La gran pasión de Humberto Fierro, aparte de levantar pesas, era cobrar el dinero ajeno para obtener el suyo. Un trabajo sencillo, fácil, sin ninguna ciencia, donde él tenía la sartén por el mango y la mala paga no. Y al estar de pie, afuera de una covacha que simulaba una casa y frente a don Serapio Cervantes: un hombre viejo, flaco, sin dientes, que apestaba a cerveza de barril añejada, y con los estigmas de la pobreza tapizada en sus ropas, le venía el recuerdo de un discurso hecho por el director general en la premiación anual, donde se otorgaba el trofeo al mejor en ventas y cobranza.
“Bendita sea la empresa que da la oportunidad de progresar a sus empleados, facilitándoles las herramientas necesarias para ejecutar su trabajo con inteligencia y honestidad. Siempre apegados a los valores de ésta. Y ésta: la Tienda Amarilla, se preocupa por el bienestar de sus empleados y la satisfacción de sus clientes”
Tal imagen digna de la simulación de un político de primera, se disipaba como una niebla que desaparecía para perderse en el pozo de los recuerdos. En ese momento, y bajo el abrasador sol de la tarde, en pleno mes de Julio, Humberto Fierro, quien portaba puesto su casco de motociclista y enfundado en su camisa blanca con el logotipo de la bendita empresa, hinchaba sus musculosos brazos, casi reventando las mangas de su camisa para verse atemorizante, y así amedrentar con su físico y voz prepotente al cliente moroso, quien atónito recibía la metralla de letanías desde el umbral de su casa.
― ¡Mire pinche viejo mala paga, el contrato dice que si se atrasa las semanas que sean, se da por terminado el crédito y está obligado a pagar el saldo total del adeudo! Así es que saque la lana del atraso o sáqueme inmediatamente las cosas para llevármelas―. Humberto, quien escondía su identidad en el interior de su casco, le daba vuelo a su voz de dictador, ya que era grave y sonora como si tuviera un altavoz integrado. ― ¡Saque la feria o en este momento hablo a los abogados para que vengan a embargarlo, y a la policía para que lo metan a la cárcel!
― Deme chance señor ―, imploraba el hombre viejo y sin dientes, dejando escapar un tufo a cerveza rancia.
― Dinero, saque dinero, todo lo que tenga. ¡No es negociable!
― ¡Me voy a quedar sin tragar!
― Ese no es mi problema…y aparte usted no traga comida, sólo engulle alcohol ― contestaba tajante Humberto Fierro, ignorando las súplicas de un hombre anciano, quien seguramente reposaría dentro de poco bajo los jardines del cementerio del Ejido. Cosa que le preocupaba debido a que la deuda era bastante, y si se moría no ganaría el bono mensual por recuperar dicha cuenta. Eso de estar arreando a los parientes para que realizaran los trámites correspondientes para que el seguro cubriera el adeudo, era engorroso y burocrático, y a esa gente sencilla del campo tales menesteres les resultaban tediosos e inútiles: ¿Pa’ qué? Si ya está tieso, ya no debe nada, y ya está con tatita Dios. No era la primera vez que había escuchado tal frase, y no pensaba oírla nunca más. Le cobraría, aunque el viejo cayera fulminado a sus pies debido a un ataque al corazón.
Don Serapio Cervantes, impotente, cerraba sus ojos y miraba hacia el sol como si estuviera a punto de elevar su alma al cielo para pedir la divina intervención de un ángel, para que bajara y fulminara con su rayo destructor al prepotente y abusivo cobrador de la Tienda Amarilla.
― Dinero, dinero y dinero ― repetía Humberto Fierro como un robot programado para exigir y no escuchar ―. ¡Deme dinero! o si no, en este momento entro a su casa y le saco todos los mugrosos muebles para rematarlos por unos pesos y de allí me cobro una parte.
Y nuevamente el director general emergía del pozo del recuerdo, con su discurso motivador dentro de la cabeza de Humberto Fierro, quien inconscientemente evocaba la imagen, porque ese día había sido el mejor de su vida: El día que lo premiaron.
“Nuestra empresa lleva bienestar y progreso a las familias humildes, a esas, a las cuales otras organizaciones han olvidado debido a que no tienen la confianza para invertir en ellas. Nosotros, la Tienda Amarilla les otorgamos servicios de crédito comercial y financieros, y así los llevamos de la mano por medio de nuestros grandes asesores, quienes brindan un servicio inigualable durante la venta y la post venta; sea esto en la asesoría de garantías, seguros y sobre todo nuestra cobranza, donde tenemos al mejor personal capacitado, quienes ayudan a nuestros clientes a regularizarse. Siempre con todo respeto y el mejor trato, el cual nos diferencia de la competencia. Por eso, nuestros clientes siempre regresan, recompran y nos recomiendan”.
Después, el director general anunciaba con bombo y platillo:
― Ahora tengo el honor de entregar el premio al mejor de lo mejor, al señor Humberto Fierro, quien ha sido un elemento que se ha entregado con pasión a su trabajo de recuperación de cartera vencida. Donde ha dejado cuerpo y alma, dando el ciento veinte y lo mejor de sí para alcanzar las metas establecidas por la empresa. El señor Humberto ha dejado totalmente satisfechos a nuestros clientes con su gran trato humano.
Un cañonazo de aplausos cimbraba el auditorio, y cuando Humberto Fierro subió al estrado, se le preguntó cuál había sido su fórmula mágica para rebasar las metas y ser el primer lugar a nivel nacional.
