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No hay vida sin dolor -ni sin placer- by Ana De Lacalle

Mi persona -esa dualidad que me habita- parece poseer una expresión facial que reza: ‘Hinca tu aguijón en esa herida sangrante que no cicatriza, en la que se aúnan las bacterias del rechazo y el desamparo inoculando el suplicio de sentir cada átomo con extrema intensidad, para sufrir, dolerse y padecerse’»
Ana de Lacalle “Híbrido” Editorial Adarve, 2018.pg. 46-47
Mientras las heridas supuran es tiempo de espera; ventilarlas, dejarlas secar lo suficiente para que puedan ser abordadas. Sin embargo, en el momento en el que nos hacemos conscientes del dolor, sentimos la premura por hurgar y extraer la ponzoña, ignorando que todo requiere su tiempo, y la precipitación puede destripar lo tóxico, quedarnos con ello entre las manos sin saber qué hacer.
Esa sustancia nociva puede ser esparcida sin intención, activar aún más nuestra infección interior y asustar a quienes nos rodean. Hay que ser pulcro en el trato con uno mismo y con los otros, a fin de que lo que ya está podrido no dañe más aún.
De ahí que, siendo todos, individuos cuyo interior ha incubado y contiene sustancias venenosas debemos buscar formas de drenarlas que nos alivien y nos subsanen en lo posible.
Por el contrario, nos convertimos en un enjambre de toxicidades que van trasladándose arbitrariamente de unos a otros, acogiendo inclusive aquellas que no nos pertenecen y que difícilmente dispondremos de la pócima para sanarlas.
Manejar el dolor que hierve de las heridas, como fuego desnortado, no es ninguna banalidad, sino al contrario, un arte que consiste que ir extrayendo lentamente aquella porción que somos capaces de entender; darnos descanso para que lo tratado empiece a cicatrizar y seguir con el reto de sin excesos ni prisas, ir realizando un proceso catártico en el que, a veces, es imprescindible la ayuda de un terapeuta -no ponernos en manos de alguien de quien no tengamos referencia alguna-. La ayuda externa o no, aunque entiendo que siempre es beneficiosa, puede no ser necesaria para todo el mundo, depende de la profundidad de las llagas, de la hondura, de si supura o no; en este último caso conviene no ignorarse a sí mismo porque el resultado puede ser empeorar nuestro estado interior.
Ya dijo Esquilo en la Orestía u Oresta “por el dolor y el sufrimiento a la comprensión” (páthei máthos)[1], o lo que podríamos considerar como equivalente la experiencia dolorosa y el sufrimiento nos llevan a saber, es decir, a vivir bien; lo que Aristóteles denominaría la vida buena distinguiéndola de la buena vida, sujeta al imperativo del placer -para una distinción actual entre ambas[2] -.
En síntesis, el conocimiento de sí mismo aclamado por Sócrates como punto de partida para conocer lo Otro, se obtiene por la experiencia que en lo humano es necesariamente dolor, sufrimiento y también placer. Lo relevante es, sin embargo, alcanzar tal comprensión de nuestro interior que se halla en conexión con los otros y lo Otro, que nos permita decidir y elegir qué vida queremos, sabiendo que necesitamos de los otros y que vivimos en el mundo y ambos son factores restrictivos a la vez que la posibilidad de ejercer nuestra libertad. Y si ésta es ejercida en comunidad -en unión común con los otros- nos aproximamos a una vida digna y suficientemente plena -que nunca significa exenta de dolor-
[1] Armengol, R. El pensamiento de Sócrates y el psicoanálisis de Freud. Ed. Paidós 1994. Pg. 83.
[2] https://ambitmariacorral.org/es/2013/10/la-vida-buena-o-la-buena-vida-3/#:~:text=La%20Vida%20Buena%20es%20un,y%20la%20alegr%C3%ADa%20de%20vivir.

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