empresa, transfiriendo ese dinero a cuentas corrientes suscritas a su nombre, el nombre de Bryan Cranston o, por ejemplo a nombre de Jerry Stiller, un primo de su esposa, Peri Mahoney, fallecido y enterrado en el pequeño cementerio de Saint Peter´s, en Spotswood, quien figuraba, al parecer, gracias a la astucia de Cranston, como titular de una cuenta corriente por valor de cien mil dólares, en un banco de Nassau, en Bahamas, pero también distribuido en cuentas con nombres como Saul Karnofsky, Simon Neuwirth o como por ejemplo, Cam Gilpin o Joe Keenan, que los socios no desaparecidos, pero sí insolventes de Bryan Cranston, durante el desarrollo de sus explicaciones, situaron en lugares tan tropicales y acostumbradamente apetecibles como Barbados, Islas Caimán o Belice, así como que el paradero del susodicho Cranston, les era desconocido por completo y, en sus cábalas, se le ubicaba, al igual que las cuentas que sus antiguos socios aseguraron, Cranston tenía, afuera del territorio, fuera éste el que fuese, de los Estados Unidos. Como ha sido apuntado, ésta, a grandes rasgos, es la semblanza de la odisea protagonizada por el, y así fue calificado por sus dos cuñados, ruin, amén de miserable y estafador, Bryan Cranston, a la sazón director financiero de Mahoney´s Industries y, según sus socios, Corvin Mahoney y Glen Mahoney, los hermanos mayores de Peri Mahoney, señalaron como el único culpable de la quiebra y del cierre definitivo de la actividad de la sociedad familiar Mahoney´s.
La realidad, no obstante, era bien distinta de la que ambos socios anunciaron, y ésta dejó sin empleo a las treinta personas que trabajaban en Mahoney´s Industries desde hacía años. Bryan Cranston dejara la ciudad, temporalmente o no, eso estaba todavía por decidir, pero lo cierto era que sí que éste abandonara Vineland. Cierto también que las cuentas de la empresa habían sido saqueadas y que en éstas no se hospedaba ya ni un solo centavo, pero lo que era menos cierto, al punto de ser una gran mentira, era que Cranston hubiese retirado los fondos de las cuentas corrientes de la empresa y que éste desapareciese de la noche a la mañana, sin dejar rastro. El dinero de esas cuentas, parte de él, más en concreto la mitad del mismo, poco más de ciento ochenta mil dólares, fue transferido por Corvin Mahoney, el mayor de los hermanos Mahoney y director general de Mahoney´s Industries a la cuenta de su padre, William Mahoney, anciano y psíquicamente deteriorado, en concepto de liquidación de un préstamo anterior a la sociedad formada por sus dos hijos y el cuñado de estos y, por tanto, marido de su hermana e hija, respectivamente. Ese dinero, a su vez, fue dividido en dos partes exactamente iguales que se repartieron Glen Mahoney y el propio Corvin Mahoney, y que no fueron, que se sepa, ni que conste en archivo alguno del fisco, ingresados o transferidos a una cuenta corriente que figurase a nombre de Corvin Mahoney o de Glen Mahoney en ningún banco estadounidense ni en ningún otro que operase en suelo norteamericano, pero terminaron en el mismo lugar en donde estaba la otra mitad del dinero, en principio, y según la versión que dio a conocer a la plantilla de Mahoney´s Industries, saqueada por Bryan Cranston. Quizá pueda resultar especialmente llamativo el hecho de que dicho montante inicial, el montante de los ciento ochenta mil dólares, fuese dividido en sólo dos partes, idénticas, eso sí, en vez de las tres que por derecho, pues así figuraba en los estatutos de la sociedad, correspondería hacerlo. El motivo, uno de ellos, pero sin duda el desencadenante, reside en la figura del director financiero de Mahoney´s Industries, Bryan Cranston, marido, cuñado y nuero de Peri, Corvin, Glen y William, todos y cada uno de ellos, miembros de la familia Mahoney y socios o propietarios, en uno u otro momento, de Mahoney´s Industries. La proyección económica que la empresa venía arrastrando de forma exponencial en los últimos tres años, hubiese hecho desembocar, sin ningún género de dudas, y del mismo modo en que terminó sucediendo, a Mahoney´s Industries en la bancarrota absoluta. Como consecuencia de nefasta política de modernización de la propia maquinaria con que fabricaban sus productos, y de no invertir los beneficios que obtenían en renovar su
