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LA GRAN MURALLA— By Guido Schiappacasse

El emperador estaba muy preocupado. Su hijo pronto alcanzaría la mayoría de edad, pero aún no estaba preparado para sucederle en el trono. Esto se debía a que había aprendido de los cortesanos del palacio a ser indiscreto y poco prudente, porque cierto era que la boca del joven príncipe no respetaba ningún secreto que llegase a sus oídos.
«¿Qué voy a hacer con la “boca floja” de mi hijo? Si bien es valiente, noble y perspicaz, aún es imprudente porque no aprende a guardar silencio cuando la situación lo amerita. De esa forma, no podrá dirigir este imperio en forma adecuada. Ya es hora de que participe de la gobernación de mi reino, sobre todo que ahora los mongoles, mis belicosos vecinos, gustan de hacer incursiones armadas dentro de mi territorio, en búsqueda de víveres, ganado y una que otra chuchería… Pero, ¿he de revelarle a mi hijo que, para darle solución a este enredo, pienso construir una gran muralla, con el objetivo de proteger la frontera norte de China? —reflexionó el soberano como si conversase consigo mismo. Tras tomarse un respiro, continuó su meditación—: De confiarle a mi vástago este secreto de estado, no me cabe duda de que más temprano que tarde lo contará a “los cuatro vientos”. Por ende, pronto se enterarán estos mongoles, habitantes de las estepas aledañas a las fronteras de mis dominios, lo cual puede acrecentar las hostilidades… Incluso temo que mientras más sepan de este asunto, aumente la posibilidad de que surja un caudillo entre sus tribus, el cual por la fuerza del arco y la flecha ponga bajo su mando a todos los demás clanes dispersos en los páramos, formando así un gran ejército… Y con esa fuerza organizada por fin invadan mi imperio, conquistándolo y sometiéndolo por completo».
El siglo V antes de Cristo continuó su marcha por el Lejano Oriente, el sol rutinariamente siguió poniéndose entre las montañas y el viento continuó soplando en las estepas; sin embargo, el dignatario, tras muchas cavilaciones y desvelos, por fin encontró una salida a este embrollo. Así, fue llamado ante la presencia del emperador el hombre más sabio del reino, con el propósito de desempeñarse como tutor del chismoso príncipe.
Sin más, Confucio, un hombre ya muy anciano, con la muerte pisándole los talones, pero pese a ello, con las fuerzas aún necesarias para emprender la tarea que le había designado su soberano, se presentó en el palacio. Y sin ánimos de perder el tiempo, con larga y alba barba y frente tan amplia como arada por el tiempo más cabellos ya completamente canos, con digno porte, ojos calmos y voz paciente, reunió al príncipe y a los hijos de los nobles más importantes en una pequeña y distante habitación del palacete. Ahí, donde ni los sirvientes ni los cortesanos pudiesen oírlos ni importunarlos.

—Sentaos en posición de loto sobre las alfombras que cubren el piso y formad un círculo alrededor mío. Una vez que hallad escuchado atentamente la lección, podrán salir a divertirse y a cazar ciervos en los jardines del palacio. —Los mozalbetes adoptaron compostura en son de respeto, el sapiente anciano continuó con pausada voz—: No hace mucho tiempo, en un reino muy lejano, un arrocero cumplía su labor de sol a sol. Era muy pobre, sin embargo, su miseria era alegrada porque en su mujer e hijo encontró un tesoro que iluminaba sus afanosas jornadas. Un día como cualquier otro, tras ponerse el sol, este campesino recorría el camino hacia su hogar. Tal vez, a causa de la Providencia o tan solo por casualidad, este labriego, en un recoveco del sendero, se encontró con una mendiga, la cual le solicitó humildemente que le convidara algo para comer. El aldeano decidió mentirle para no compartir los rastrojos de una desabrida tortilla que le había sobrado y llevaba a buen recaudo en su morral. Entonces, la vagabunda, que en verdad era una poderosa maga y tenía el don de ver las verdaderas intenciones de los hombres, decidió castigar el mezquino corazón del hombrecillo. Así, le contó un terrible secreto, el cual, de divulgarlo, solo traería penas, enfermedades y pestes sobre toda la comarca, sus habitantes; y, sobre todo, caerían penurias sobre su adorada familia. El campesino solo rio porque pensó que guardar silencio era muy fácil, así que sus seres queridos se mantendrían a salvo. Sin embargo, con cada estación, la salud del jornalero se deterioró, porque lo enfermó el no poder comentar sobre este asunto; y dícese que el mantener su boca bien cerrada envenenó hasta su sangre.
El heredero al trono y sus compañeros estaban muy intrigados y así se lo hicieron saber al maestro. Este sonrió al comprobar que a los jovenzuelos les faltaba tanto prudencia como paciencia. Luego, al ver que era imperioso que aprendiesen, continuó con su enseñanza:
—Un año después, el aldeano desfallecía porque no podía contar el chisme. Así, como era tan copuchento como ingenioso, se dirigió a un desolado valle. Allí, cavó en la tierra un profundo hoyo. Luego, miró para todos lados, pero no vio a nadie, estaba completamente solo en este paraje. Acto seguido, se arrodilló e inclinó su cuerpo, introduciendo su cabeza, su cuello y el torso casi completo por el socavón… Y estando su cabezota dentro del foso, gritó a viva voz el secreto encomendado. De esa forma, se aseguró todavía más que nadie lo escuchaba. Por fin había hablado de este enredo sin que nadie lo supiese ni lo oyese, así que se fue corriendo feliz a su hogar, celebrando su habilidad. Y como por fin había expulsado de su gaznate el secreto, cual veneno vomitado y desalojado de sus entrañas, sintió un profundo alivio, recuperando prontamente la salud… Sin embargo, tiempo después, del hueco cavado en la tierra, brotaron muchísimos bambúes. Más tarde, el viento vino e hizo silbar a los cáñamos como si fuesen una flauta, esparciéndose el silbido por toda la provincia. Y todo transeúnte que escuchó este chiflido, claramente pudo oír como este pitido, apropiándose de la voz del campesino, contaba el secreto a diestra y siniestra…
El anciano concluyó su relato. El príncipe y sus camaradas se miraron unos a otros asombrados y perplejos. Luego, el hijo del soberano, decidió levantar la mano y pedir la palabra:
—Maestro, como vemos, ni siquiera la madre tierra ni los cáñamos que de ella brotan, pueden guardar un secreto. ¡Esto es en verdad en extremo difícil!
Sin más, Confucio les ordenó a los muchachos que saliesen a los vergeles a distraerse. Ellos así lo hicieron.
El viejo sabio, bien sabía qué más no podía hacer por el muchacho, y así se lo comunicó a su padre. El vetusto profesor ya había arrojado la semilla al interior del joven príncipe, pero como la adquisición de la virtud es un proceso largo y laborioso y solo el hombre virtuoso y prudente sabe guardar silencio cuando es debido, ahora solo cabía esperar para ver qué clase de frutos surgían del corazón de este mozalbete.
Bastante tiempo después, el emperador enfermó a causa de esta espera y finalmente murió. Su hijo heredó el reino y ante las cada vez más frecuentes escaramuzas con sus vecinos en las fronteras de su imperio, decidió llevar a cabo la estratagema de su padre y construir la gran muralla.
Cabe señalar que esta tarea la ejecutó con sumo hermetismo y reserva. Es más, él mismo eligió a todos los capataces y obreros de la obra.
Una característica debía de cumplirse.
¡Tenían que ser sordomudos!
El príncipe había aprendido la lección…

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