― Este, este, pues tratando bien a nuestros clientes ― dijo mientras tomaba el trofeo de las manos del director, para después mostrarlo a un público conformado por empleados que habían venido de diferentes partes del país.
Pero la realidad de don Serapio Cervantes era otra. Con una espantosa resaca, humillado y abatido, agachó su cabeza avergonzado al notar que medio barrio estaba afuera de sus casas. Mujeres, niños y algunos hombres observaban como espectadores morbosos, esperando la estocada del embravecido cobrador, quien era conocido por su vigorosa voz dictatorial cargada de testosterona y por sus musculosos brazos, los cuales exhibía como si estuviera realizando una rutina de fisicoculturismo cuando exigía el pago vencido.
― ¡Es el Mamey! ― gritó un niño con voz de asombro escondiéndose detrás de las piernas de su madre, creyendo que tal cobrador era el poderoso antagónico de algún superhéroe que nunca llegaría allí a salvarlos.
Humberto Fierro tenía conocimiento de buena fuente que la gente del Valle le había puesto ese apodo, cosa que le agradaba, debido a que los mortales comunes y corrientes se referían a los hombres musculosos como “mamados”. Y “mamey” era un sinónimo que alegraba sus oídos. Aunque en realidad nadie le decía Mamey en su cara. El único que se había dirigido a él por Mamey fue un vendedor de seguros que no le daba buena espina.
Don Serapio Cervantes se dio la vuelta y entró a su desdichada vivienda, que se caía en pedazos. Resignado, tomó un sobre choncho con cinco mil pesos que reposaba sobre la humilde mesa. Hizo un gesto de enfado y salió nuevamente para encararse ante el mastodonte bravucón y se lo extendió de mala gana.
Humberto Fierro se lo arrebató y lo abrió. Para su gran sorpresa, era un grueso fajo de billetes de varias denominaciones. Y como cajera de banco, los contó deslizándolos de una mano a otra como si fueran cartas de naipes.
Al tener la cantidad exacta se dio cuenta que era el saldo total de la deuda. Muy sonriente se embolsó el dinero dentro del bolsillo del pantalón y se dirigió a la motocicleta. Encima de los manómetros estaba una bolsa con cremallera ajustada con una correa. La abrió y extrajo un recibo membretado y foliado. Se apoyó sobre el tanque y garabateó el nombre de Serapio Artemio Cervantes Tambo sobre la línea. Y debajo, la cantidad pagada en favor de la Tienda Amarilla.
― ¡Que tenga un excelente día don Serapio, espero que haga una compra o pida un préstamo, y que ahora sí sea puntual en sus pagos! Le extendió el recibo. Al terminar el cobro, se montó en la motocicleta encendiéndola con el pedal. Aceleró con la mano derecha y la llanta trasera patinó levantando una ráfaga de tierra, y así, el Mamey de la cobranza se alejaba dejando una estela de polvo, que bañaba con su constelación de partículas a don Serapio y a todos los presentes chismosos, quienes indignados se habían quedado petrificados sin decir palabra alguna.
La motocicleta cruzaba las terregosas y estrechas calles del ejido, esquivando perros, niños desnudos, uno que otro zombie drogadicto y hasta un burro que caminaba parsimonioso sin dueño alguno que lo guiara. Después, al salir de aquel poblado donde un puñado de familias vivían encapsuladas en un tiempo remoto, se subió triunfante a la cinta asfáltica que lo conectaría a la carretera federal, por donde tomaría el regreso a San Luis Río Seco.
Era miércoles, un día neutro para las ventas y la cobranza. Un día piojo por naturaleza, donde la gente se olvidaba de comprar y también de pagar. Y ese fajo de billetes hacía la diferencia, arrancándole una sonrisa desde el fondo de su ser.
La Tienda Amarilla cerraba semana a las nueve de la noche del día domingo, por lo tanto, se encontraba en ese momento sin un solo quinto en la cartera. Ese fajo de dinero le había caído del cielo y pensaba hacer uso de él para pasar bien el resto de la semana; pagaría algunas deudas, después adquiriría suplementos y pastillas. Liquidaría la mensualidad del gimnasio, y por último lo más sagrado: compraría su comida y no la de su familia. Al cabo que ellos comían la canasta básica; sus dos niños y esposa podían mantenerse con huevos, panes, chorizo, frijoles etc., mientras que él no. Él necesitaba pechugas, carnes rojas y todo lo que fuera proteína para fortalecer y hacer crecer sus músculos. Tal canallada alimenticia enfurecía a su esposa, pero Humberto Fierro alias el Mamey, la convencía argumentándole que todo ese gasto personal era para su mantenimiento, para verse fuerte e imponente y así poder atemorizar a los clientes para sacarles el dinero.
Mientras planeaba su gasto, cruzaba velozmente una extensa área donde las parcelas de cebollín se extendían a sus costados sobre amplias hectáreas, para después tomar la carretera federal. Conforme rebasaba autos y tractocamiones, su mente volaba hacia los confines de su mundo interior, donde se miraba a sí mismo como un hombre rico en algún futuro, y después, recordaba el día que lo contrataron como recuperador de cartera vencida; y en tal recuerdo aparecía la imagen del gerente Juan Gutierritos: un hombre menudo, delgado, de ademanes finos y mirada mezquina, quien le había dicho como preludio del porvenir: aquí, si le echas ganas, vas a ganar un chingo de dinero.