proceso productivo para ganar eficiencia en la gestión de recursos y en su cadena de montaje, hizo que en cuestión de poco tiempo se provocase una obsolescencia tecnológica con respecto al resto de los competidores que repercutió en las ventas. Después de años de crecimiento y del periodo de bonanza, el previsible estancamiento no llegó a producirse nunca. Los ingresos, simplemente cayeron. Cada vez más. Fue fulminante. Las calderas, los tanques, a pesar de su indudable calidad, no se vendían frente a los productos de gamas y características similares más baratas que ofertaba la competencia. Los Mahoney, fieles a la bisoñez comercial de su espíritu, y a que, al fin y al cabo, sin oficio ni formación empresarial alguna, heredaran la compañía de su padre, William Mahoney, quien treinta años atrás, y a pesar de sus raíces marginales en Chambersburg, en los suburbios de Trenton, a base de esfuerzo y sacrificio consiguiera levantar una empresa competitiva, dejaron patente, patente como una losa, patente, como una lápida, su incompetencia, arrastrando el futuro de Mahoney´s Industries y de toda su plantilla de trabajadores, a un callejón sin salida. Así pues, la bancarrota era un hecho que previsiblemente terminaría por llegar, si bien, quizá, cinco o seis meses después, el periodo de agonía que, a lo sumo, el patrimonio de la familia que ésta estaba dispuesta a invertir en la liquidación de la empresa, podría tolerar. Sin embargo, queda todavía por esclarecer el motivo de la inexistencia de una tercera parte en el reparto de los ciento ochenta mil dólares, una cantidad que al día siguiente en que tuvo lugar la transferencia de las cuentas de Mahoney´s Industries a la de William Mahoney, fue retirada de la cuenta del señor Mahoney por sus hijos Glen y Corvin Mahoney, quienes se presentaron muy temprano en una sucursal de la entidad bancaria correspondiente a la cuenta en Trenton, el Hudson United Bank, con un poder notarial con la potestad que representaba la voluntad absoluta de su padre, William Mahoney, cuyas facultades mentales, meses atrás, se diluyeran en un proceso de demencia degenerativo junto con el resto de su fortuna, en una residencia geriátrica donde sus hijos, Corvin, Glen y Peri Mahoney, por cuórum cualificado, habían decido ingresarlo (en verdad, en el caso de Glen y Corvin, confinarlo a la espera de su fallecimiento) en una especie de guardamuebles para viejos, que les sirvió para retirar los ciento ochenta mil dólares, de los cuales, claro está, no volvió a tenerse constancia. La explicación, en el fondo, resultaba ser bien sencilla. Bryan Cranston, señalado por los hermanos Mahoney como el único responsable de la ruina de Mahoney´s Industries, sentía debilidad por el juego. No era, en absoluto, lo que se da por entender como una mera afición o un entretenimiento con el que matar el tiempo en la lluviosa tarde de un
domingo. Cartas, dados, ruleta, incluso máquinas tragaperras, alimentaban el morbo vertiginoso por el que Bryan se sentía arrastrado. Cranston era, lo que se dice un ludópata patológico. Un individuo que entendía el juego como una obligación vital, una necesidad cotidiana, ineludible, con un estatus idéntico al de comer o respirar. Tras contraer matrimonio con Peri Mahoney, una chica adinerada sin porvenir profesional alguno que se aburría soberanamente ejerciendo en su papel de burda secretaria de sus hermanos, Cranston y su labio leporino sustituyeron a su mujer en la sociedad familiar que, en aquel entonces, todavía estaba por dilapidar. Sin capacidad para admitirlo, el juego o el modo en que participaba de él, siempre supusiera un problema para Bryan, aunque, de alguna forma, él lo entendió como una tabla de salvamento nada más conocerla al término de una partida de cartas en casa de unos amigos comunes. Cranston le puso el ojo encima a aquella chica de bucles dorados y mejillas sonrosadas que revoloteaba en conversaciones banales con sus amigas alrededor de la mesa de juego. La chica Mahoney, no resultaba ser demasiado agraciada en cuanto a lo que a belleza se refiere, pero ésta, precedida por la fama de su consabida herencia, tenía su pequeña cuota de admiradores que Cranston, habiendo vislumbrado en ella una buena oportunidad de