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La pieza que falta by Nacho Valdés

El ser humano es un animal incompleto en perenne construcción y con una disposición hacia la eternidad. No existe ni un momento de descanso, se impone el establecimiento de sentido en una realidad que nos resulta ajena por no contener las respuestas anheladas. La vida, en su constante devenir, implica esta toma de contacto con uno mismo para la resolución de los problemas insondables que nos acechan. Con todo, se impone la tarea cotidiana de dar satisfacción a nuestras necesidades biológicas más elementales alejándonos de los profundos interrogantes enfrentados por el mero hecho de existir.
Esta particularidad de lo humano nos aleja de la naturaleza animal en un aspecto intelectual. Esta es nuestra dimensión principal, pues hemos generado una infinidad de culturas en conexión con la civilización para ofrecer sentido a nuestro deambular por el mundo. La irrupción y tráfico por la existencia se consuma de manera indefectible con la muerte. Aquí es donde comienzan los inconvenientes dado que embargamos todo un quehacer en cuestiones que, al fin y al cabo, carecen de importancia una vez alcanzado el momento postrero. La gran incógnita ante la última de las fronteras que a todos nos iguala ha incitado innumerables respuestas para resolver este puzle en el que siempre va a faltar al menos una pieza.
La ciencia responde desde la biología, la física, la química y la neurociencia a los procesos relacionados con el último paso, pero somos seres obcecados en el cuestionamiento y, con independencia de conocer los protocolos fácticos de la muerte, nos vemos impelidos a la husma constante por no quedar satisfechos. La descripción de las causas no ofrece un sentido. De hecho, nos aleja de la explicación teleológica demandada, desconocemos el para qué. Aun así, seguimos excavando en nuestra propia realidad para desgajar algún mineral valioso del erial existencial. La sapiencia derivada del método científico nos rebaja a, como dijo Nietzsche, «esquirla de universo» y «el vuelo de una mosca». Algo del todo insatisfactorio para nuestro sentido agónico.
La filosofía establece una línea más libre, aunque también cargada de racionalidad. Con el empleo de nuestras capaciones intelectivas ofrecemos contestación a las profundas dudas compartidas por la humanidad. En este punto encontramos una especulación que, sin dar la espalda a la ciencia, procura avanzar y tantear terrenos ignotos por medio de la reflexión crítica. Mediante la actividad filosófica nos situamos ante el espejo y buscamos en nuestro interior la posibilidad de contestación negada por el universo. La orientación de estos trabajos resulta de lo más variopinta, aunque, de manera obligada, tengan en su centro al ser humano. Lo bueno del filosofar es la apertura de vías de investigación que, con posterioridad, orientan nuestra acción práctica ofreciendo contenido vital.
Otro de los artificios para cimentar nuestro vacío se encuentra en la religión. En este punto, damos de bruces con un relato absolutamente finiquitado, invariable y únicamente accesible a los iniciados. Esta es la realidad de estas construcciones: debes formar parte de la comunidad para alcanzar unas explicaciones que, por supuesto, tienen un carácter sentimental y no racional. Por tanto, las respuestas siempre son mediatizadas por la casta sacerdotal, los libros sagrados y los testimonios milagrosos de aquellos afortunados presentes en los momentos clave de la divinidad. Sin embargo, el resto de mortales debe conformarse con la fe que, de manera literal, supone la confianza en algo desconocido. Todo se fundamenta en las sensaciones elementales experimentadas a un nivel prácticamente trófico.
Poniendo como ejemplo el cristianismo, pues se trata de la confesión más extendida del planeta, podemos abordar un somero análisis en relación a las características de este fenómeno. Para comenzar, es imprescindible entenderlo como un elemento desgajado de la cultura. En otras palabras, se trata de una creación humana en la que es posible rastrear los precedentes, orígenes y posterior desarrollo. La filosofía y la historia de la religión son en este sentido valiosas herramientas para comprender esta creación. De otra parte, debe concebirse como resultado de nuestra capacidad poética. Todas las devociones cuentan con algún libro o relato de tono sagrado para explicar nuestra propia condición. Aquí es donde se localiza el principal atractivo de estos constructos: en la respuesta ofrecida. De manera derivada, una vez se produce la afiliación y aceptación en la comunidad creyente, después de abrazar la dogmática, se produce el alivio desglosado de la eliminación del interrogante.
Podría entenderse la religiosidad como algo positivo, pues da un sentido a la existencia, ofrece entretenidas historias y refuerza nuestros lazos comunitarios. No obstante, queda por explorar la otra cara de esta moneda. Siguiendo con el cristianismo tomado como ejemplo vemos que una de sus principales rasgos se encuentra en anular la reflexión intelectual dado que esta choca de manera frontal con la asunción de relatos fantásticos como fuente de explicación. Por este motivo, y al tratarse de toda una dogmática mediatiza por los especialistas de la curia, se enfrenta de manera virulenta, y con la excusa del pecado, a cualquier vía alternativa para satisfacer nuestra curiosidad. Termina, por tanto, explorando vías violentas para expurgar la rivalidad nacida de otras historias de tono espiritual. De hecho, el ideal de los vigilantes del dogma se encuentra en la asunción acrítica de las verdades reveladas. ¿Qué mayor muestra de fe que esta? Así, se produce esta espiral en el que el sentido se alcanza precisamente por la ausencia del mismo.
El negocio de la salvación eterna implica un esfuerzo y lucha considerables. Deben mantenerse incólumes las creencias principales y defenderse de manera severa cualquier atisbo de disidencia o herejía. No en vano estas fueron las señas de identidad fundamentales de la Iglesia como institución. De esta manera, y una vez superada la influencia en política de esta organización, se mantiene la crispación social y la agitación social como herramientas para salvaguardar sus intereses privativos. La ofensa, frente a la libertad de expresión, artística, sexual y personal, se convierte en la piedra de toque para que la comunidad católica más recalcitrante clame al cielo cuando se dinamiza la sociedad. Gracias a una legislación que reconoce el derecho a la vida, a la muerte, al aborto y al matrimonio homosexual hemos dado pasos hacia un mundo más inclusivo, aunque tengamos un murmullo de fondo en eterna oposición por lo mantenido por unos señores ancianos alejados de la cotidianidad. Este susurro retrógrado se convierte en grito frente a expresiones artísticas de lo más inofensivo. Quizás tengamos una Iglesia en España demasiado acostumbrada a hacer y deshacer a la sombra de la censura franquista. Una verdadera lástima que todavía no se haya extinguido esta corriente aberrante.

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