Sagas familiares by j re crivello
“—Y bien, joven —le dijo, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me parece que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora que los demás salen. (pág. 306, Los tres Mosqueteros, Alejandro Dumas.
Las sagas familiares siempre cuentan con un emprendedor o emprendedora, hasta las más pequeñas (a veces más). Es quien ve aquellas ventajas que le puede aportar una compra, una inversión, una actividad y sin desmayo va a por ella. Algunos son capaces de moverse en varias direcciones a la vez. Cuando uno es la tercera generación de la saga ya están repartiéndose las ventajas y aquel espíritu ha desaparecido. Si uno nace y crece en su interior todo parece normal, se habla de los logros, de los cambios, de la fuerza vital de tu abuelo o abuela. Y uno recorre con la mirada viejas fotografías de señores y señoras pintados y arreglados para esa imagen de cartón. Bigotes largoz, peinados de mujeres estirados, o grupos familiares que representan ser testigos del comienzo.
Cada uno de nosotros podemos citar un padre, una madre o algún tío. En mi caso es Crivello. Mi abuelo que falleció a los 50 y ya había acumulado una considerable fortuna. Cuando uno visita estos paisajes familiares, lo mejor es apartar el ruido, las convenciones e intentar captar ese espíritu. Es como si uno se bebiera una buena cerveza o un buen vino degustando aquel trabajo tradicional de elegir dónde está la pepita de oro, donde uno trabajará incansable para construir un negocio, o emprendimiento que le haga sentir que los días que vendrán estarán rodeados de más oportunidades.
Ese espíritu (algunos dirán calvinista) preside la inspiración. El emprendedor ve donde otros presentan dificultades y busca el dinero para hacer que aparezca esta oportunidad y convenza a los demás. Y todo le parece fácil. Inclusive las dificultades. Y el fracaso le espolea para cambiar de óptica, para descubrir otra vía que le genere esa satisfacción calvinista.
En Cataluña, hay muchas sagas (o nissagas) una poco mencionada, es la de Manuel Girona, pueden ver datos debajo (1) Su lema era: «trabajar mucho, fuera vicios e interés compuesto».
Cada saga familiar se construye con un porcentaje de intuición, otra de trabajo y la capacidad de poner su ahorro en actividades futuras. Pero vivir en el interior de una saga aporta ventajas e inconvenientes.
De los inconvenientes diremos que reside en lo que ellos esperan de ti. Y tú no esperas nada de ellos, tan solo muestras inquietudes que te llevan en la búsqueda. Los que se quedan cerca del fuego familiar aceptan que los cambios serán lentos pero seguros. Los que nos marchamos, intuimos que aquella ruta es peligrosa y está cubierta por una gran dosis de soledad. Y solo el tiempo dirá si uno ha re-significado su pasado.
Cada respuesta que elaboremos nos alejará más del núcleo inicial. Cada respuesta estará condensada en la frase de los Tres Mosqueteros: “Me parece que os apartáis de las costumbres recibidas”.
Notas
Menos uno: Mi abuelo Juan Crivello, algunos dicen que prestaba dinero, detrás de esta consideración se oculta que quien lo genera muy rápido puede ser ubicado en esa categoría. Pero las sagas poseen un aspecto de financiación, o de como prestar u obtener dinero. Detectar la oportunidad es la tarea de quien preside la Saga.
Menos dos: En La Mafia, se observa que el préstamo surge de la coacción. El mafioso obtiene su financiación en la presión sobre los ahorradores.
(1) Uno: Dirigió (con el socio Clavé y su hermano Ignacio)2la empresa familiar Girona Hermanos, Clavé y Cía desde su creación en 1839 y continuó hasta su liquidación en 1867. Esta empresa fue una de las grandes protagonistas de la industria, construcción de infraestructuras y finanzas del siglo XIX en Cataluña y España. Así, fue el fundador y director del primer banco privado español, el Banco de Barcelona, en el año 1844.1 Dirigió la construcción del Canal de Urgel, del ferrocarril de Barcelona a Granollers (como fundador y director de la compañía Camino de Hierro del Norte) y del ferrocarril de Barcelona a Zaragoza, aprovechando en esta última la concesión que tenía la empresa familiar Girona Hermanos, Clavé y Compañía de la línea de Manresa, eludiendo Igualada, que es el camino habitual entre Barcelona y Lérida. Fundó con el Marqués de Comillas la Compañía General de Tabacos de Filipinas y el Banco Hispano Colonial (con su hermano Jaime).1 Con su hermano Jaime fue uno de los fundadores de Altos Hornos de Vizcaya.
Un texto olvidado de Marshall McLuhan, muy actual by Esteban Ierardo
Aquí un fundamental texto olvidado de Marshall McLuhan sobre la tecnología (pre-digital) de los medios electrónicos como extensión, no advertida, de nuestro sistema nervioso, en el contexto de la «aldea global»; un proceso que ahora continua por las vías digitales, con la posibilidad, por ejemplo, de la comunicación a distancia, la visión de lo remoto a través de Google Earth, y un cerebro que así se extiende hacia el ancho mundo planetario.
Herbert Marshall McLuhan (1911-1980), sociólogo de la comunicación, profesor de literatura canadiense, filosofo, autor de La galaxia Gutenberg, fue uno de los pioneros en pensar la sociedad de la información, en postular la «aldea global» para evidenciar la interconexión global provocada por medios electrónicos de comunicación. Es famosa su frase «el medio es el mensaje».