Y sí, el gerente Juan Gutierritos tenía mucha razón. La Tienda Amarilla era una “bendita empresa”, tal como la calificaba el director general, debido a que contaba con un sistema de pagos inigualable y sin comparación con otras empresas del mismo ramo. La Tienda Amarilla era una organización comercial que brindaba servicios financieros con una centena de sucursales en todo el país y fuera de éste. Allí, todos los empleados que dejaban la piel durante la jornada laboral, trabajando con ímpetu, alcanzando objetivos y logrando metas. A los que les iba bien cuando llegaba el pago semanal, el cual podía revisarse electrónicamente la cifra ganada gracias a los sacrificios realizados. Y cuando se gastaban su paga pensaban motivados: nunca te acabes Tienda Amarilla, por los siglos de los siglos…
Pero Humberto Fierro era de otra madera. Siempre, en todos sus trabajos, buscaba la manera fácil y armoniosa de trabajar menos y ganar más. Era algo que ya tenía grabado en su chip genético. Y ahora, allí en la Tienda Amarilla, tenía la oportunidad de trabajar duro y ganar como si fuera un ejecutivo de Wall Street. Recordaba las palabras de Juan Gutierritos, que con su cara de niño bueno, pero con algunas arrugas, les repetía en las juntas de trabajo: Cóbrenles duro, pero sean inflexibles. Porque el manual dice que tienen que ser amables. Si la cosa sube de tono, yo aquí calmo broncas, de mi gerencia no sale. ¡Sáquenles el dinero y alcancen sus metas!
Y las había alcanzado. Ya tenía un año trabajando y había sido seleccionado para ir a la convención en Ciudad de México, donde se premiaba a lo mejor de lo mejor. La mañana que había recibido la notificación vía e-mail en su sistema en la oficina, había brincado junto con sus compañeros, quienes lo abrazaban y vitoreaban festejando su nominación a los “Oscares” de la cobranza. Y cuando regresó nuevamente a su árida tierra, donde el sol quemaba como el mismo infierno, juró que iba a volver nuevamente a la convención para ser el número uno por segunda vez consecutiva, y si era posible, por qué no, hasta una tercera. A un kilómetro se divisaba el puente y más adelante la bendita ciudad llena de gente pobre, que los convertía en ricos a él y a sus compañeros de trabajo. Con el viento caliente en contra y entrándole por la abertura del casco, subía por el puente y llegaba a la caseta de cobro, pasando de largo al funcionario que se quedaba con la mano extendida.
Conforme entraba a la ciudad, la imagen de un pusilánime Juan Gutierritos aparecía como si se tratase de un trozo de película que se rebobinaba para proyectarse dentro de su cabeza: Miren muchachos, díganle a los clientes lo que les de su chingada gana, también háganles lo que mejor les parezca, pero jamás les roben, eso sí no le los voy a permitir… de por sí ganan bien, no la frieguen, no se metan en broncas.
Gutierritos desaparecía, y el director general se atravesaba tomando el micrófono, después de haberle entregado el trofeo. Se dirigió al público como si una visión celestial se hubiera inoculado en su corazón, inspirándolo para hablar como si fuera un líder espiritual y no un frívolo ejecutivo comercial:
“Y recuerden siempre de llegar a los resultados con total honestidad. La honestidad es el principal valor de nuestra organización: hay que ser íntegros con lo que se hace, se dice y se piensa. ¡Ser de una sola pieza! ¡Así como Humberto Fierro, todo un ejemplo a seguir! Imítenlo y llegarán muy lejos. Que no les extrañe que un día, sea el gerente de su sucursal, después el regional y por qué no, a director divisional”.
― ¡Me la pelan! ― dijo Humberto Fierro soltando un manillar para flexionar su brazo derecho e hinchar su bíceps en señal de macho alfa poderoso. ¿Qué le iba hacer el flacucho e insignificante Gutierritos? Un oficinista que no movía un dedo para salir a la calle, y que su única función era tener las nalgas aplastadas mientras mostraba su cara de mustio cuando los clientes entraban a la oficina escandalizados y aterrorizados, debido a que un cobrador, injerto de Neandertal, casi les había tumbado la casa en medio de improperios exigiendo el pago atrasado.
Tomó una de las avenidas principales para cruzar la ciudad que en ese momento estaba a reventar de automóviles. También le vino a la mente otro personaje insípido e insignificante: Germán Viruta, un vendedor de seguros que se la pasaba de pie, abordando a los clientes que llegaban para formarse a la fila y realizar sus pagos. De apenas veinte años, flaco, de lentes, con granos en la cara, pálido y ojos adormilados, era la personificación de un tonto que seguramente la virginidad era su principal problema a vencer. Humberto Fierro lo detestaba cuando una vez lo abordó para presentarse y saludarlo.
-¿Te dicen Mamey por mamón?–, le preguntó con su cara de tonto masturbado intentando ser gracioso.
–Mamey porque estoy musculoso, y no soy un saco de huesos como tú, quien seguramente estás todo chupado por darte justicia en exceso con tu propia mano.
De ahí en adelante le tuvo mala fe al muchacho. No le gustaba cómo lo miraba, y le era imposible descifrarlo. Era como si Germán Viruta estuviera fascinado, pero no entendía si era porque el muchacho se sentía atraído a él por su físico, o por otra cosa. Era raro, y no le gustaba, y tampoco le agradó una vez que había entrado a la oficina de cobranza de improviso, y allí estaba el tal vendedorucho de Seguros cuchicheando como vieja con el otro raroide de su jefe. Ambos voltearon a ver a un Humberto Fierro desconcertado y comenzaron a platicar entre ellos como si todo transcurriera con relativa normalidad. Eso no le gustaba. No le quitaría el ojo al tal Germán, ya que algo se traía y al parecer su jefe lo secundaba. Lo averiguaría y descubriría lo que ambos tramaban.
