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Fuga de amor en el espacio by Francisco Lucero

(Publicado en el Blog de Esteban Ierardo) o
La visión de la Tierra desde la Luna, lugar donde se ubica esta ficción.

En la Luna, un accidental fuga de oxigeno se confunde con la intensa música de una ópera. El accidente como recuerdo de la precariedad del humano en la Tierra, que se traslada también a la plateada superficie de nuestro satélite.

El itinerario de la imaginación de este prosa de Francisco Lucero que publicamos aquí de forma original.

En la ventana de Marcos Hierro se veía la Tierra iluminar tenuemente la noche. Su jardín, con las tonalidades plateadas de siempre, se extendía por la planicie hasta morir en un desfiladero de colinas deformes. Claro que ninguna reja limitaba la llanura, pero a Hierro le gustaba decir que era su jardín, o, cariñosamente, su humilde huerta de asteroides.
Se impacientaba en la contemplación el paisaje. Sus ojos, inquietos, vagaban por el abismo del cielo, desde el horizonte hasta la corteza terrestre. Un salpicón de estrellas rasgaba el telón negro del cosmos, pero solo estrellas eran. Encendió un cigarrillo y se paseó despacio por el living. Hacía días que su hogar naufragaba en el abandono. Hierro siempre se había jactado de cómo una construcción lunar evita dificultades que, vistas en perspectiva, resultan por lo demás absurdas. En la Luna no zumban las moscas en la basura; se vive libre de bacterias, de roedores, del polvo que el viento deposita en los rincones. Pero rige una ley universal por la cual nadie escapa a las huellas de sus propios pasos. Así, Hierro se acostumbró a habitar en los despojos de una vida estacionada, convirtiendo el piano de cola en un depósito de ropa, o los almohadones del futón en una biblioteca, o sintiendo esas repentinas náuseas, otra vez, por una cena olvidada en el escritorio.
Sumido en aquel paseo intranquilo, Hierro descubrió, aterrado, el desorden que lo cercaba. Pero disolvió el pensamiento de mala gana, como se deja un trabajo amargo para el final de la lista de deberes, y atendiendo la única urgencia que podía justificarse volvió a asomarse al ventanal.
Aquella noche -que ya duraba dos semanas-, la Tierra relucía de esplendores. El hálito solar la envolvía en tres cuartas partes, remitiendo fulgores celestes a su cristal. Solo una franja, en oriente, dormitaba en las sombras nocturnas, donde la iluminación de la civilización humana se expandía como una telaraña.
“¡Qué estúpido!”, pensó Hierro, con fastidio, “¿no son las doce horas de luz solar suficientes para conciliar un día?”. Él había leído que entre galaxia y galaxia se ocultan vastísimos planetas helados, cuerpos extenuados de sombras, mundos sin soles condenados a vagar sin destino por el sendero de una eterna noche invernal. ¡Qué inesperados océanos despertarían en su suelo con apenas encender una vela! ¡Qué velados misterios brillarían con solo un fotón del amanecer mundano! “Pero nadie piensa en esas cosas, sino que el hombre, inseguro, le devuelve un falso sol a la noche”.
Como si sus reflexiones la hubiesen invocado, una luz se movió en el horizonte. Dos círculos centellantes se acercaban desde los valles; apuntaban hacia Hierro a una velocidad tan desafiante que, previo al instante fatal, creyó que la colisión era inevitable. Pero el vehículo viró a último momento, dando una admirable coleada en el aire. Aterrizó en suelo firme, y de la puerta emergió un hombre corpulento, ceñido en un estrecho traje espacial. Hierro se dirigió al pasillo. Detrás de una pintura al óleo del sistema solar -y con la firma de una mujer cuyo recuerdo, algunas noches, le pesaba-, se escondía un comando de palanquitas, pantallas y botones. Pulsó el interruptor indicado, y la casa tembló de pies a cabeza, retorciéndose en una palpitación que parecía gemir desde las mismas paredes.
-No te esperaba esta noche –dijo al volver.
El visitante ya estaba de pie en el living. Se había quitado el casco, revelando un rostro jovial, pero maduro, coronado en una maraña de cabellos negros y grises.
-¿Llego en un mal momento? –preguntó el hombre.
-Yo no te esperaba –repitió Hierro, y retomó el paseo nervioso como si nada lo hubiera interrumpido.
-Traigo novedades.
-¿Que pasó ahora?
-Se acabó, amigo mío. Las parcelas están loteadas. O comprás o te llevan.
-¿Como la última vez?
-No. Esta vez es en serio. Al otro paisano, el franchute, ya lo sacaron.
-¡Y que vengan! –bramó Hierro, con desdén, y volvió a enfocarse en el ventanal. Pero una nueva debilidad lo obligó a tomar precauciones. Se apoyo sobre el cristal, inclinando la cabeza.