Su tesis era que «la televisión y la radio son una extensión inmensa de nosotros mismos que nos permiten participar en la vida de los demás, como lo hace un idioma. Pero los modos de participación ya están integrados en la tecnología; estos nuevos lenguajes tienen sus propias gramáticas». En un comienzo, la rueda fue una extensión de nuestros pies, las murallas fueron una » exteriorización de la piel». Luego, el telégrafo, y la radio y la televisión significaron una extensión del sistema nervioso central. Hoy los dispositivos digitales, las comunicaciones globales en simultáneo, una video llamada a alguien en el otro extremo del planeta, son otras formas de extensión de nuestro cuerpo y supresión de distancias. La continuidad del proceso de transformación y ampliación de nuestra sensorialidad; pero también la posible continuidad de las formas de la tecnodependencia, en términos de Marshall MacLuhan: «así dispuestos, nos convertimos en servomecanismos de nuestros artilugios, respondiendo a ellos en la forma mecánica e inmediata que ellos exigen de nosotros».
Este artículo de 1963, es un año anterior a la publicación de El medio es el mensaje. En definitiva, hoy como ayer nos enamoramos de la tecnología como una instancia diferente de nosotros mismos, desatendiendo el impacto de cómo se transforma nuestros modos de percepción del mundo.
The agenbite of outwit (1963)
Por Marschall MacLuhan
Con el telégrafo, el hombre occidental inició un proceso de sacar los nervios de su cuerpo. Las tecnologías anteriores habían sido extensiones de órganos físicos: la rueda es un poner-fuera-de-nosotros mismos de los pies; la muralla de la ciudad es una exteriorización colectiva de la piel. Pero los medios electrónicos son, en cambio, extensiones del sistema nervioso central, un campo inclusivo y simultáneo. Desde el telégrafo hemos extendido el cerebro y los nervios del hombre por todo el globo. Como resultado, la era electrónica sufre una inquietud total, como si un hombre llevara su cráneo adentro y su cerebro afuera. Nos hemos vuelto peculiarmente vulnerables. El año del establecimiento del telégrafo comercial en América, 1844, fue también el año en que Kierkegaard publicó The Concept of Dread .
Una propiedad especial de todas las extensiones sociales del cuerpo es que vuelven a acosar a los inventores en una especie de agenbite de burla . Así como Narciso se enamoró de una exteriorización (proyección, extensión) de sí mismo, el hombre parece enamorarse invariablemente del artilugio o artilugio más novedoso que es meramente una extensión de su propio cuerpo. Conduciendo un automóvil o viendo la televisión, tendemos a olvidar que lo que tenemos que hacer es simplemente una parte de nosotros mismos que está ahí afuera .. Así dispuestos, nos convertimos en servomecanismos de nuestros artilugios, respondiendo a ellos en la forma mecánica e inmediata que ellos exigen de nosotros. El punto del mito de Narciso no es que las personas sean propensas a enamorarse de sus propias imágenes, sino que las personas se enamoran de extensiones de sí mismas que están convencidas de que no son extensiones de sí mismas. Esto proporciona, creo, una imagen bastante buena de todas nuestras tecnologías, y nos dirige hacia un tema básico, la idolatría de la tecnología que implica un entumecimiento psíquico.
Cada generación que se encuentra al borde de un cambio masivo parece, para los observadores posteriores, haber sido ajena a los problemas y al evento inminente. Pero es necesario comprender el poder de las tecnologías para aislar los sentidos y así hipnotizar a la sociedad. La fórmula de la hipnosis es “un sentido a la vez”. Nuestros sentidos privados no son sistemas cerrados, sino que se traducen interminablemente unos en otros en la experiencia sinestésica que llamamos conciencia. Nuestro extendido sentidos, herramientas o tecnologías, han sido sistemas cerrados incapaces de interactuar. Cada nueva tecnología disminuye la interacción de los sentidos y la conciencia precisamente en el área atendida por esa tecnología: se produce una especie de identificación del espectador y el objeto. Esta adaptación del espectador a la nueva forma o estructura hace que los que están más profundamente inmersos en una revolución sean los menos conscientes de su dinámica. En esos momentos se siente que el futuro será una versión más grande o mejorada del pasado inmediato .
La nueva tecnología electrónica, sin embargo, no es un sistema cerrado. Como extensión del sistema nervioso central, se ocupa precisamente de la conciencia, la interacción y el diálogo. En la era electrónica, la naturaleza muy instantánea de la coexistencia entre nuestros instrumentos tecnológicos ha creado una crisis bastante nueva en la historia humana. Nuestras facultades y sentidos ampliados constituyen ahora un único campo de experiencia que exige que se vuelvan colectivamente conscientes, como el propio sistema nervioso central. La fragmentación y la especialización, características del mecanismo, están ausentes.
