Uno anda saturado ya de tantas muertes y duelos. He cambiado el caminar deprisa de un lado a otro por este arrastrar continuo de los pies que apenas me deja llegar hasta la esquina donde mea el perro y volver a casa rápido para no toparme con la muerte. Porque uno donde mejor está es en su casa, sin moverse mucho, sin asomarse a las ventanas, sin saber nada de los peligros del mundo. A estas edades que duele todo, duele hasta mirar. Desde el porche, la línea de horizonte antes perfilada en tinta china se vuelve ancha, se difumina, se agranda y se empaña con estas lágrimas de viejo que asoman cada vez que recuerdo la vida que podría haber sido.
Aquel día, al verla vestida de punta en blanco a esa hora de la tarde, se lo advertí: «No salgas hoy, dicen que el hijo de Iván merodea por el barrio y tú estás para pocos trotes». Pero ella, la muy terca, se empeñó. «¿Y ese hijo del tal Iván está esperando a que yo salga de casa para matarme?». Se reía a carcajadas, como si quisiera escuchar su propia risa, una risa que yo desconocía. Le dije que acababa de salir de la cárcel, pero que se decía por ahí que había vuelto a las andadas. Volvió a reírse. Se colocó un pañuelo ridículo anudado al cuello y agarró el viejo bolso descolorido que tanto odio; el de las margaritas y los flecos dorados. Lo compramos juntos en el mercadillo de Santa Eulalia hará unos veinte años, el bolso y una diadema que hacía juego. Aún anda por ahí la mitad. Se rompió enseguida. En aquellos días, cuando aún teníamos fuerza, también se lo advertí: «No la abras tanto, mujer, que la vas a partir», pero ella nada, estiraba la diadema con las dos manos para colocársela, y soltaba. Hasta el día que se rompió. Casi le salta un ojo. No dejó que la tirase, a mí me dolía verla así, porque no me gustan las cosas rotas. Pero ella, nada. Nunca tiró nada. «Llévate las llaves por si no estuviera en casa cuando vuelvas», le dije. Tenía que salir un momento a recoger el coche del taller, y últimamente no podía ausentarme mucho por si algo le pasaba; se perdía con facilidad. «No quiero nada que me pese en el bolso, solo voy a sacar dinero del banco y vuelvo», me dijo envuelta en un poncho austriaco que creía desechado hacía años. «¿No vas muy abrigada?». Se lo dije con la mejor voluntad, suave, como me recomendó el doctor, pero se puso como una fiera y me amenazó con el bastón. Levanté los brazos “rendido” y le abrí la puerta. Había cambiado tanto…
Me quedé en el porche. Estaba nervioso, un mal presentimiento me rondaba y no quise perderla de vista. La vi salir por la cancela; indecisa, levantaba mucho las rodillas al pisar por el sendero de piedra. Siempre fue testaruda, pero ahora estaba muy cambiada, no podía conversar con ella. Nada, ni de política, ni de los chismes del barrio, ni de su hermana que llamaba todos los días para saber cómo llevaba la noticia. La noticia que nos había cambiado la vida a todos y que a ella parecía no afectarle. Estaba en otro mundo, a lo suyo. Sí, en vez de agradecer que me preocupase por ella, se enfadaba porque decía que la maltrataba sicológica y emocionalmente. Había cambiado mucho. Nosotros siempre fuimos una pareja feliz, con proyectos, sin mirar atrás. Le gustaba que la llevase al cine, a comer con su hermana que vive en las afueras. Y ahora, mírala: tan pronto está caminando hacia la parada del autobús, como vuelve sobre sus propios pasos hacia la estación de tren. ¡Qué mujer! No debería haberla dejado salir, no es cierto que vaya a volver rápido. Si continúo aquí vigilándola no llegaré a recoger el coche del taller. Otra vez vuelta y vuelta de la estación al bus. Me metería en casa y la dejaría ahí sola, por testaruda, pero tengo que recoger el coche. Esta mujer es impredecible y seguro que a última hora tendré que salir a buscarla. Tendría que haber salido con ella. Ahora que teníamos una vida tranquila, sin sobresaltos, nosotros dos solos. Justo ahora, esta locura.