prosperar, se apuró a espantar de inmediato. Bryan Cranston, licenciado en derecho por la universidad de Newark, Nueva Jersey, era un abogaducho que subsistía con cierta modestia trabajando en un despacho de asesoría financiera. No era un muerto de hambre, o no exactamente, pero el dinero en su cuenta corriente, no entraba lo que se dice a espuertas, ni tampoco en la cantidad deseada. Las partidas de cartas eran su fuerte. El póker, lo que más le gustaba, también su especialidad y donde solía mostrar una mayor habilidad, pero no desdeñaba un asiento caliente en una mesa de Blackjack o de Siete y media. Así pues, Cranston no dudó en cortejar durante varias semanas a Peri Mahoney, algo que le resultó en extremo sencillo, y la entonces joven Mahoney, núbil y, podría decirse, de un aspecto casi virginal, se vio encandilada por aquel caballero que se deshacía en halagos hacia ella y, auspiciado por los frutos de una buena racha con las cartas, Cranston se comportaba con una galantería impropia de los hombres que conocía. Se hicieron novios, y la fecha de su boda quedó zanjada en poco tiempo, de modo que, apenas seis meses después de iniciar su noviazgo, Peri y Bryan contrajeron matrimonio. Cierto es que al principio de la relación algunas de las amigas más cercanas de Peri, también de sus amigos, e incluso también algún que otro joven que la pretendía, trataron de advertirla y la pusieron, con mayor o menor delicadeza, sobre aviso acerca del exagerado gusto que Bryan tenía por el juego, pero Peri Mahoney no escuchaba o no
quería escuchar, por aquel entonces, la muchacha sólo tenía oídos para su marido, ante cuyos encantos cayó rendida. Tras el enlace con la joven heredera, Bryan abandonó su trabajo en la asesoría financiera con prontitud, y tras incidir en la posición de desigualdad de su mujer con respecto a sus hermanos dentro de la empresa familiar, convinieron, o más bien, hizo convenir a su mujer, en que la mejor solución sería que él la sustituyese y adoptase el papel que, y según Cranston, por méritos propios, merecía ostentar su esposa dentro de la sociedad del clan. Peri aceptó sin poner impedimento alguno, y ante el cauteloso silencio de Corvin y Glen Mahoney, Bryan Cranston pasó a representarla como socio dentro de Mahoney´s Industries, adoptando de inmediato el cargo de director financiero de la empresa y contratando una secretaria que se arrogase las funciones desempeñadas con anterioridad por Peri Mahoney. A partir de entonces, Peri Mahoney, se dedicó a disfrutar de una vida contemplativa, y pasó a formar parte de ese selecto grupo de esposas modélicas y blancas norteamericanas cuyo principal cometido radica en hacer la vida más fácil a sus atareados maridos. De este modo, de la noche a la mañana, Bryan Cranston pasó de su escritorio polvoriento en un pequeño despacho de asesoría en el centro de Trenton, a ostentar el control de las finanzas de su mujer y a convertirse en un empresario con un futuro, sino espléndido, podríamos considerar al menos, que sí prometedor. Él era quien gestionaba el patrimonio familiar. Las cuentas, el dinero, la compra de acciones, la venta de propiedades pertenecientes a su mujer, todo pasaba por sus manos, igual que las cartas del póker con que jugaba y perdía cientos de dólares. Ahora, sin embargo, disponía del dinero que hasta entonces nunca tuviera para sufragar sus pérdidas. La tentación era mucha. La altura de las apuestas, mayor todavía. Y a Cranston le gustaba apostar. Lo necesitaba. Necesitaba jugar, arriesgarse, su cabeza así se lo dictaba, mientras estaba en su propio despacho de la Mahoney´s, mientras comía con su mujer en un restaurante, mientras escuchaba la oferta económica de un proveedor o elegía unos zapatos en una zapatería, a todas horas se escuchaba a sí mismo hablándose, contemplando los tréboles, las picas, los corazones y los diamantes desfilando ante sus ojos, en tanto el representante de turno le tendía el presupuesto para el suministro de un nuevo modelo de quemador para caldera fumitubular o un atomizador de aire o un tubo de drenaje, y Bryan Cranston, sentado tras la mesa, escuchaba su propia voz hablándole por encima, superponiéndose a la voz del representante que le daba el precio de trescientas unidades de válvulas de ingreso de combustible para un nuevo modelo de tobera, apenas un leve susurro, como el de una irresistible sirena cantando a través de la niebla, hablándole de fules, de parejas de ases y dobles parejas de reyes y jotas, de tríos, de póker,