En la medida en que no somos conscientes de la naturaleza de las nuevas formas electrónicas, somos manipulados por ellas. Permítanme ofrecer, como ejemplo de la forma en que una nueva tecnología puede transformar las instituciones y los modos de proceder, un breve testimonio de Albert Speer, ministro de armamento alemán en 1942, en los juicios de Nuremberg:
El teléfono, el teleimpresor y la radio hicieron posible que las órdenes de los niveles más altos se dieran directamente a los niveles más bajos, donde, debido a la autoridad absoluta detrás de ellos, se llevaron a cabo sin críticas; o hizo que numerosas oficinas y centros de mando estuvieran directamente conectados con la suprema dirección de la que recibían sus siniestras órdenes sin ningún intermediario; o resultó en la vigilancia generalizada del ciudadano; o en un alto grado de secreto en torno a los hechos delictivos. Para el observador externo, este aparato gubernamental puede haber parecido la confusión aparentemente caótica de líneas en una central telefónica, pero al igual que este último, podría controlarse y operarse desde una fuente central. Las antiguas dictaduras necesitaban colaboradores de alta calidad incluso en los niveles más bajos de liderazgo, hombres que pudieran pensar y actuar de forma independiente. En la era de la técnica moderna, un sistema autoritario puede prescindir de esto. Sólo los medios de comunicación le permiten mecanizar el trabajo de la dirección subordinada. Como consecuencia se desarrolla un nuevo tipo: el receptor acrítico de órdenes.
La televisión y la radio son una extensión inmensa de nosotros mismos que nos permiten participar en la vida de los demás, como lo hace un idioma. Pero los modos de participación ya están integrados en la tecnología; estos nuevos lenguajes tienen sus propias gramáticas.
Las formas de pensar implantadas por la cultura electrónica son muy diferentes a las fomentadas por la cultura impresa. Desde el Renacimiento, la mayoría de los métodos y procedimientos han tendido fuertemente a enfatizar la organización visual y la aplicación del conocimiento. Los supuestos latentes en la segmentación tipográfica se manifiestan en la fragmentación de los oficios y la especialización de las tareas sociales. La alfabetización enfatiza la linealidad, una conciencia de una cosa a la vez y un modo de proceder. De ella derivan la cadena de montaje y el orden de batalla, la jerarquía gerencial y las divisiones del decoro académico. Gutenberg nos dio análisis y explosión. Al fragmentar el campo de la percepción y la información en bits estáticos, hemos logrado maravillas.
Pero los medios electrónicos proceden de manera diferente. La televisión, la radio y el periódico (en el punto en que se vinculó con el telégrafo) negocian en el espacio auditivo, con lo cual me refiero a esa esfera de relaciones simultáneas creada por el acto de escuchar. Oímos de todas las direcciones a la vez; esto crea un espacio único, no visualizable. El todo a la vez del espacio auditivo es exactamente lo contrario de la linealidad, de tomar una cosa a la vez. Es muy confuso saber que el mosaico de una página de periódico es “auditivo” en su estructura básica. Esto, sin embargo, es sólo para decir que cualquier patrón en el que los componentes coexisten sin un enganche o conexión directos y lineales, creando un campo de relaciones simultáneas, es auditivo, aunque algunos de sus aspectos puedan ser vistos. Los artículos de noticias y publicidad que existen bajo la línea de fecha de un periódico están interrelacionados solo por esa línea de fecha. No tienen interconexión de lógica o declaración. Sin embargo, forman un mosaico de imagen corporativa cuyas partes se interpenetran. Ese es también el tipo de orden que tiende a existir en una ciudad o una cultura. Es una especie de unidad orquestal, resonante, no la unidad del discurso lógico.
El poder tribalizador de los nuevos medios electrónicos, la forma en que nos devuelven a los campos unificados de las antiguas culturas orales, a la cohesión tribal ya los patrones de pensamiento preindividualistas, es poco entendido. El tribalismo es el sentido del vínculo profundo de la familia, la sociedad cerrada como norma de la comunidad. La alfabetización, la tecnología visual, disolvió la magia tribal por medio de su énfasis en la fragmentación y la especialización, y creó al individuo. Los medios electrónicos, sin embargo, son formas grupales. Los medios electrónicos del hombre post-alfabetizado contraen el mundo a una tribu o pueblo donde todo sucede a todos al mismo tiempo: todos saben y por lo tanto participan en todo lo que está sucediendo en el momento en que sucede. Porque no entendemos estas cosas, por el poder adormecedor de la tecnología misma, estamos indefensos mientras experimentamos una revolución en nuestras vidas sensoriales norteamericanas, a través de la imagen de la televisión. Es un cambio comparable al experimentado por los europeos en los años veinte y treinta, cuando la nueva imagen radiofónica reconstituyó de la noche a la mañana el carácter tribal largamente ausente de la vida europea. Nuestro mundo extremadamente visual era inmune a la imagen de la radio, pero no al dedo explorador del mosaico de la televisión.
Sería difícil imaginar un estado de confusión mayor que el nuestro. La alfabetización nos dio ojo por oído y logró detribalizar esa parte de la humanidad a la que nos referimos como el mundo occidental. Ahora estamos comprometidos en un programa acelerado de destribalización de todas las partes atrasadas del mundo introduciendo allí nuestra propia tecnología antigua de impresión al mismo tiempo que estamos comprometidos en retribalizarnos por medio de la nueva tecnología electrónica. Es como tomar conciencia del inconsciente y de promover conscientemente valores inconscientes por una conciencia cada vez más clara.