¡Míralo!, ahí está el hijo de Iván. El muy desgraciado. A mí no me engaña, por mucho que lleve la capucha puesta, es él. Ese muchacho siempre estuvo mal de la cabeza, un drogadicto sin escrúpulos. Hubiese sido mucho mejor para todos que se pudriera en la cárcel. Pero ¿qué hace ahora? Se ha parado junto a ella, míralo; la ha agarrado del brazo. Tengo que hacer algo, es mi mujer. Ha cambiado mucho, pero es una buena mujer, siempre lo fue. No es justo que además de la demencia tenga que pasar ahora por esto.
¡Míralo!, va junto a ella con una mano en el bolsillo ocultando algo. Y esta mujer dando vueltas: de la estación al bus, del bus a la estación. Los dos bien agarraditos. No debí dejarla salir. No sé porqué lo hice. Podría haberla cogido por las muñecas y sentarla a la mesa de la cocina con el cinturón anticaídas, o haberla llevado al dormitorio y cerrar la puerta con llave. Pero no quiero ser desagradable con ella. Es mi mujer, una buena mujer. Una mujer que ya no es lo que era, pero no tiene que pasar por esto. Llamaré a la policía, él no deja de perseguirla. Son las siete de la tarde; ya habrán cerrado el taller.
Continúo aquí, preso en mi propia casa. Peor, preso de mi mujer a la que no puedo dejar de vigilar porque el hijo de Iván no deja de perseguirla. Toda la vida igual, los hombres tras ella y ella dejándose querer, haciéndose la tonta. Hay cosas que nunca cambian. ¿Por qué dejaría salir a esta demente con el ridículo bolsito colgado del hombro?
«Así no se puede vivir. Así, mejor estar muerta». Le digo cuando el hijo de Iván la deja en casa y cierra la cancela.
Aquel día, al verla vestida de punta en blanco a esa hora de la tarde, se lo advertí: «No salgas hoy, dicen que el hijo de Iván merodea por el barrio y tú estás para pocos trotes». Pero ella, la muy terca, se empeñó. «¿Y ese hijo del tal Iván está esperando a que yo salga de casa para matarme?». Se reía a carcajadas, como si quisiera escuchar su propia risa, una risa que yo desconocía. Le dije que acababa de salir de la cárcel, pero que se decía por ahí que había vuelto a las andadas. Volvió a reírse. Se colocó un pañuelo ridículo anudado al cuello y agarró el viejo bolso descolorido que tanto odio; el de las margaritas y los flecos dorados. Lo compramos juntos en el mercadillo de Santa Eulalia hará unos veinte años, el bolso y una diadema que hacía juego. Aún anda por ahí la mitad. Se rompió enseguida. En aquellos días, cuando aún teníamos fuerza, también se lo advertí: «No la abras tanto, mujer, que la vas a partir», pero ella nada, estiraba la diadema con las dos manos para colocársela, y soltaba. Hasta el día que se rompió. Casi le salta un ojo. No dejó que la tirase, a mí me dolía verla así, porque no me gustan las cosas rotas. Pero ella, nada. Nunca tiró nada. «Llévate las llaves por si no estuviera en casa cuando vuelvas», le dije. Tenía que salir un momento a recoger el coche del taller, y últimamente no podía ausentarme mucho por si algo le pasaba; se perdía con facilidad. «No quiero nada que me pese en el bolso, solo voy a sacar dinero del banco y vuelvo», me dijo envuelta en un poncho austriaco que creía desechado hacía años. «¿No vas muy abrigada?». Se lo dije con la mejor voluntad, suave, como me recomendó el doctor, pero se puso como una fiera y me amenazó con el bastón. Levanté los brazos “rendido” y le abrí la puerta. Había cambiado tanto…