Dejó de pensar en conspiraciones imaginarias y mejor comenzó a realizar sus actividades extra laborales dentro del horario de trabajo. Primero llegó al gimnasio. Antes de bajar de la motocicleta, se quitó el casco. Entró y pagó las dos mensualidades vencidas; de paso, dio el pago de otras tres por adelantando para no preocuparse durante los siguientes meses. Y como acto de buena fe, le dio una espléndida propina a la chica del mostrador que estaba detrás de la caja, quien feliz tomó el dinero, dándole las gracias por su amabilidad y por ser un cliente distinguido, quien aunque se atrasara siempre pagaba oportunamente.
Ya sintiéndose dueño nuevamente de las instalaciones del gimnasio, se dirigió a los vestidores donde se quitó el uniforme. Debajo llevaba puesto su short de licra y una camiseta deportiva ajustada. Fue a los aparatos e hizo una rutina de pecho y tríceps, combinando con barras y mancuernas. Uno dos, uno dos. Cuatro círculos de diez, y le venían poco, pero necesitaba realizarlos así, métricamente para poder desarrollar sus músculos y no lastimarse. Cuando terminó, estaba bañado en sudor y apenas así se dio cuenta que allí estaban ejercitándose dos rubias de fantasía. Las barrió con la mirada grabándose sus curvas, pechos y traseros perfectos. Era uno de sus placeres al terminar sus rutinas, ver a las chicas, presentarse y galantear con ellas para ver qué obtenía, ya que cuando se perdía en sus rutinas, su enfoque y concentración eran sagradas, encerrándose en sí mismo como si se tratase de un cuarto hermético con paredes de acero. Su mundo.
Cuando terminó se compró un litro de agua y lo bebió en un largo trago. Después se vistió con su uniforme de cobranza y se despidió coquetamente de la chica de la caja. Al salir del gimnasio, fue al supermercado donde hizo sus sacrosantas compras para abastecer el gran templo que era su propio cuerpo: carnes, pechugas de pollo, pescado salmón de gran calidad, entre otras cosas comestibles que servían para aumentar sus músculos y mantenerse como a él le gustaba. ¿Comida para sus hijos? ¡Al carajo, al cabo su esposa compraba los víveres para la semana con lo que ella generaba! Y también, con lo que él le daba.
Por el momento, seguiría gastando el dinero que le había quitado a don Serapio, el cual repondría el fin de semana, para después depositarlo antes del cierre del domingo. Y si no hacía tal cosa, podrían transcurrir días y después podría tener problemas, primero con su jefe y después con auditoría, si la cosa se tornaba negra.
Pero para tal problema tenía un plan de contingencia que no le fallaba, y que incluso era el que utilizaba cuando comenzaba la jornada del viernes. Tal estrategia sólo la ejecutaba en los ejidos del valle, y no en la ciudad, donde sería muy peligroso. La gente del valle era muy sencilla y la gran mayoría de poco entendimiento, debido a que su educación escolar apenas rebasaba la primaria. Pura gente del campo, que sólo sabía trabajar la tierra, caminando agachados, cortando y amarrando cebollín, para después emborracharse en la tarde, dormir y comenzar nuevamente su azarosa jornada. Los clientes del valle cayeron redonditos en su treta.
Un día equis, tuvo los bolsillos vacíos, y llegó a una pobre casa de tal ejido de tantos. El cliente comenzaba a lanzar excusas para justificar su incumplimiento: eran cuatro semanas atrasadas y la cantidad acumulada era imposible que la regularizara. Si el hombre ganaba el mínimo y muy apenas pagaría puntual su semana sin percance alguno que se la interrumpiera. Tuvo una ocurrencia maquinada por su voz interna: le cobraría la visita. Mire don Anselmo, eso de venir desde San Luis hasta acá son un buen de kilómetros. Es gasolina que la empresa gasta para venir a recordarle su obligación, y por lo tanto se genera un gasto operativo, el cual se le cargará a usted por no estar al corriente. Si usted paga ese gasto, no se le cobrará el atraso, sólo la visita. Hasta que usted tenga el dinero suficiente para ponerse al corriente, ya no se le aplicará dicho cargo. El jornalero, de nombre Anselmo Hurtado, esbozó una sonrisa de oreja a oreja y le preguntó cuánto costaba dar ese pago tipo multa: mire don Anselmo, de acuerdo a la distancia de San Luis a su casa, son veinticinco kilómetros. Y son cien pesotes, que cubren la gasolina y el desgaste de la motocicleta. Don Anselmo muy contento le entregó el billete. Humberto Fierro imprimió en su maquinita de cobranza un aviso de visita y se lo entregó como si fuera el recibo. Don Anselmo leyó el aviso y le comentó que tal cantidad no estaba reflejada en el papel: ese cargo está vía sistema don Anselmo, este papelito es la visita y ya está cobrado, no se preocupe. Y ya sabe, mientras esté pagando la multa, no vaya a la tienda hasta que tenga el total del atraso y es exclusivamente conmigo el pago. ¿Estamos?
