Era apenas un niño cuando abandonó aquel complejo en el que su madre le trajo a la vida. Una vida dura que su padre se ganaba a golpe de pico de minero.
Antonio tenía un buen sueldo. No eran pues de los que peor estaban, ya que, además del jornal, la empresa le facilitaba una casa digna en la que vivir. Sin lujos, pero digna al fin y al cabo. Claro que nada podía compensar la dureza del trabajo que quizá era el culpable del rudo carácter del padre.
Lo recuerda sentado en aquel viejo sillón de orejas, derrumbado ante el mundo con su camisa negra y una actitud machista y bronca con su madre. A ella la recuerda con un aspecto servil, incapaz de levantar orgullosa la mirada frente a él para oponerse a sus caprichos. Incapaz de desplegar esa sonrisa que llenaba su cara cuando se quedaban solos y disfrutaban el uno de la otra sin la presencia agresiva del padre.
Y se recuerda a sí mismo, como un niño cohibido, intentando pasar desapercibido ante la figura paterna que, cuando no volvía de la mina, llegaba siempre borracho, con ganas de bronca, de amargarle la vida a los demás. Y su angustia a que al día siguiente de cada riña conyugal, Antonio descubriera que, una vez más, se había vuelto a hacer pis en la cama.
También recuerda que todos los mineros no eran así. No todos los padres de sus amigos actuaban de la misma manera.
No recuerda, sin embargo, el día que su madre tomó la decisión de irse de casa, de abandonar la seguridad económica de aquella familia (como a menudo le escupía Antonio en su cara, cuando quería hacerle daño, llamándola inútil) para irse a buscar un horizonte diferente en el que sacar adelante sus dos vidas maltratadas. Ni lo recuerda, ni le apetece recordarlo.
Hoy, vuelve a lo que fue su hogar cámara en ristre. En su cerebro aún resuena el rumor lejano del tren en que se cargaba el material sacado de la mina. Aún resuena el crepitar de la leña en la chimenea. Y resuenan también los insultos proferidos día tras día por el cabeza de familia.
Pero hoy solo hay silencio entre estas ruinas que se rompe al paso de sus huellas. Fuera queda solo el silencio del viento quebrándose entre muros derrumbados. Y de vez en cuando el graznido de algún cuervo alterando la quietud que el abandono ha impuesto a este lugar.
No añora nada. No se entristece. Pasea su mirada sobre las superficies abandonadas, y sabe que aquella no fue nunca su vida. Fotografía las ruinas. Y el silencio. Fuma al terminar un cigarrillo y mientras lanza el humo al horizonte agradece a su madre que le hubiera arrancado para siempre de un mundo en el que nunca habría conseguido alcanzar la felicidad.
Relato incluido en el libro de la autora Pecado de omisión (Huerga y Fierro editores/Poesía), inspirado por esta fotografía que decidí acompañar de este texto para la exposición de Julio A. G. Moro para su exposición “Minería. Pasado y ¿futuro? “, mostrada por primera vez en Veguellina de Órbigo en mayo de 2015, con recorrido por otros varios lugares
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