Me quedé en el porche. Estaba nervioso, un mal presentimiento me rondaba y no quise perderla de vista. La vi salir por la cancela; indecisa, levantaba mucho las rodillas al pisar por el sendero de piedra. Siempre fue testaruda, pero ahora estaba muy cambiada, no podía conversar con ella. Nada, ni de política, ni de los chismes del barrio, ni de su hermana que llamaba todos los días para saber cómo llevaba la noticia. La noticia que nos había cambiado la vida a todos y que a ella parecía no afectarle. Estaba en otro mundo, a lo suyo. Sí, en vez de agradecer que me preocupase por ella, se enfadaba porque decía que la maltrataba sicológica y emocionalmente. Había cambiado mucho. Nosotros siempre fuimos una pareja feliz, con proyectos, sin mirar atrás. Le gustaba que la llevase al cine, a comer con su hermana que vive en las afueras. Y ahora, mírala: tan pronto está caminando hacia la parada del autobús, como vuelve sobre sus propios pasos hacia la estación de tren. ¡Qué mujer! No debería haberla dejado salir, no es cierto que vaya a volver rápido. Si continúo aquí vigilándola no llegaré a recoger el coche del taller. Otra vez vuelta y vuelta de la estación al bus. Me metería en casa y la dejaría ahí sola, por testaruda, pero tengo que recoger el coche. Esta mujer es impredecible y seguro que a última hora tendré que salir a buscarla. Tendría que haber salido con ella. Ahora que teníamos una vida tranquila, sin sobresaltos, nosotros dos solos. Justo ahora, esta locura.
¡Míralo!, ahí está el hijo de Iván. El muy desgraciado. A mí no me engaña, por mucho que lleve la capucha puesta, es él. Ese muchacho siempre estuvo mal de la cabeza, un drogadicto sin escrúpulos. Hubiese sido mucho mejor para todos que se pudriera en la cárcel. Pero ¿qué hace ahora? Se ha parado junto a ella, míralo; la ha agarrado del brazo. Tengo que hacer algo, es mi mujer. Ha cambiado mucho, pero es una buena mujer, siempre lo fue. No es justo que además de la demencia tenga que pasar ahora por esto.
¡Míralo!, va junto a ella con una mano en el bolsillo ocultando algo. Y esta mujer dando vueltas: de la estación al bus, del bus a la estación. Los dos bien agarraditos. No debí dejarla salir. No sé porqué lo hice. Podría haberla cogido por las muñecas y sentarla a la mesa de la cocina con el cinturón anticaídas, o haberla llevado al dormitorio y cerrar la puerta con llave. Pero no quiero ser desagradable con ella. Es mi mujer, una buena mujer. Una mujer que ya no es lo que era, pero no tiene que pasar por esto. Llamaré a la policía, él no deja de perseguirla. Son las siete de la tarde; ya habrán cerrado el taller.
Continúo aquí, preso en mi propia casa. Peor, preso de mi mujer a la que no puedo dejar de vigilar porque el hijo de Iván no deja de perseguirla. Toda la vida igual, los hombres tras ella y ella dejándose querer, haciéndose la tonta. Hay cosas que nunca cambian. ¿Por qué dejaría salir a esta demente con el ridículo bolsito colgado del hombro?
«Así no se puede vivir. Así, mejor estar muerta». Le digo cuando el hijo de Iván la deja en casa y cierra la cancela.
7 Comments
[…] La advertencia by Paula Castillo Monreal […]
Magnífico relato. Me ha encantado. La ilustración también estupenda . Felicidades, amiga
Muchas gracias
La excelencia de la advertencia.
Gracias siempre, amigo Joiel
Me encanta, Paula.
Gracias, querida Mercedes. Me hace mucha ilusión tu lectura. Besos