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LA ESCALERA by Elena R. Distal

Llueve y los niños juegan en el salón. Hacen ruido con las sillas al moverlas tratando de construir una cabaña en medio de la salita. Se ríen alto. Simulan trepar por las ramas improvisadas hasta casi tocar la lámpara del techo. Todos, menos uno. Parece ausente. Lleva días huidizo. No  quiere participar en la diversión colectiva con sus amigos de siempre, sus vecinos de portal.

Cuando cree que nadie le ve, se levanta, abre la puerta de casa y se sienta mirando la escalera, y con un acto reflejo mete la mano en el bolsillo. Pasan horas hasta que alguien se acuerda de él y salen a buscarlo. Y con un leve empujón le devuelven al rincón del que nunca debió salir.

Han pasado semanas desde que perdiera a su mejor amigo. Un trágico accidente en el rellano de la escalera. Nadie se explica cómo pudo suceder. Ocho años viviendo en el edificio, conocía a la perfección el peligro que entrañaba el hueco. Sus padres no entienden que le impulsó a acercarse tanto. No hubo testigos. Tan solo las paredes amortiguando el eco de su grito al caer. Las puertas se abrieron al instante, decenas de cuerpos con vida corrieron a socorrer al pequeño cuerpo inerte. Pero era tarde. Si tan sólo una puerta hubiera permanecido cerrada cinco minutos antes…

Se han cansado de la cabaña, prefieren tirarse en la alfombra de salón y ver una película. No pueden negárselo. Los padres tratan de mantenerles distraídos para que no piensen en ello. Les parece extraño que hagan tan pocas preguntas. Tal vez sea mejor así. Pretenden que olviden pronto lo sucedido. Así que han llegado todos a un acuerdo: sólo si los niños preguntan lo hablarán.

El niño huidizo no quiere ver la película con los demás. O más bien parece al revés. El resto de los chavales han empezado a evitarle. Algunos han contado a sus padres que ahora mira raro y que les da miedo. Eso antes no era así. Siempre había sido un niño alegre, decidido y muy responsable. Los adultos piensan que su gran pérdida le ha afectado mucho más que  a los demás. Eran inseparables, se pasaban el día jugando al futbol en la parcela, con las maquinitas en sus habitaciones y lo que más les gustaba: cambiar cromos.

Uno de los padres le observa. Se entristece al pensar lo mal que lo tiene que estar pasando. Se acerca a él y le revuelve el pelo mientras le pregunta que por qué no se va con los demás para ver la película. El niño le escruta con la mirada y él siente un escalofrío. Nunca ha visto a un chico mirar de esa manera. Entiende el comentario que le ha hecho su hija y se aleja de él. Mira el reloj con poco disimulo  y dice lo tarde que se le ha hecho. Levanta a su hija de la alfombra y se van.

El niño sonríe mientas salen por la puerta. Vuelve a meter la mano en el bolsillo y amplía su sonrisa.

Los adultos sacan algo de picar y los pequeños, aburridos ya de ver la película vuelven a sus juegos infantiles. El niño esta vez les sigue. Se acerca a uno de ellos, al más pequeño. Le enseña algo y éste sale llorando. Se ha hecho pis encima. Sus padres avergonzados se disculpan por tener que irse de esa manera. El pequeño dice que no quiere volver a esa casa nunca más.

Otra sonrisa triunfal.

Los adultos siguen en sus conversaciones. Y los niños en sus juegos. Uno de ellos presume de ser muy bueno jugando al futbol. Coge un peluche y le da una patada. El muñeco termina golpeando al niño huidizo. El otro grita ¡gol! dando bandazos de un  lado a otro de la habitación imitando a sus jugadores favoritos. Se tapa la cara con la camiseta como tantas veces ha visto hacer a muchos de ellos. El niño aprovecha su falta de visión para estirar la pierna y provocar una aparatosa caída que termina con el chico golpeándose la cara con la esquina de la mesa. La sangre no tarda en salir a borbotones. Los gritos de los críos asustan a los padres, que acuden rápidos al  cuarto de juegos para comprobar que  pasa. La estampa les trae un mal recuerdo. Se llevan al niño a urgencias para que le cosan la herida.

Ya solo quedan dos.

Los tres niños vuelven al salón con los padres y se sientan en el sofá. Uno de ellos saca sus cromos para verlos una vez más. La niña recuerda cuanto le gustaba  a su hermano esa colección. Les cuenta que no es capaz de encontrar el último cromo que le regaló. Con ese habría completado el álbum y le regalarían un bonito balón firmado por sus ídolos. Se entristece  y se echa a llorar. Una enorme sonrisa aparece en la cara de uno de ellos mientras se aferra a su bolsillo. La niña corre a los brazos de sus padres y tratan de consolarla. No hay manera de tranquilizarla y deciden irse. La reunión parece estar llegando a su fin.

Los adultos recogen la mesa y los niños se quedan solos. Uno de ellos arrastra al otro hasta un rincón y se sientan. Es allí cuando por fin habla:

—La última vez me castigaron aquí. No debía moverme. Él vino a enseñarme algo y yo le grité porque estaba enfadado. Se sentó a mi lado y sacó un cromo de su bolsillo. No quiso dejar que lo tocará. Le eché de mi casa y dije que no quería volver a verle. Se burló de mí y salí corriendo detrás de él. La puerta seguía abierta, se giró para enseñarme el cromo una vez más y según lo hacía le empujé por el hueco de la escalera.

El niño se puso en pie, metió la mano en el bolsillo y sacó un cromo arrugado.

—Si dices algo te mato.

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