Para distraerse, examinó el vehículo estacionado en el jardín. Era un modelo turquesa, de última generación, con el emblema de UN Spacial grabado en las puertas laterales. Decenas de abolladuras minaban el capote y el parabrisas, y este último exhibía una grave hondura en el centro que iba astillando los contornos. Estuvo al borde de preguntar en qué guerra había servido, pero se contuvo, y en cambio dejó trepar la mirada hasta la esfera terrestre. La penumbra ganaba terreno, pasito a paso, y la araña luminosa tejía sus hilos hacia la izquierda; “como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta occidente”, pensó. Pero el relámpago central, el rayo determinante, no daba visos de aparecer.
Sintió su espíritu derrumbarse.
-Ah, ya veo –advirtió el viajero-. ¿Estás plantado?
-El despegue es complicado. Solo es una demora.
-Decime una cosa, Marquitos. ¿Hasta cuándo vas a seguir con eso? Tus ahorros no son eternos.
-No, pero siempre cuento con tu ayuda ¿verdad? –dijo Hierro, curvando dulcemente los labios.
Su amigo devolvió la sonrisa.
. ¡Si al menos te dejaras ayudar!
-¡Faltaba más! Y decime, ¿qué piensan hacer cuando vengan?
-Demolerán, hasta el último cimiento. Y en cuanto a vos, bueno, lo más probable es que te juzguen.
-Pero eso pudieron hacerlo antes. Pueden hacerlo ahora. Pueden hacerlo cuando quieran. ¿De qué les sirve?
-No les sirve de nada, ni hoy ni mañana. Pero mejor que vuelvas solito y por tu cuenta.
-¿Por qué?
-Porque solito y por tu cuenta te fuiste.
Hierro recapacitó. Salió por el pasillo y al minuto regresó con un pequeño maletín de cuero.
-Que esperen dos días. Deciles de mi parte que es un alquiler transitorio –dijo, tendiéndoselo al viajero.
El hombre aceptó el maletín con aire resignado. Amagó con colocarse el casco, pero a último momento lo dejó caer en las rodillas. Tenía el rostro ensombrecido.
-Voy a esperarte en vano, ¿no? – Y ante el silencio de su amigo añadió: -En el hemisferio sur casi es verano, ¿sabías? Los cruceros zarpan de los puertos. El mar está siempre igual, infinito, y puede alojar, ¿por qué no?, espíritus de tu calaña. ¿Vale la pena hacerme esperar en vano?
Pero Hierro le dio unas palmadas en la espalda.
-Amigo mío, ¿ves cuánto dura la noche? Lleva doce días, y todavía no amanece. Acá el tiempo va más despacio. Lo demás, lo único que me falta, ya viene en camino.
-¡Pero es inútil! ¡Te van a encontrar! –le gritó el hombre todavía, al fondo del viaducto.
-¡Será posible! ¡Que ni en la Luna a uno lo dejan en paz!
El viajero se encogió de hombros, y cuando la casa tembló por segunda vez ya había desaparecido.
La noche se estiraba cómodamente sobre el disco terrestre. Mientras el tercer acto de Tristán e Isolda rugía a todo volumen en los viejos bafles, Hierro sujetaba la carpa térmica a su mochila. Entonces brilló. Un fogonazo rojo atravesó el jardín. Hierro se cargó la mochila y salió decidido al encuentro. La huella del vehículo anterior era ocupada ahora por una antigua sonda, y su tripulante esperaba en tierra firme. Tenía una figura voluptuosa, de intensas curvas, que delataba a una mujer.
-¿Problemas con el despegue? –preguntó Hierro.
-Ninguno, amor mío. Pero tomé el camino largo. Quería evitar los controles.
La voz llegó a sus oídos empalagosa y vulgar. Tuvo miedo de decepcionarse, pero recordó el tiempo que les esperaba. Ya habría oportunidad de acostumbrarse. Tomó a la mujer de las manos enguantadas, e imaginó un par de ojos azules que lo miraban con ternura bajo la oscura visera.
-¿Estás enojado, amorcito? –dijo ella, acariciándole los brazos-. No te enojes. Me esperaste muchos días, pero ya estoy contigo. Aquí está Fabiola.
-No importa –dijo Hierro-. Pasa que arriba la noche es larga. Eterna, podría decirse.
Se pusieron en marcha, tomando la dirección contraria a la ruta de los viajeros.
El desierto crecía a sus pies como un mar de granizo. No lejos, aquel océano se abismaba en una cornisa ladeada, una línea circular y decadente. Era el horizonte, mesuradamente finito, casi agazapado.
-¿No vamos a entrar? –preguntó Fabiola, mirando el caserón que iba quedando atrás. Pero ya era tarde, Hierro había olvidado cerrar la puerta. El oxígeno escapaba por la obertura y con él los últimos acordes de la ópera.
-No lo creo, nena. No lo creo.
La voz de Isolda se deslizaba en la noche colmada de misterio, de sutil fascinación, ante los suspiros del Todo que iba a devorarla, y Hierro, con el tenor de esos versos cargados de amor y dicha y resignación, se dejó maravillar por la visión de un desierto que había amado con locura y que ahora lo tragaría felizmente en sus entrañas. Sí, había hablado con razón. También su jardín, huérfano de estrella madre, dormía a los pies de un invierno sin retorno, aunque los rayos del sol naciente ya asomaran en los riscos desnudos. Como un oficial que da la voz de alto, así empujaba el amanecer con su linterna delatora.
Fuente: Francisco Lucero, » Fuga de amor en el espacio » publicado aquí de forma original.

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