Cuando ponemos mala cara a nuestro sistema nervioso central, volvemos al estado nómada primitivo. Nos hemos vuelto como el hombre paleolítico más primitivo, una vez más vagabundos globales, pero recolectores de información en lugar de recolectores de alimentos. A partir de ahora la fuente de alimento, de riqueza y de la vida misma será la información. La transformación de esta información en productos es ahora un problema para los expertos en automatización, ya no es un asunto de la máxima división del trabajo humano y la habilidad. La automatización, como todos sabemos, prescinde de personal. Esto aterroriza al hombre mecánico porque no sabe qué hacer con la transición, sino que simplemente significa que el trabajo está terminado, terminado y terminado. El concepto de trabajo está íntimamente ligado al de especialización, de funciones especiales y de no implicación; antes de la especialización no había trabajo. El hombre en el futuro no trabajará, la automatización funcionará para él, pero puede estar totalmente involucrado como lo está un pintor, o como un pensador, o como un poeta. El hombre trabaja cuando está parcialmente involucrado. Cuando está totalmente involucrado, está en el juego o en el ocio.
El hombre en la era electrónica no tiene un entorno posible excepto el globo terráqueo y ninguna ocupación posible excepto la recopilación de información. Simplemente moviendo información y rozando información contra información, cualquier medio crea una gran riqueza. La corporación más rica del mundo, Atlantic Telephone and Telegraph, tiene una sola función: mover información. Simplemente hablando unos con otros, creamos riqueza. A cualquier niño que vea un programa de televisión se le debe pagar porque él o ella está creando riqueza para la comunidad. Pero esta riqueza no es dinero. El dinero es obsoleto porque almacena trabajo (y el trabajo y los trabajos son en sí mismos obsoletos, como vemos a diario). En una sociedad sin trabajo, no especializada, el dinero es inútil. Lo que necesitamos es una tarjeta de crédito, que es información.
Cuando las nuevas tecnologías se imponen en sociedades habituadas durante mucho tiempo a tecnologías más antiguas, surgen ansiedades de todo tipo. Nuestro mundo electrónico ahora exige un campo unificado de conciencia global; el tipo de conciencia privada apropiado para el hombre alfabetizado puede verse como una torcedura insoportable en la conciencia colectiva exigida por el movimiento de información electrónica. En este callejón sin salida, la suspensión de todos los reflejos automáticos parecería estar en orden. Creo que los artistas, en todos los medios, responden antes a los desafíos de las nuevas presiones. Me gustaría sugerir que también nos muestran formas de vivir con la nueva tecnología sin destruir formas y logros anteriores. Los nuevos medios tampoco son juguetes; no deberían estar en manos de los ejecutivos de Mother Goose y Peter Pan. Solo se pueden confiar a nuevos artistas.
(Fuente:Estudios de McLuhan , Número 2, https://goo.gl/imeodQ )


El tamaño de las cosas de Franco Puricelli Publicado en MasticadoresFocus
Dentro de nosotros todo tiene una dimensión incorrecta. Es imposible calcular el verdadero tamaño de una idea que deambula en el interior de nuestra cabeza. La simple dinámica del pensamiento puede convertir una pequeña preocupación en un drama internacional. Si luego se filtra al exterior y recibe los efectos de la luz del sol, la preocupación vuelve a su tamaño original. También puede ocurrir lo contrario: sucesos que el pensamiento no registra tienen de pronto una importancia fundamental. Por eso, el tamaño de las cosas debe medirse siempre en el mundo y no en nuestra mente, ya que en ella nada tiene su verdadera dimensión, empezando por nosotros mismos.
Necesitamos la mente para medir el tamaño de las cosas en el mundo, pero esto no quiere decir que ella misma sea la medida de todo. La razón es muy sencilla: por sí misma, la mente no sabe medir. En ella, los objetos se inflan y se desinflan, son al mismo tiempo gigantes y diminutos, sólidos y gaseosos, centrales y periféricos. Estamos, pues, obligados a medir las cosas con un instrumento que repudia toda medida. Por eso, hemos tenido que inventar otras herramientas complementarias: la palabra, la regla, el arte, la lógica.
Sin embargo, la mente es orgullosa y quiere imponer siempre su propio criterio. Se siente realizada cuando logra convertir una gota de agua en un océano o cuando logra esconder un elefante debajo de una alfombra. Semejantes proezas alimentan su vanidad. A esto se debe que nos cueste tanto salir a la luz del sol, ya que tememos que en ese movimiento se revele nuestro verdadero tamaño.
Caretula de Santiago Angarita Publicado en MasticadoresFocus
Petrificado en el umbral de la puerta, observaba a su pequeña hija dormir, la niña respiraba lento y en su rostro se dibujaba una sonrisa, fruto de su ensoñación infantil. Él se había encargado de hacerla feliz, desde el momento en que decidió adoptarla. Rechazaron su solicitud cuatro veces: un boxeador no podría ser un buen padre. Terminaría sus días roto e idiota. El cuerpo no estaba diseñado para soportar tantos golpes.
Le apodaban Caretula, porque podía soportar todas las oleadas de maltrato sin expresión alguna. Era el mejor recibiendo, dejaba que sus contrincantes se cansaran y luego sacaba de sus vísceras un certero gancho izquierdo. Hijo del odio y de la rabia, se había abierto paso por la vida a golpes. Moriría joven y probando a la gloria, como un hombre antiguo, sería su muerte la salvación de legado.
