Me viene a la memoria la canción de Manu Chao que dice: “Todo es mentira, la verdad, todo es mentira…, mentira la verdad”. La tristeza me ha invadido hoy.
Hace algún tiempo escribí un poema en el que expresaba la consciencia del desbordamiento emocional en el que me encontraba y el giro a la contención y a la realidad que debía perseguir para conseguir alguna aproximación a la estabilidad de las agitaciones. En ese momento sentía que esa sería mi salvación para no quedarme atrapada en una delirante exaltación afectiva. Haciendo un esfuerzo de objetividad conseguí situar la relación sentimental en un plano más ligero y colega, y pensé que estaba salvada de las densas emociones que, en ocasiones imposibles, oprimen el alma y entristecen el espíritu. Me sentí fuerte porque había cogido, de nuevo, las riendas de mí. Hoy, ahora, me vuelvo a sentir como la débil espuma que empujada por alguna fuerza misteriosa, avanza débil sobre la arena de la playa reclamando caricias perdidas y felices risas de amor despreocupado.
Mi autosugestión se fue a pique un día ventoso de mediados de primavera. Hoy todo es mentira, la verdad es mentira…
Podría ser que esta tristeza que me invade, hoy, por no poder disfrutar de este amor sea también una mentira. No que sea mentira la tristeza, que la siento como si fuera mi piel, sino que el motivo de la tristeza puede que no sea la falta de cercanía de la persona amada sino la falta de algo mucho más, la falta de la verdad. La verdad más allá de mostrar la mentira, la verdad cósmica, la verdad profunda que mueve el querer en la ansiedad y el sosiego, en la alegría y la tristeza, en el amor y el desamor, en la credulidad y la incredulidad. No sé si tiene mucho sentido, me vuelvo densa.
A estas alturas no sabemos todavía cuál es la verdad. Mi verdad, su verdad, mi mentira, su mentira. A estas altura construimos castillos en el aire donde nos cobijamos, pero… ¿todo es aire o todo es castillo? ¿cuánto de aire y de castillo hay? No acabo de saberlo.
De pronto una proposición de unos días en una isla tropical abre mis ventanas al aire cálido de un amor compartido en un lugar de ensueño. Me pierdo en la ensoñación y luego, de inmediato, me entra la tristeza por la fragilidad de la verdad que envuelve esa fantástica proposición.
Las fluctuaciones emocionales son, en ocasiones, extremas. Ayer era uno de esos días en que las circunstancias, el cambio climático, o bien podría ser cierta inclinación mía a estos largo recorridos, me situaron en el extremo más yin(dirían los orientales), en el más femenino (según los occidentales) o en el más débil (para los realistas). Yo me decanto por el conjunto de todas las denominaciones porque en verdad me sentía con la debilidad propia del que necesita amar y ser amado, entregar y que le entreguen, sentirse deseada y desear, sentirse yin y sentir el yan… Todos esos sentimientos eran como una mezcla en una coctelera fácil de batir pero difícil de saborear. Sentimientos que descolocan porque atrapan y manejan a su antojo. Debilitan el ‘yo’, el ser, porque el alma anhela diluirse en otra alma, porque la sonrisa persigue incorporarse a otra sonrisa, porque la piel ambiciona fundirse en otra piel, porque los contornos del ser pretenden difuminarse, como se difuminan las líneas del carboncillo cuando se frotan con un algodón, para buscar confundirse con los contornos deseados.
Son curiosas las cosas del amor, cómo una palabra, un gesto, una ilusión, puede absorber la voluntad y el ánimo de una persona hasta llegar a enajenarla. Cómo el amor puede hacer perder la identidad de uno y cómo puede gustarnos el abandonarnos a esa Nada y a ese Todo, a algo tan imperceptible y a la vez tan evidente, al vacío más absoluto y a una total plenitud. Es fuego y es hielo. Pero a pesar de tantas intensidades contrapuestas el amor es ‘la vida’ cuando se vive y ‘la agonía’ cuando se anhela. Es difícil contarlo y más difícil encontrarlo.
Hoy es otro día y luce el sol, y pienso que disfrutar el amor es bonito e imaginarlo un sucedáneo. Como el café y la achicoria.
Recuerdo la frase de un americano del siglo pasado que se aconsejaba: “vivir a conciencia, dejando a un lado todo lo que no sea vida, para no descubrir, en el momento de la muerte, que no he vivido”. Es decir, que a la hora de la muerte no tengas que darte cuenta que en lugar de haber consumido delicioso café a lo largo de tu vida has estado tomando amarga achicoria.
O témpora o mores