del sueño dorado de una escalera de color que podría conseguir esa misma noche en la partida que se celebraría en la casa de Fred Comminford, o mañana, también por la noche, pero en la trastienda del restaurante de Henrik Marsk, donde habría dinero, mucho dinero sobre la mesa, dinero que podría ser para él, que tenía que ser para él, porque estaba seguro de sí mismo, seguro de que ganaría y que desplumaría a todo aquel atajo de infelices. El dinero correría a raudales. Se le aceleraba el corazón sólo de pensarlo. Las rachas, con su componente principal del albedrío y el convencimiento ficticio, es decir, la fe, inquebrantable, también infundada, en la victoria y en que la suerte se pondría de su parte, igual que el rumbo del viento, no suelen atender a deseos personales y cambian. Bryan Cranston, e incluso su labio leporino, nunca entendieron que la suerte, a pesar de la probabilística y de la influencia, si bien colateral, de las matemáticas, es una ciencia inexacta, basada, inevitablemente, en el principio de incertidumbre y el libre albedrío, que es lo mismo que decir que puede que sí pero que también podría ser que no, y cuyos pilares, de apariencia engañosamente robusta, son, en realidad, del mismo barro que los pies del Gólem. Como no podía resultar de otra manera, o sí podía resultar pero el caso y lo que importa en el fondo y que explica parte de esta historia, es que no lo hizo, Bryan Cranston se abocó a una espiral de delirio y enlazó varias rachas de mala suerte que supusieron, lo hicieron para las cuentas del matrimonio Cranston-Mahoney, unas pérdidas considerables. Las cartas no venían. Nunca eran las que Bryan quería, las que necesitaba, pero, pensó, se obligó a creer, pues en eso consiste parte de la enfermedad que Cranston, que aquella racha, tarde o temprano, tenía que cambiar. Y en efecto, lo hizo. Cambió. Pero poco. Durante poco tiempo, también. Encadenó varias noches ganando y los beneficios, gracias a varias dobles parejas y a un inesperado póker de damas, llegaron a sus manos, como agua en el desierto. El dinero que ganó no era demasiado, pero suficiente como para restituir cierto equilibrio y maquillar un tanto los últimos hachazos bancarios a las cuentas (ahora compartidas) de su mujer. Fortalecido por esta racha, Cranston y su labio leporino se sintieron tocados por la suerte, capaces de cualquier cosa, de ganar a cualquiera; ahora se consideraba un gran jugador, un jugador que podía sentarse y ganar a los mejores porque, en ese momento, el mejor de todos era él, así que, sin dudarlo un segundo, comenzó a buscar asiento en partidas de mayor nivel donde, como es lógico, las apuestas eran también de una entidad superior. El vértigo, la inenarrable sensación de caminar sobre un hilo de oro, fue demasiado para Cranston, que precedido por la abundancia de sus fondos, tuvo acceso a mesas con las que, hasta entonces, sólo había sido capaz de soñar. Durante noches que se prolongaban hasta el fin de la madrugada,
Cranston, en manos de jugadores sin escrúpulos, de verdaderos profesionales de las cartas, fue un mirlo blanco al que, entre todos, comenzaron a desplumar sin piedad. Una tras otra, las manos que le servían, no eran suficientes para ganar ninguna partida. El dinero se iba, sin que él, pobre incauto, imbécil, también enfermo, pudiese hacer nada por impedirlo. El nivel subiera expositivamente. Cranston se limitaba a pasar, a pedir cartas y apostar, apostar una y otra vez, apostar sin parar, confiando ciegamente en la baza que tenía en la mano, en la carta que vendría o en la siguiente a la que vendría, sacando más y más dinero de su bolsillo, billetes, fajos enteros que volaban de su lado en cuanto caían sobre el tapete. De un modo pueril, se aferraba a la mesa y se negaba a levantarse y abandonar la partida. La próxima será la mía. La próxima, siempre la próxima, la siguiente, la siguiente, la siguiente… una continuidad infinita de ingenuidad. Con una disciplinada obstinación,

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