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La Cucaracha— By Ramón Escobar

(Historia basada en eventos reales)
Una noche de tantas, saco a la jauría a dar el paseo diario por el parque imaginario que representa el estacionamiento del supermercado vecino. Antes de subir al lote, uno de mis perros, al sentirse relajado y libre, adopta la posición ancestral y mirándome a los ojos, deja salir un cilindro perfecto, bien hidratado, compacto, ideal para un comercial de Pedigree en Amazon. Yo, por supuesto, como humano responsable y preocupado por el medio ambiente, saco mi primera bolsita y me dispongo a recoger la estupenda pieza. Pero antes de que pueda hacerlo, una cucaracha sale de la nada y sin dudar un solo segundo, se monta sobre la obra de arte, recorriéndola, reclamándola, tal como lo hicieron los primeros colonizadores europeos cuando arribaron a Estados Unidos y plantaron una banderilla de propiedad en los terrenos disponibles (véase de nuevo «Un horizonte lejano»). La determinación de aquel bicho me paralizó, y ahí estoy, sin saber que hacer ¿la hago a un lado, negándole el derecho que tiene sobre el desecho? ¿La envuelvo con el plástico, condenándola de esa manera a su fin? ¿Sigo mi camino, haciéndome de la vista gorda e ignorando las reglas de conducta? Mientras decidía que hacer, otros eventos se adelantaron a mi insegura y débil iniciativa; desafortunadamente para la cucaracha, sus codiciosos movimientos hacen que aquel brilloso excremento ruede hacia abajo, pues hay un declive en el terreno, envolviéndo a ambos en un fervoroso abrazo mientras descienden dando tumbos. La perseverancia de la cucaracha de no soltarse, me recuerda a los aguerridos concursantes del Exatlón, sujetando con todas sus fuerzas un tronco. Por un momento, hasta me parece escuchar la voz de Toño Rosique, alentándola: «Sí México, esta aventura la ganan los que luchan con el corazón, aquellos que entregan el alma…»
En su salvaje travesía, aquel magnífico ejemplar y el artrópodo recogen pedazos de hierba y piedritas en el recorrido, debido a la humedad.
El accidentado viaje se detiene casi a media calle, donde la cucaracha, después de tantas vueltas violentas, funde su anatomía con aquel residuo tan fervientemente venerado por sus agremiados. Sigo paralizado. Después de aquel impetuoso acontecimiento, la suerte parece cambiar para el insecto, pues, aunque empanizado, se encuentra ya en posesión de tan preciado elemento. Sin embargo, repentinamente, también de la nada, aparecen las llantas de un carro que, indiferentes a este melodrama, pasan por encima de ellos, los aplasta y se los lleva adheridos en el rodado, desapareciendo en la oscuridad y quietud de la noche. Me quedo un momento con la bolsita en mis manos, atónito ante tan súbito desenlace, mientras veo las luces rojas perderse en la esquina. Jamás volvería a saber de aquel insecto y su tan apreciada pieza.
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