Se acercó a la cama y besó a su hija en la frente, la niña pretendió seguir dormida, sabía que se trataba de un beso de despedida. Había sacrificado hasta su humanidad, sometiéndose a cirugías de modificación para adaptar su cuerpo a la nueva era del boxeo, las máquinas habían entrado a la liga y quienes se negaban a combatirlas por miedo a las modificaciones, o los jubilaban o terminaban picados en algún incinerador de basura.
Sus brazos ya no eran sus brazos. A veces podía sentir el efecto fantasma de donde una vez estuvieron. Titanio, fibra de carbono y cables reemplazaron carne, sangre y piel. El evento fue histórico, la primera pelea legal entre un hombre y una máquina. Estuvo absorto todo el camino hacia la arena, ensordecido, no podía escuchar los vítores del público, enceguecido por los drones y las luces. Con la imagen de su pequeña clavada en la retina.
El contrincante entró al ring, tenía la lata dorada y negra, le habían puesto como rostro una imitación mecánica de una máscara Tengu. «Va a matarme», pensó, «Va a romperme el culo». El entrenador se acercó, tenía los ojos vidriosos, no era capaz de mirarlo directamente al rostro. «Lo siento mucho Ed…solo tienes que rendirte». No iba a hacerlo, iba a afrontar la muerte con la frente en alto. El dinero que le quedaría a su hija sería suficiente para no tener que trabajar un solo día. Tendría la oportunidad de dedicarse a altos asuntos, a la música o los hologramas, que pudiese acceder a servicios de salud. Su muerte sería un símbolo y alcanzaría la grandeza. «No solo le arreglas la vida a tu hija, salvarás al deporte entero, tras tu muerte prohibirán el uso de máquinas, serás un mártir, Ed».
La pelea fue transmitida por los medios y varios de los asistentes. Ed soportó tres asaltos, sus brazos de androide le permitían bloquear algunos golpes y propinar algunos otros. «No dañes el robot, Ed, sos un mártir». Bajó la guardia, el primer golpe lo dejó inconsciente, el robot le destrozó el rostro por completo. La mandíbula desencajada, colgaba, manchando la lona con un hilo de sangre que bajaba por la comisura de lo que eran sus labios, «sos un mártir». El dolor era infernal, seguía inconsciente y deseaba más que nada morir. La policía tardó en arribar, el público fue evacuado de la arena, desmantelaron al robot. Ed murió en la ambulancia, su hija lo esperaba despierta.

Resonancia mutua by Jaime Nubiola
El sábado 20 de mayo tuve ocasión de asistir en el magnífico teatro del Museo de la Universidad de Navarra al acto de graduación de los estudiantes de mi Facultad de Filosofía y Letras. Había impartido clase a un buen número de los que se graduaban y resultó una jornada emotiva de felicitaciones, abrazos y fotos con los grupos familiares.
Sin embargo, lo que más me impresionó de toda la celebración fue algo que dijo el profesor Álvaro Sánchez-Ostiz en su bello discurso agradeciendo su elección como padrino de la promoción. Venía a decir que «al nombrarnos padrinos o madrinas, nos recordáis que hemos hecho saltar con vosotros cierta chispa de conexión humana. Y es delicado asunto este de la conexión humana. Para no sonrojarnos, solemos dejar a poetas o filósofos que descifren cómo y por qué los seres humanos llegamos a sentirnos vinculados… a pesar de que la forma más corriente de sabiduría consiste en la resonancia mutua. No es una mera tendencia de los humanos: ¡es lo que nos hace humanos! Estamos hechos para aprender y lo hacemos conectando con nuestros semejantes».
Hace varios meses leí con interés al sociólogo alemán Hartmut Rosa que ha escrito abundantemente sobre la noción de “resonancia”, tomada originalmente de la música, y que Rosa aplica no solo a las personas con las que conectamos, sino también a la naturaleza, a las obras de arte o a los libros. Frente al ‘modo agresivo’ de estar en el mundo que ha hecho posible los éxitos espectaculares de la ciencia, la técnica y el desarrollo del bienestar, Rosa sostiene —escribía yo en mi blog el pasado enero— que «el modo fundamental de la existencia viviente del ser humano no es disponer sobre las cosas sino entrar en resonancia con ellas». Me pareció no solo hermoso, sino profundamente verdadero: lo que los seres humanos anhelamos no es controlar el mundo, sino resonar, esto es, tener relaciones significativas con las personas y con las cosas.
Sin embargo, las palabras de mi sabio y joven colega que escuchaba en el acto de graduación daban un paso más allá de Hartmut Rosa, que me parece muy importante para comprender en toda su hondura el propio proceso educativo. Sugería Sánchez-Ostiz que la verdadera educación es siempre un proceso de resonancia basado en el empeño del profesor en «el bien y la libertad de sus alumnos: solo así puede compartir lo mejor que tiene, que no son las respuestas, sino el modo de hacer preguntas». Es así. La educación no tiene nada que ver con el adoctrinamiento: como ya advirtió Plutarco en su Ars Audiendi, educar no es llenar un vaso, sino más bien encender un fuego, o —me gusta añadir a mí— quizá soplar suavemente sobre una llamita para que pueda llegar a ser una espléndida hoguera.
