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La verdad en el terreno de la mentira by Nacho Valdes

Verdad y mentira son dos categorías antagónicas, aunque indisociablemente vinculadas. Una no puede existir sin la otra y viceversa. No tendría ningún sentido hablar de uno de estos conceptos sin tener en consideración su opuesto dado que nuestra mente se mueve dialécticamente mediante el enfrentamiento de pares antitéticos. Así, podemos catalogar nuestra realidad estableciendo oposiciones que consienten con la comprensión simplista de nuestro entorno. ¿Cómo podríamos disfrutar la vida sin contemplar la certeza de la muerte? ¿Qué sería de la noche estrellada sin el cielo azul y luminoso de un día de verano? Por medio de este subterfugio establecemos un orden adecuado a nuestra lógica interna, pues, al fin y al cabo, la noche y la vida son tan opuestos como el blanco y el negro. Es decir, hemos arbitrado una serie de convenciones para concedernos lo que creemos una explicación del mundo.

La verdad y la mentira se establecen desde el nomos debido a que no son elementos debidos a la phisys. Más bien al contrario, nos encontramos como ya explicó Nietzsche en su Verdad y mentira en sentido extramoral ante una ficción mediante la que establecemos nuestra adaptación al medio. En este caso no se trata de un ambiente marcado por la biología, pues no tendría sentido la veracidad o la deslealtad. En este tipo de entornos prima la supervivencia y, para lograr este objetivo, no tiene ningún valor establecer un marco moral. Sin embargo, en el terreno cultural son requeridas otras necesidades entre las que se encuentra la autenticidad.

Necesitamos ciertas certezas para el desarrollo de la confianza y para el establecimiento de la fe en la alteridad dado que, siguiendo el sentido etimológico del concepto, precisamos creer en lo que no vemos y esto no es otra cosa que lo atesorado por el otro en su interior. No podemos acceder al fuero interno de los demás, pero sí podemos compartir modelos vitales que invitan a la confianza por establecer un código tácito y compartido. La comunidad no puede erigirse desde la mentira, pues requerimos compartir una serie de ficciones para lograr nuestra organización. Verbigracia, qué sería de nosotros si no aceptasen los papeles que llamamos dinero en la tienda de la esquina o qué sucedería si no admitiésemos nuestras instituciones políticas como válidas. De manera evidente, todo se desmoronaría y esto nos afectaría a todos los niveles sin remisión. Es indudable que necesitamos la confianza en los otros y en el sistema de creencias elaborado a nivel social. La sinceridad se establece como dovela clave de nuestro planteamiento evolutivo debido a la necesidad de creer en el otro para el sostenimiento del sistema.

El tiempo actual viene marcado por la indiferencia ante la verdad, se sacrifica en elevados altares dedicados a objetivos de carácter alejado y abstracto. Algunos se han instalado en una época de emergencia marcada por la excepción, pues, si bien dicen ser depositarios de los valores más eminentes e importantes, dejan en suspenso nuestros principios fundamentales para lograr metas entendidas como perentorias.

Hemos caído en un tiempo gozne, en un instante de cambio en el que se ha establecido la batalla cultural en la que todo vale. En los momentos convulsos parece que todos los recursos resultan estimables y la mentira, desde luego, es uno de ellos. La falsedad puesta de relieve ya no despierta el rubor, pues se entiende como honestidad para con los propios principios. Algo semejante a lo que sucedía en 1984 de Orwell: algunos conceptos han sido saqueados y han perdido su sentido. Han quedado vacíos e inútiles y, por este motivo, ya no tiene demasiado sentido hablar de legitimidad o hipocresía. Solo quedan facciones y trincheras desde las que disparar.

La creencia dogmática y pétrea en consignas convierte al ser humano en algo peligroso para sí mismo. El integrismo arranca en la convicción, pero se pretende prolongar en el silencio ajeno. El anhelo del creyente es escuchar su voz sin resquicio para la réplica o la opinión divergente. No obstante, la volatilidad absoluta, la mudanza perenne, tampoco es una buena compañera dado que indica la falta de fiabilidad y el cinismo de aquel que oscila de forma constante. Debemos emplazarnos en el término medio defendido por Aristóteles dado que el cambio es posible, pero siempre dentro de unos lindes que nos permitan el encuentro con los demás. En caso contrario, acabaremos perdidos por la falta de límites y referencias.

Los marcos morales han saltado por los aires en la contemporaneidad debido a la imposición de la victoria y los objetivos sublimes, aunque siempre situados un paso por delante. Sin embargo, no se trata de vencer, sino de convencer en un sentido unamuniano: ser en los demás. Es decir, lograr la conversión del otro para obtener su beneplácito, pero, como indica el origen del término, en este punto se produce una victoria conjunta.

La honestidad y la persecución de objetivos comunes implican el triunfo en ligazón para toda la comunidad. Empero, y a pesar del indudable éxito que supondría tamaña hazaña, en no pocas ocasiones la única pretensión es aplastar al contrincante, pues, más que las metas compartidas, la intención no es otra que aniquilar al que piensa distinto. Esta tarea destructiva no necesita ningún código ni elementos para conectar con la alteridad debido a que esta sobra y desde ciertos sectores de nuestra sociedad no se ahorran medios ni esfuerzos para la consecución de este remate. El odio se ha instalado entre nosotros y ya son muchos los que no tienen reparos en morir matando. La mentira, por lo tanto, es parte consustancial de esta malsana competitividad que nosotros mismos hemos construido.

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