Y así como don Anselmo, muchos clientes del valle de San Luis vieron la luz al final del túnel, y montaron en un altar mental al “Mamey de la cobranza”, quien ahora era como su ángel guardián que velaba por sus intereses y su economía familiar. Tal promoción se corrió como pólvora por todo el valle y la gente concluía en sus pláticas que la Tienda Amarilla era la mejor del mundo, que esos tiempos de cobradores prepotentes y groseros, había terminado y que ahora eran cosa del pasado.
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“Bendita sea la empresa que da la oportunidad de progresar a sus empleados, facilitándoles las herramientas necesarias para ejecutar su trabajo con inteligencia y honestidad. Siempre apegados a los valores de ésta. Y ésta: la Tienda Amarilla, se preocupa por el bienestar de sus empleados y la satisfacción de sus clientes”
Tal imagen digna de la simulación de un político de primera, se disipaba como una niebla que desaparecía para perderse en el pozo de los recuerdos. En ese momento, y bajo el abrasador sol de la tarde, en pleno mes de Julio, Humberto Fierro, quien portaba puesto su casco de motociclista y enfundado en su camisa blanca con el logotipo de la bendita empresa, hinchaba sus musculosos brazos, casi reventando las mangas de su camisa para verse atemorizante, y así amedrentar con su físico y voz prepotente al cliente moroso, quien atónito recibía la metralla de letanías desde el umbral de su casa.
― ¡Mire pinche viejo mala paga, el contrato dice que si se atrasa las semanas que sean, se da por terminado el crédito y está obligado a pagar el saldo total del adeudo! Así es que saque la lana del atraso o sáqueme inmediatamente las cosas para llevármelas―. Humberto, quien escondía su identidad en el interior de su casco, le daba vuelo a su voz de dictador, ya que era grave y sonora como si tuviera un altavoz integrado. ― ¡Saque la feria o en este momento hablo a los abogados para que vengan a embargarlo, y a la policía para que lo metan a la cárcel!
― Deme chance señor ―, imploraba el hombre viejo y sin dientes, dejando escapar un tufo a cerveza rancia.
― Dinero, saque dinero, todo lo que tenga. ¡No es negociable!
― ¡Me voy a quedar sin tragar!
― Ese no es mi problema…y aparte usted no traga comida, sólo engulle alcohol ― contestaba tajante Humberto Fierro, ignorando las súplicas de un hombre anciano, quien seguramente reposaría dentro de poco bajo los jardines del cementerio del Ejido. Cosa que le preocupaba debido a que la deuda era bastante, y si se moría no ganaría el bono mensual por recuperar dicha cuenta. Eso de estar arreando a los parientes para que realizaran los trámites correspondientes para que el seguro cubriera el adeudo, era engorroso y burocrático, y a esa gente sencilla del campo tales menesteres les resultaban tediosos e inútiles: ¿Pa’ qué? Si ya está tieso, ya no debe nada, y ya está con tatita Dios. No era la primera vez que había escuchado tal frase, y no pensaba oírla nunca más. Le cobraría, aunque el viejo cayera fulminado a sus pies debido a un ataque al corazón.
Don Serapio Cervantes, impotente, cerraba sus ojos y miraba hacia el sol como si estuviera a punto de elevar su alma al cielo para pedir la divina intervención de un ángel, para que bajara y fulminara con su rayo destructor al prepotente y abusivo cobrador de la Tienda Amarilla.
― Dinero, dinero y dinero ― repetía Humberto Fierro como un robot programado para exigir y no escuchar ―. ¡Deme dinero! o si no, en este momento entro a su casa y le saco todos los mugrosos muebles para rematarlos por unos pesos y de allí me cobro una parte.
Y nuevamente el director general emergía del pozo del recuerdo, con su discurso motivador dentro de la cabeza de Humberto Fierro, quien inconscientemente evocaba la imagen, porque ese día había sido el mejor de su vida: El día que lo premiaron.
“Nuestra empresa lleva bienestar y progreso a las familias humildes, a esas, a las cuales otras organizaciones han olvidado debido a que no tienen la confianza para invertir en ellas. Nosotros, la Tienda Amarilla les otorgamos servicios de crédito comercial y financieros, y así los llevamos de la mano por medio de nuestros grandes asesores, quienes brindan un servicio inigualable durante la venta y la post venta; sea esto en la asesoría de garantías, seguros y sobre todo nuestra cobranza, donde tenemos al mejor personal capacitado, quienes ayudan a nuestros clientes a regularizarse. Siempre con todo respeto y el mejor trato, el cual nos diferencia de la competencia. Por eso, nuestros clientes siempre regresan, recompran y nos recomiendan”.
Después, el director general anunciaba con bombo y platillo:
― Ahora tengo el honor de entregar el premio al mejor de lo mejor, al señor Humberto Fierro, quien ha sido un elemento que se ha entregado con pasión a su trabajo de recuperación de cartera vencida. Donde ha dejado cuerpo y alma, dando el ciento veinte y lo mejor de sí para alcanzar las metas establecidas por la empresa. El señor Humberto ha dejado totalmente satisfechos a nuestros clientes con su gran trato humano.
Un cañonazo de aplausos cimbraba el auditorio, y cuando Humberto Fierro subió al estrado, se le preguntó cuál había sido su fórmula mágica para rebasar las metas y ser el primer lugar a nivel nacional.
― Este, este, pues tratando bien a nuestros clientes ― dijo mientras tomaba el trofeo de las manos del director, para después mostrarlo a un público conformado por empleados que habían venido de diferentes partes del país.