En mis años de trabajo universitario he podido comprobar una y otra vez que esto es así: los mejores profesores son aquellos que “resuenan” en y con sus estudiantes, que ven brillar los ojos de sus alumnos por las ganas de aprender. Por eso me ha encantado leer en el reciente libro Acompañamiento educativo: el arte de cuidar y ser cuidado (Khaf, Madrid, 2022) la defensa que hace Xosé Manuel Domínguez de la educación como encuentro entre personas: «La educación la vivimos como un proceso de encuentro entre personas, como un acontecimiento que trasciende la transmisión de información, la realización de tareas o la corrección de exámenes. Y justo esto es lo que nos produce alegría profunda, lo que da sentido al día a día de nuestra tarea educativa: las personas con quienes nos encontramos y las personas para quienes trabajamos» (p. 10).
De ordinario, quienes se ocupan de la administración educativa centran su atención en los planes de estudio, la adquisición de competencias, la planificación docente, la formación del profesorado y cosas de este estilo, pero casi nadie advierte que la educación es sobre todo un encuentro personal, que la educación solo se da si profesores y estudiantes resuenan mutuamente.
Berlín, 27 de mayo 2023.
Akutagawa: Literatura y la fuerza vital en el autor de Rashomon (*)
Por Esteban Ierardo

Akutagawa es uno de los máximos escritores japoneses del siglo XX. Su suicidó a los 27 años con una dosis de veronal. Su literatura se alimenta de las tradiciones de su país, pero también de una visión lúcida, en la que la verdad se vincula con la fuerza animal y los instintos y deseos. Su célebre relato Rashomon fue adaptado al cine por Kurosawa.
En el ensayo que sigue a continuación exploraremos varias facetas del escritor japonés y su relación con la fuerza animal, el suicidio y los ecos de la milenaria cultura japonesa.
I
El escritor se asoma a la ventana. Afuera, vibra el mundo. Las montañas, los lagos, las ciudades de los humanos distintos. El artista quisiera sólo ver la belleza. Pero, principalmente en la maquinaria social, descubre el lodo que se acumula entre superficies e insterticios.
Cierta tristeza flota en la expresión del escritor japonés, pero no ha perdido la fe en el acto creador. La creación es su refugio, su dique en aguas engañosas. Entonces escribe relatos. En ellos, confluyen ecos de la literatura tradicional del País del Sol Naciente, de la literatura de Occidente y de su propia imaginación.
Rashomon y En el bosque son rubíes especialmente vivos en los pliegues de su escritura. También La nariz o Kappa. Y Los engranajes, momento ya de la ruptura de su ancla, siempre más bien frágil, en la existencia cotidiana.
Y la noche crece. Los puentes llaman a la muerte. En el ocaso, el escritor madura el auto exterminio. Un suicidio liberador. En el cumplimiento de esa decisión no lo alivia ninguna religión, ni el consejo de ningún maestro. Sólo lo auxilia el acto de la escritura, y quizá el ejemplo de la muerte digna de la tradición samurai de su propio país.
Y en uno de los anaqueles de Maruzen, la cadena más importante de librerías del Japón, el escritor encuentra un ejemplar de Cuentos, de Strinberg. Lee algunas de sus páginas, y
constata que se describen alucinaciones parecidas a las que lo aquejan. Luego lo deja y recoge otro libro, una compilación de dibujos hechos por internos en asilos mentales, y entonces escribe: «…Y qué veo en él sino una ilustración de engranajes con ojos y narices como si fueran seres humanos» (1). El engranaje es metáfora visual de la perturbación mental, de la alucinación que gobierna la mente del escritor en sus últimos días. Reconoce que esto en parte es quizá el retorno de una vieja anomalía mental que padeció su madre, antes de morir. Pero también sabe que es el reino de espectros que lo persuade de un doble proceso: por un lado la alucinación es parte de una pérdida de la fuerza animal, la fuente misma de la vida en la filosofía del escritor. Y esto, en segundo término, exige una salida, un alivio, que dará el terminar por mano propia. Suicidio sin culpabilidad. Cerca de la muerte voluntaria, el escritor sentirá que le es devuelto un vivo sentido de la belleza.
Quizá la muerte sea sólo un brutal hecho desconocido, un natural misterio. Pero el hombre necesita superponerle a ese hecho su propia creencia o construcción sobre el sentido del morir. Y como dijimos, en el preludio del final elegido, el artista japonés encontrará un avivamiento de lo bello. Y esto quizá por una creencia a la que no puede renunciar el escritor: la convicción de que la belleza no es (o no debería ser) disuelta en el último suspiro.
II
Akutagawa nace en Tokio. Su madre muere enloquecida en 1902. Desde su infancia el escritor teme heredar la enfermedad mental de su progenitora. En la Escuela Superior de Tokio es compañero de otros escritores destinados a la celebridad, como Yuzo Yamamoto o Masao Kume.
En 1913 ingresa en el Departamento de Literatura Inglesa de la Facultad de Letras de la Universidad Imperial de Tokio. En la revista Shinshicho (Tendencias del nuevo pensamiento) publica traducciones de Anatole France, William Butler Yeats. Y algunos de sus primeros cuentos como Vejez, o La muerte de un joven. En 1915 publica Rashomon. Recibe la influencia del escritor Natsume Soseki, y también en Shinshicho edita La nariz, uno de sus cuentos más celebrados (2).
