Su fama traspasaba fronteras. Era un pintor renombrado que había conseguido entrar en los círculos de la alta sociedad. Tenía dos grandes pasiones, la pintura y el mar. No concebía la una sin la otra. Durante décadas se dedicó a pintar las olas de todas las formas imaginables, tranquilas como un bálsamo, bravas, rompiendo contra los acantilados, grises, azules, verdes. Con mucha espuma, sin ella. Saltando desde el mar al paseo marítimo. No había versión de olas que no hubiera retratado. Lo mismo recorría las playas asturianas, que las de Cádiz o las de Valencia. Disfrutaba mucho pintando en días de tormenta. No sabía por qué, pero los días de tormenta le aportaban algo especial, diferente.
De pronto dejaron de encargarle obras, ya casi nadie preguntaba por ellas y no sabía por qué. Su fama había ido disminuyendo igual que disminuía la espuma de las olas con la resaca. Le costó tiempo ascender, ganarse un nombre, pero la caída habia sido estrepitosa.
Era presa fácil que muy pronto buscó refugio en el alcohol. Dejó de recorrer las playas, no se preocupaba de si la tarde estaba apacible o de tormenta.
Ultimamente se le podía ver durmiendo en cualquier rincón de la ciudad, sobre una cama de periódicos y revistas, con la botella medio vacía a su lado y apestando a alcohol. En un momento de lucidez, algo escrito en una hoja de revista llamó su atención. La imagen estaba borrosa, desgastada por el paso del tiempo. Era él, y a su lado, posando, una camarera del Grand Hotel de la capital. Lo leyó con avidez, mas no daba crédito crédito a lo que expresan aquellas palabras. Le estaba acusando de maltratador, y contaba una historia dura, agresiva, totalmente inaceptable de haber sido real. Lo peor fue que se trataba de una mentira. La camarera vio su momento de gloria y lo aprovechó. Nadie se preocupó de averiguar la verdad.
Aquella madrugada decidió coger de nuevo sus útiles de pintura y volver a la playa. Se cuenta que aquel fue el mejor cuadro que pintara nunca. Una obra maestra.