Pero la realidad de don Serapio Cervantes era otra. Con una espantosa resaca, humillado y abatido, agachó su cabeza avergonzado al notar que medio barrio estaba afuera de sus casas. Mujeres, niños y algunos hombres observaban como espectadores morbosos, esperando la estocada del embravecido cobrador, quien era conocido por su vigorosa voz dictatorial cargada de testosterona y por sus musculosos brazos, los cuales exhibía como si estuviera realizando una rutina de fisicoculturismo cuando exigía el pago vencido.
― ¡Es el Mamey! ― gritó un niño con voz de asombro escondiéndose detrás de las piernas de su madre, creyendo que tal cobrador era el poderoso antagónico de algún superhéroe que nunca llegaría allí a salvarlos.
Humberto Fierro tenía conocimiento de buena fuente que la gente del Valle le había puesto ese apodo, cosa que le agradaba, debido a que los mortales comunes y corrientes se referían a los hombres musculosos como “mamados”. Y “mamey” era un sinónimo que alegraba sus oídos. Aunque en realidad nadie le decía Mamey en su cara. El único que se había dirigido a él por Mamey fue un vendedor de seguros que no le daba buena espina.
Don Serapio Cervantes se dio la vuelta y entró a su desdichada vivienda, que se caía en pedazos. Resignado, tomó un sobre choncho con cinco mil pesos que reposaba sobre la humilde mesa. Hizo un gesto de enfado y salió nuevamente para encararse ante el mastodonte bravucón y se lo extendió de mala gana.
Humberto Fierro se lo arrebató y lo abrió. Para su gran sorpresa, era un grueso fajo de billetes de varias denominaciones. Y como cajera de banco, los contó deslizándolos de una mano a otra como si fueran cartas de naipes.
Al tener la cantidad exacta se dio cuenta que era el saldo total de la deuda. Muy sonriente se embolsó el dinero dentro del bolsillo del pantalón y se dirigió a la motocicleta. Encima de los manómetros estaba una bolsa con cremallera ajustada con una correa. La abrió y extrajo un recibo membretado y foliado. Se apoyó sobre el tanque y garabateó el nombre de Serapio Artemio Cervantes Tambo sobre la línea. Y debajo, la cantidad pagada en favor de la Tienda Amarilla.
― ¡Que tenga un excelente día don Serapio, espero que haga una compra o pida un préstamo, y que ahora sí sea puntual en sus pagos! Le extendió el recibo. Al terminar el cobro, se montó en la motocicleta encendiéndola con el pedal. Aceleró con la mano derecha y la llanta trasera patinó levantando una ráfaga de tierra, y así, el Mamey de la cobranza se alejaba dejando una estela de polvo, que bañaba con su constelación de partículas a don Serapio y a todos los presentes chismosos, quienes indignados se habían quedado petrificados sin decir palabra alguna.
La motocicleta cruzaba las terregosas y estrechas calles del ejido, esquivando perros, niños desnudos, uno que otro zombie drogadicto y hasta un burro que caminaba parsimonioso sin dueño alguno que lo guiara. Después, al salir de aquel poblado donde un puñado de familias vivían encapsuladas en un tiempo remoto, se subió triunfante a la cinta asfáltica que lo conectaría a la carretera federal, por donde tomaría el regreso a San Luis Río Seco.
Era miércoles, un día neutro para las ventas y la cobranza. Un día piojo por naturaleza, donde la gente se olvidaba de comprar y también de pagar. Y ese fajo de billetes hacía la diferencia, arrancándole una sonrisa desde el fondo de su ser.
La Tienda Amarilla cerraba semana a las nueve de la noche del día domingo, por lo tanto, se encontraba en ese momento sin un solo quinto en la cartera. Ese fajo de dinero le había caído del cielo y pensaba hacer uso de él para pasar bien el resto de la semana; pagaría algunas deudas, después adquiriría suplementos y pastillas. Liquidaría la mensualidad del gimnasio, y por último lo más sagrado: compraría su comida y no la de su familia. Al cabo que ellos comían la canasta básica; sus dos niños y esposa podían mantenerse con huevos, panes, chorizo, frijoles etc., mientras que él no. Él necesitaba pechugas, carnes rojas y todo lo que fuera proteína para fortalecer y hacer crecer sus músculos. Tal canallada alimenticia enfurecía a su esposa, pero Humberto Fierro alias el Mamey, la convencía argumentándole que todo ese gasto personal era para su mantenimiento, para verse fuerte e imponente y así poder atemorizar a los clientes para sacarles el dinero.
Mientras planeaba su gasto, cruzaba velozmente una extensa área donde las parcelas de cebollín se extendían a sus costados sobre amplias hectáreas, para después tomar la carretera federal. Conforme rebasaba autos y tractocamiones, su mente volaba hacia los confines de su mundo interior, donde se miraba a sí mismo como un hombre rico en algún futuro, y después, recordaba el día que lo contrataron como recuperador de cartera vencida; y en tal recuerdo aparecía la imagen del gerente Juan Gutierritos: un hombre menudo, delgado, de ademanes finos y mirada mezquina, quien le había dicho como preludio del porvenir: aquí, si le echas ganas, vas a ganar un chingo de dinero.