Se gradúa con una tesis sobre William Morris. En 1917 publica su primer libro de cuentos; se casa e ingresa en un periódico, y publica después El biombo del infierno, otro de sus relatos fundamentales. Visita Nagasaki; conoce el cristianismo japonés. También recorre China como corresponsal del diario Manichi. Viaja a Corea.
En 1922 publica otro de sus cuentos célebres: En el bosque. En 1924 se encarga de la edición de The modern series of English Literature. Sostiene un debate con Junichiro Tanizaki (3), y escribe Kappa, obra en la que, como Swift, ensaya una feroz crítica de la humanidad a través del ingenio y la sátira.
En 1926, se desbarranca gradualmente en la enfermedad mental, en alucinaciones, crisis nerviosas, angustias. En este tiempo final surgen de su pluma Los engranajes y Vida de un loco. En 1927 se suicida con veronal. Habla entonces de un estar inmerso en bonyaritoshita fuan, un «sombrío desasosiego».
Cuando Akutagawa nace hacía más de dos décadas que se había restablecido la unidad imperial, lo que implicó el derrumbe del tradicional sistema feudal de clanes y de señores o daimyos bajo la autoridad de un shogun. El shogunato Tokugawa es la última forma de gobierno concentrada en la dictadura militar del shogun. Entonces triunfa el poder unificado del Emperador durante la llamada restauración Meiji. En la bahía de Edo, en 1853, la flota norteamericana del Comodoro Perry obliga al Japón a romper su tradicional repliegue sobre sí mismo y su rechazo de, intercambio comercial con el extranjero. Luego de varios siglos, el emperador de Japón, en la persona del Emperador Komei, recupera el poder a nivel nacional, y promueve la apertura al mundo exterior, con el consiguiente interés en la cultura europea y en su literatura.
En el periodo Meiji impera una literatura de tendencia naturalista. Esta tendencia es animada por los descendientes de los miembros del colapsado régimen feudal, de los que pagan el precio de la modernización. Otro grupo es el Shirakaba, integrado por quienes ingresan a la burocracia, a las estructuras gubernativas del nuevo orden.
Akutagawa pertenece al grupo opuesto al naturalismo, y a la literatura de pulso socializante. Junto a Tanizaki Junichiro, Sato Haruo y Kubota Mantaro, alimenta una intelectualidad

estetizante. Y en parte se nutre de la literatura tradicional del Konjaku Monogatari (Cuentos antiguos y nuevos, siglo XII), y el Gempei Seisui-Ki (Apogeo y caída de los clanes de Minamoto y Taira, siglo XIII).
Akutagawa frota el deseo de una expresión clara. El pensamiento transmitido desde el orden y la pulcritud. Una forma apolínea de expresión. La brevedad, la concisión, es parte del legado de la literatura tradicional japonesa. Un rasgo en parte tallado por la influencia del budismo, fuertemente asimilado por Japón. La sensibilidad budista destaca lo efímero del instante, la fugacidad e irrealidad del mundo. La brevedad es apropiada para capturar la fuerza del instante, como de manera modélica ocurre en la forma poética del haiku de Matsúo Basho.
Entonces, la sobriedad y economía del lenguaje de Akutagawa no debe confundir. A través de la forma pulida y concisa corren energías volcánicas. La vida como devenir libre y sin formas es lo más originario y primario, lo más intenso y vital. Para el escritor, la salud de los apetitos, el placer de la nutrición o la sexualidad, son síntomas de una vitalidad animal que atestigua el vínculo directo con las energías más fuertes y originales. Las formas surgen en un momento posterior de apaciguamiento de la vida más primaria. Es inevitable señalar la afinidad de esta intuición de lo vital con las categorías filosóficas nietzscheanas de lo apolíneo y lo dionisiaco (que el filósofo alemán encuentra en la cultura griega antigua). La forma pulcra sin emoción es distanciamiento de lo viviente. Ejemplo de este debilitamiento, observa Akutagawa, es Flaubert, y la literatura naturalista y descriptiva. Impera aquí una desmedida preocupación por el hecho, por una forma dada, por la vida torneada ya por un estado social. Pero no por el devenir o magma originario de la vida (que desde la perspectiva del budismo zen se asocia con la vacuidad o abismo en la médula de lo real).
Muchos personajes de Akutagawa actúan dominados por fuerzas pasionales, que los acercan a la energía primaria. Ejemplo de esto son los personajes de los relatos Rashomon y En el bosque, a través de los cuales Kurosawa le da vida fílmica a las palabras del escritor japonés.
III
Akira Kurosawa se inspira en su compatriota Akutagawa para la adaptación de Rashomon (1950). En una sola narración fílmica, une el relato ya mencionado y En el bosque. Una obra plasmada por la síntesis de dos narraciones de un mismo autor, como lo que hace Roger Corman en su adaptación de La muerte de la máscara roja de Poe, en la que integra también el cuento Hop-Frog.
