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TAN LEJOS by María José Neira

Imagen aportada por la autora

No sé por qué razón tendemos a pensar que la felicidad viene dada por acontecimientos trascendentes, que cambian nuestra vida a partir de entonces.

El verano de 1995 volví a escaparme a Estados Unidos. Viajé sola una vez más, en el pueblo donde asistí a un congreso tenía ya algunos conocidos.

En Mississippi el calor se soporta bastante mal, la humedad se agarra a la piel y hay que refugiarse en la habitación o rodearse del frescor de las magnolias, las flores símbolo del estado, que son del color de la nata y huelen a limón; al llegar la noche, su aroma se intensifica y penetra en los sentidos de tal forma que queda en el recuerdo y uno cree estar allí aunque las encuentre en cualquier parte del mundo.

Una tarde de mediados de agosto, mi amigo Seth, asistente también al congreso, me propuso una caminata hasta la tumba de William Faulkner, ilustre escritor, habitante de la localidad de Oxford. Nos pasamos antes por Square Books a ojear libros sentados en su café.

El cielo amenazaba tormenta, teníamos que emprender el camino inmediatamente, andar hasta el final del pueblo y luego tomar un sendero bordeado de magnolios hasta llegar al cementerio. Nada más salir de la plaza los nubarrones dejaron caer unas gotas de gran tamaño. Como no llevábamos paraguas e íbamos vestidos con ropa ligera, volvimos atrás y nos refugiamos bajo los soportales.  Le conté a Seth que me sentía bien, porque de niña me encantaban las tormentas de verano, el respiro que suponen, el olor de la tierra, los claros entre nubes tras la oscuridad. Él sonrió y me dijo que querría derretirse de calor todo el año, pero en Maine hace mucho frío y yo me reí de su obsesión por el calor.

En el sur hay un murmullo constante de insectos que actúa como una especie de banda sonora del calor y trae la música de otros tiempos, cuando el kudzu cubría por completo los raíles del tren, antes de que construyeran allí la autopista y la verbena perfumaba los alrededores de las plantaciones.

 Cuando la lluvia amainó y salió otra vez el sol, decidimos continuar. Caminamos bajo el sol, al arrullo de los bichitos, hasta que empezó a llover de nuevo, esta vez con más fuerza.

 Ya casi no había cobijo por ese tramo, a Seth se le caía el agua por la calva y mi vestido iba recogiendo las gotas que me resbalaban por los rizos. Miré hacia arriba, percibí el frescor del agua sobre mi rostro y empecé a reírme, primero despacio y después a carcajadas, mientras me atragantaba con el agua de la lluvia. Recordé mis paseos en bicicleta por el camino negro, que llamábamos así por estar cubierto de polvo de carbón, cuando me alejaba de mi casa pedaleando, y la brisa en la cara me traía una sensación de libertad.

 Seth tiró de mí y seguimos corriendo hasta alcanzar el cementerio, subimos la pequeña colina hasta la tumba, los personajes que destacan siempre son enterrados en lo alto, y nos resguardamos bajo el árbol que preside la lápida.

Mientras Seth se secaba los cuatro pelos de su cabeza, yo retorcía el bajo de mi vestido, riendo de nuevo. Seth quiso saber el motivo de mi risa, pero yo no supe explicárselo. No pude hacerle entender con palabras que en ese instante me di cuenta de que la felicidad puede estar hecha del golpe de la brisa en el rostro en un paseo en bicicleta por un camino de la infancia o de unas gotas de lluvia en la cara y de la sensación de libertad en un país a miles de kilómetros del propio, tan lejos que el dolor no puede alcanzarte.

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