Y sí, el gerente Juan Gutierritos tenía mucha razón. La Tienda Amarilla era una “bendita empresa”, tal como la calificaba el director general, debido a que contaba con un sistema de pagos inigualable y sin comparación con otras empresas del mismo ramo. La Tienda Amarilla era una organización comercial que brindaba servicios financieros con una centena de sucursales en todo el país y fuera de éste. Allí, todos los empleados que dejaban la piel durante la jornada laboral, trabajando con ímpetu, alcanzando objetivos y logrando metas. A los que les iba bien cuando llegaba el pago semanal, el cual podía revisarse electrónicamente la cifra ganada gracias a los sacrificios realizados. Y cuando se gastaban su paga pensaban motivados: nunca te acabes Tienda Amarilla, por los siglos de los siglos…
Pero Humberto Fierro era de otra madera. Siempre, en todos sus trabajos, buscaba la manera fácil y armoniosa de trabajar menos y ganar más. Era algo que ya tenía grabado en su chip genético. Y ahora, allí en la Tienda Amarilla, tenía la oportunidad de trabajar duro y ganar como si fuera un ejecutivo de Wall Street. Recordaba las palabras de Juan Gutierritos, que con su cara de niño bueno, pero con algunas arrugas, les repetía en las juntas de trabajo: Cóbrenles duro, pero sean inflexibles. Porque el manual dice que tienen que ser amables. Si la cosa sube de tono, yo aquí calmo broncas, de mi gerencia no sale. ¡Sáquenles el dinero y alcancen sus metas!
Y las había alcanzado. Ya tenía un año trabajando y había sido seleccionado para ir a la convención en Ciudad de México, donde se premiaba a lo mejor de lo mejor. La mañana que había recibido la notificación vía e-mail en su sistema en la oficina, había brincado junto con sus compañeros, quienes lo abrazaban y vitoreaban festejando su nominación a los “Oscares” de la cobranza. Y cuando regresó nuevamente a su árida tierra, donde el sol quemaba como el mismo infierno, juró que iba a volver nuevamente a la convención para ser el número uno por segunda vez consecutiva, y si era posible, por qué no, hasta una tercera. A un kilómetro se divisaba el puente y más adelante la bendita ciudad llena de gente pobre, que los convertía en ricos a él y a sus compañeros de trabajo. Con el viento caliente en contra y entrándole por la abertura del casco, subía por el puente y llegaba a la caseta de cobro, pasando de largo al funcionario que se quedaba con la mano extendida.
Conforme entraba a la ciudad, la imagen de un pusilánime Juan Gutierritos aparecía como si se tratase de un trozo de película que se rebobinaba para proyectarse dentro de su cabeza: Miren muchachos, díganle a los clientes lo que les de su chingada gana, también háganles lo que mejor les parezca, pero jamás les roben, eso sí no le los voy a permitir… de por sí ganan bien, no la frieguen, no se metan en broncas.
Gutierritos desaparecía, y el director general se atravesaba tomando el micrófono, después de haberle entregado el trofeo. Se dirigió al público como si una visión celestial se hubiera inoculado en su corazón, inspirándolo para hablar como si fuera un líder espiritual y no un frívolo ejecutivo comercial:
“Y recuerden siempre de llegar a los resultados con total honestidad. La honestidad es el principal valor de nuestra organización: hay que ser íntegros con lo que se hace, se dice y se piensa. ¡Ser de una sola pieza! ¡Así como Humberto Fierro, todo un ejemplo a seguir! Imítenlo y llegarán muy lejos. Que no les extrañe que un día, sea el gerente de su sucursal, después el regional y por qué no, a director divisional”.
― ¡Me la pelan! ― dijo Humberto Fierro soltando un manillar para flexionar su brazo derecho e hinchar su bíceps en señal de macho alfa poderoso. ¿Qué le iba hacer el flacucho e insignificante Gutierritos? Un oficinista que no movía un dedo para salir a la calle, y que su única función era tener las nalgas aplastadas mientras mostraba su cara de mustio cuando los clientes entraban a la oficina escandalizados y aterrorizados, debido a que un cobrador, injerto de Neandertal, casi les había tumbado la casa en medio de improperios exigiendo el pago atrasado.
Tomó una de las avenidas principales para cruzar la ciudad que en ese momento estaba a reventar de automóviles. También le vino a la mente otro personaje insípido e insignificante: Germán Viruta, un vendedor de seguros que se la pasaba de pie, abordando a los clientes que llegaban para formarse a la fila y realizar sus pagos. De apenas veinte años, flaco, de lentes, con granos en la cara, pálido y ojos adormilados, era la personificación de un tonto que seguramente la virginidad era su principal problema a vencer. Humberto Fierro lo detestaba cuando una vez lo abordó para presentarse y saludarlo.
-¿Te dicen Mamey por mamón?–, le preguntó con su cara de tonto masturbado intentando ser gracioso.
–Mamey porque estoy musculoso, y no soy un saco de huesos como tú, quien seguramente estás todo chupado por darte justicia en exceso con tu propia mano.
De ahí en adelante le tuvo mala fe al muchacho. No le gustaba cómo lo miraba, y le era imposible descifrarlo. Era como si Germán Viruta estuviera fascinado, pero no entendía si era porque el muchacho se sentía atraído a él por su físico, o por otra cosa. Era raro, y no le gustaba, y tampoco le agradó una vez que había entrado a la oficina de cobranza de improviso, y allí estaba el tal vendedorucho de Seguros cuchicheando como vieja con el otro raroide de su jefe. Ambos voltearon a ver a un Humberto Fierro desconcertado y comenzaron a platicar entre ellos como si todo transcurriera con relativa normalidad. Eso no le gustaba. No le quitaría el ojo al tal Germán, ya que algo se traía y al parecer su jefe lo secundaba. Lo averiguaría y descubriría lo que ambos tramaban.
