Ni el Abuelo ni Moretti y sus dos esbirros. Los cuatro se desvanecieron con el veloz auxilio de sus piernas corporales cuando vieron emerger de la oscuridad al espectro de Julio Cortázar. Que ahora parecía enzarzado en el enésimo orden de lectura de Rayuela, compartido desde su rincón a los tres cuerpos más que beodos de los literatos aspirantes.
Cuando despertaron, el dinosaurio del fantasma cortazariano ya no estaba allí.
Los tres, Ifigenia, Litti y Juárez, debieron de achacar a los galones de whisky tragados la sombra espectral del autor de Casa tomada. Como los hermanos del cuento, las tres figuras achantadas por el alcohol se dieron la prisa necesaria para vagar por los pasillos comunicados de editorial Loneta, hasta desembocar en una avenida que podía ser perfectamente Corrientes. Sin tener que cuidarse en este caso de dejar la llave (que no tenían) de aquel cortijo literario al alcance de nadie.
El ultraje físico y psíquico al que les había sometido la bebida apenas les dejaba articular nada que no fuesen saludos o disculpas a los viandantes asustados. Juárez se saco de un forro de la chaqueta unos cuantos dólares que le aceptaron sin problema en el café donde dieron con sus huesos. Componían un cuadro casi decimonónico, los tres con el culo en los sillones tapizados de una cafetería rancia, con aspecto de ser el Café Tortoni, dirimiendo sus cuitas y sus miedos.
—Entre el vuelto del casi termo de café que hemos pedido y las pastas de acompañamiento (qué hambre da el puñetero whisky ese), no nos da para el viaje de vuelta... —apuntó un aún somnoliento Néstor.
—Qué vuelta ni vuelto. Cómo volver a Lunas de Lantano después de semejante abuso. Conmigo no cuenten —se revolvió Ifigenia—, yo reúno como sea lo necesario para un autobús a mi casa y me olvido de todo.
—Difícil ese olvido, Ifi, posiblemente nos ande buscando esa caterva por todo Buenos Aires. Quizá donde más seguros estemos sea entre los becados, a la vista de todos, como la carta del ladrón del cuento de Poe. En unas semanas el Cerro será la capital literaria del mundo, como se deja caer en cada telediario. Al menos por acá. —Litti parecía el más sereno de los tres, casi que no apoyaba su osamenta en los mullidos respaldos de skay rojo.
De pronto repararon los tres en lo expuestos que estaban a los amplios ventanales de esa especie de Tortoni, y se abalanzaron al rincón opuesto, alejado de la luz solar, llevando con ellos sus tazas de un café inextinguible.
Decidieron que lo más cuerdo era la vuelta al Cerro. Para tirar lo menos posible de contactos comunes con Loneta (esos que tanto habían utilizado en los inicios de sus carreras literarias), Juárez se acordó de unos cuantos amigos casi descatalogados de la ciudad de la furia, de esos que no perdían todavía la ilusión de ver algo suyo publicado por Loneta. Entre todos dio para los tres boletos de avión e incluso para el autobús postrero, que los llevaba casi por caminos selváticos de vuelta al paraíso de los becados, cubiertos sus ojos por unas gafas de sol que se sacaron del cambio de la agencia de viajes. Fue entonces cuando Ifigenia y Litti, cercanos a sueños más dulces que los de las forzadas borracheras, escucharon de Néstor:
—Va a haber que ir pensando en eso de contarnos entre nosotros, por lo menos, qué pasó con Inés Menta.
Cuando despertaron, el dinosaurio del fantasma cortazariano ya no estaba allí.
Los tres, Ifigenia, Litti y Juárez, debieron de achacar a los galones de whisky tragados la sombra espectral del autor de Casa tomada. Como los hermanos del cuento, las tres figuras achantadas por el alcohol se dieron la prisa necesaria para vagar por los pasillos comunicados de editorial Loneta, hasta desembocar en una avenida que podía ser perfectamente Corrientes. Sin tener que cuidarse en este caso de dejar la llave (que no tenían) de aquel cortijo literario al alcance de nadie.
El ultraje físico y psíquico al que les había sometido la bebida apenas les dejaba articular nada que no fuesen saludos o disculpas a los viandantes asustados. Juárez se saco de un forro de la chaqueta unos cuantos dólares que le aceptaron sin problema en el café donde dieron con sus huesos. Componían un cuadro casi decimonónico, los tres con el culo en los sillones tapizados de una cafetería rancia, con aspecto de ser el Café Tortoni, dirimiendo sus cuitas y sus miedos.
—Entre el vuelto del casi termo de café que hemos pedido y las pastas de acompañamiento (qué hambre da el puñetero whisky ese), no nos da para el viaje de vuelta... —apuntó un aún somnoliento Néstor.
—Qué vuelta ni vuelto. Cómo volver a Lunas de Lantano después de semejante abuso. Conmigo no cuenten —se revolvió Ifigenia—, yo reúno como sea lo necesario para un autobús a mi casa y me olvido de todo.
—Difícil ese olvido, Ifi, posiblemente nos ande buscando esa caterva por todo Buenos Aires. Quizá donde más seguros estemos sea entre los becados, a la vista de todos, como la carta del ladrón del cuento de Poe. En unas semanas el Cerro será la capital literaria del mundo, como se deja caer en cada telediario. Al menos por acá. —Litti parecía el más sereno de los tres, casi que no apoyaba su osamenta en los mullidos respaldos de skay rojo.
De pronto repararon los tres en lo expuestos que estaban a los amplios ventanales de esa especie de Tortoni, y se abalanzaron al rincón opuesto, alejado de la luz solar, llevando con ellos sus tazas de un café inextinguible.
Decidieron que lo más cuerdo era la vuelta al Cerro. Para tirar lo menos posible de contactos comunes con Loneta (esos que tanto habían utilizado en los inicios de sus carreras literarias), Juárez se acordó de unos cuantos amigos casi descatalogados de la ciudad de la furia, de esos que no perdían todavía la ilusión de ver algo suyo publicado por Loneta. Entre todos dio para los tres boletos de avión e incluso para el autobús postrero, que los llevaba casi por caminos selváticos de vuelta al paraíso de los becados, cubiertos sus ojos por unas gafas de sol que se sacaron del cambio de la agencia de viajes. Fue entonces cuando Ifigenia y Litti, cercanos a sueños más dulces que los de las forzadas borracheras, escucharon de Néstor:
—Va a haber que ir pensando en eso de contarnos entre nosotros, por lo menos, qué pasó con Inés Menta.