Dejó de pensar en conspiraciones imaginarias y mejor comenzó a realizar sus actividades extra laborales dentro del horario de trabajo. Primero llegó al gimnasio. Antes de bajar de la motocicleta, se quitó el casco. Entró y pagó las dos mensualidades vencidas; de paso, dio el pago de otras tres por adelantando para no preocuparse durante los siguientes meses. Y como acto de buena fe, le dio una espléndida propina a la chica del mostrador que estaba detrás de la caja, quien feliz tomó el dinero, dándole las gracias por su amabilidad y por ser un cliente distinguido, quien aunque se atrasara siempre pagaba oportunamente.
Ya sintiéndose dueño nuevamente de las instalaciones del gimnasio, se dirigió a los vestidores donde se quitó el uniforme. Debajo llevaba puesto su short de licra y una camiseta deportiva ajustada. Fue a los aparatos e hizo una rutina de pecho y tríceps, combinando con barras y mancuernas. Uno dos, uno dos. Cuatro círculos de diez, y le venían poco, pero necesitaba realizarlos así, métricamente para poder desarrollar sus músculos y no lastimarse. Cuando terminó, estaba bañado en sudor y apenas así se dio cuenta que allí estaban ejercitándose dos rubias de fantasía. Las barrió con la mirada grabándose sus curvas, pechos y traseros perfectos. Era uno de sus placeres al terminar sus rutinas, ver a las chicas, presentarse y galantear con ellas para ver qué obtenía, ya que cuando se perdía en sus rutinas, su enfoque y concentración eran sagradas, encerrándose en sí mismo como si se tratase de un cuarto hermético con paredes de acero. Su mundo.
Cuando terminó se compró un litro de agua y lo bebió en un largo trago. Después se vistió con su uniforme de cobranza y se despidió coquetamente de la chica de la caja. Al salir del gimnasio, fue al supermercado donde hizo sus sacrosantas compras para abastecer el gran templo que era su propio cuerpo: carnes, pechugas de pollo, pescado salmón de gran calidad, entre otras cosas comestibles que servían para aumentar sus músculos y mantenerse como a él le gustaba. ¿Comida para sus hijos? ¡Al carajo, al cabo su esposa compraba los víveres para la semana con lo que ella generaba! Y también, con lo que él le daba.
Por el momento, seguiría gastando el dinero que le había quitado a don Serapio, el cual repondría el fin de semana, para después depositarlo antes del cierre del domingo. Y si no hacía tal cosa, podrían transcurrir días y después podría tener problemas, primero con su jefe y después con auditoría, si la cosa se tornaba negra.
Pero para tal problema tenía un plan de contingencia que no le fallaba, y que incluso era el que utilizaba cuando comenzaba la jornada del viernes. Tal estrategia sólo la ejecutaba en los ejidos del valle, y no en la ciudad, donde sería muy peligroso. La gente del valle era muy sencilla y la gran mayoría de poco entendimiento, debido a que su educación escolar apenas rebasaba la primaria. Pura gente del campo, que sólo sabía trabajar la tierra, caminando agachados, cortando y amarrando cebollín, para después emborracharse en la tarde, dormir y comenzar nuevamente su azarosa jornada. Los clientes del valle cayeron redonditos en su treta.
Un día equis, tuvo los bolsillos vacíos, y llegó a una pobre casa de tal ejido de tantos. El cliente comenzaba a lanzar excusas para justificar su incumplimiento: eran cuatro semanas atrasadas y la cantidad acumulada era imposible que la regularizara. Si el hombre ganaba el mínimo y muy apenas pagaría puntual su semana sin percance alguno que se la interrumpiera. Tuvo una ocurrencia maquinada por su voz interna: le cobraría la visita. Mire don Anselmo, eso de venir desde San Luis hasta acá son un buen de kilómetros. Es gasolina que la empresa gasta para venir a recordarle su obligación, y por lo tanto se genera un gasto operativo, el cual se le cargará a usted por no estar al corriente. Si usted paga ese gasto, no se le cobrará el atraso, sólo la visita. Hasta que usted tenga el dinero suficiente para ponerse al corriente, ya no se le aplicará dicho cargo. El jornalero, de nombre Anselmo Hurtado, esbozó una sonrisa de oreja a oreja y le preguntó cuánto costaba dar ese pago tipo multa: mire don Anselmo, de acuerdo a la distancia de San Luis a su casa, son veinticinco kilómetros. Y son cien pesotes, que cubren la gasolina y el desgaste de la motocicleta. Don Anselmo muy contento le entregó el billete. Humberto Fierro imprimió en su maquinita de cobranza un aviso de visita y se lo entregó como si fuera el recibo. Don Anselmo leyó el aviso y le comentó que tal cantidad no estaba reflejada en el papel: ese cargo está vía sistema don Anselmo, este papelito es la visita y ya está cobrado, no se preocupe. Y ya sabe, mientras esté pagando la multa, no vaya a la tienda hasta que tenga el total del atraso y es exclusivamente conmigo el pago. ¿Estamos?
Y así como don Anselmo, muchos clientes del valle de San Luis vieron la luz al final del túnel, y montaron en un altar mental al “Mamey de la cobranza”, quien ahora era como su ángel guardián que velaba por sus intereses y su economía familiar. Tal promoción se corrió como pólvora por todo el valle y la gente concluía en sus pláticas que la Tienda Amarilla era la mejor del mundo, que esos tiempos de cobradores prepotentes y groseros, había terminado y que ahora eran cosa del pasado.
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Magno, David.