La inspiración específicamente literaria de la creación cinematográfica se repite en Kurosawa. Es célebre su adaptación en el Japón feudal de El rey Lear shakesperiano en Ran. Macbeth es detonador de una absorbente recreación en blanco y negro en Tronos de sangre, nuevamente en el contexto de la feudalidad medieval japonesa; la literatura rusa a través de Gorki y Dostoievski lo conduce en Los bajos fondos y El idiota, respectivamente; un libro de viajes y memorias del capitán ruso Vladimir Arteniev también motivará otra luminosa evocación de Kurosawa en Dersu Uzala.
En la versión del cineasta japonés, Rashomon, lugar de un templo en ruinas, sirve como refugio de una tormenta para un monje budista, un leñador y un vagabundo. Allí, el leñador recrea la muerte de un señor feudal y la violación de su esposa. Pero Rashomon, en la versión de Kurosawa, no sólo es el lugar para el recuerdo del hecho recreado sino también para la meditación sobre la existencia humana. Bajo la lluvia constante, el leñador rememora el núcleo narrativo central de En el bosque, la ya referida muerte de un aristócrata y la violación de su esposa. En el film, la reconstrucción constante del pasado se ejecuta mediante una intensa aplicación de la técnica del flashback. Tajomaru, el bandido del relato de Akutagawa, es interpretado con su habitual brillantez por Toshiro Mifune.
Rashamon de Kurosawa obtuvo el premio Oscar a la mejor película extranjera, y fue uno de los primeros films de Japón en presentarse en Occidente. La recreación de un mismo hecho desde diversos puntos de vista, a nivel cinematográfico, se imita en Ojos de serpiente, de Brian de Palma.
El entretejido gradual de las distintas miradas paralelas sobre un mismo hecho se consigue con intriga, suspenso, y con una magnética fotográfica. La obra compenetra en un solo fluir el hecho recordado y el lugar del recuerdo, Rashomon. Desde este lugar se emite un primer juicio negativo respecto a lo que refleja sobre la condición humana lo ocurrido y recordado por el leñador. Pero un hecho posterior, agregado exclusivamente por el guion, y ausente en la narración de Akutagawa, tuerce la primera observación negativa para introducir una dimensión de redención de esperanza, y de confianza final en los hombres.
Pero sumerjámonos primero en el relato fundamental que sostiene la versión fílmica de Kurosawa: el relato En el bosque. Atendamos a la resonancia específica de la narración.
En el bosque ocurre lo único seguro es que hay un hombre muerto. Pero permanece en la incertidumbre cómo se produjo esa muerte. El fallecido es Takehito Kanazawa, el señor feudal, que marchaba junto con su esposa, Masago. El relato se construye sobre un conjunto de voces y miradas que se entretejen para ofrecer su propio punto de vista sobre lo ocurrido. La primera voz es de un leñador que responde al interrogatorio de un oficial de investigaciones de la policía, Kebushi. El leñador atestigua que llegó en busca de madera hasta un paraje de bambúes y coníferas desmirriadas. Allí encontró al fallecido. Observó una herida profunda en la parte superior de su pecho. Cerca, al pie de un abeto, halló un peine y una cuerda. Había hojas de bambúes apisonadas, señal quizá de una fuerte resistencia antes de lo que seguramente fue un asesinato.
Un monje budista es la segunda voz que agrega elementos para la reconstrucción de lo indeterminado. A mediodía, en el camino entre Sekiyama y Yamashina, vio a un hombre de a pie que sostenía la rienda de un caballo, un alazán de crines cortadas sobre el que cabalgaba una mujer velada y con kimono. El hombre tenía un sable, arco, y un carcaj con flechas.
Un soplón o informante ofrece después su testimonio. Asegura haber capturado a Tajomaru, un famoso ladrón. El bandido estaba desplomado sobre el puente de Awataguchi. Parecía haberse caído de un caballo. Lo encontró con el sable, el arco, y las flechas que habían pertenecido a Kanazawa; y el caballo de crines cortadas que, cerca, estaba comiendo hierbas. Estas evidencias comprometen a Tajomaru, lo incriminan como el asesino.
Tras una breve declaración de la madre de Masago, en la que destaca las cualidades de su hija (lealtad, valentía, pureza, no conoció a otro hombre más que a Takehito), se libera el animado testimonio de Tajomaru. El bandido confirma que se encontró en el bosque con la pareja. Al pasar la mujer, el viento descorrió suavemente su velo y pudo entonces entrever su belleza. Matar a Takehito habría sido una consecuencia inevitable del deseo de

poseer a la mujer. Pero Tajomaru negará haber perpetrado tal crimen. Ideó un ardid para alejar al hombre de la mujer. Le prometió conducirlo hasta numerosos sables y espejos que encontró en una tumba abandonada. Tajamoru buscaba un comprador. Luego de mucho deambular, sorprendió al hombre; lo desarmó y ató con una cuerda a un árbol. Llevó luego a la mujer hasta el lugar. Intrépida, Masago lo atacó con un puñal. El bandido luchó con ella, pero después la mujer cedió a su intento de ataque, y también se entregó al llamado del placer. La mujer entonces le suplicó que la llevara con ella, que era necesaria la muerte de su esposo para lavar su deshonra. Tajomaru liberó al hombre. Combatieron. Al cabo de la vigésima tercer arremetida le perforó el pecho. Mientras tanto, la mujer escapó.
Pero la mujer finalmente hablaría. Luego de la muerte de su esposo se refugió en el templo de Kiyomizu. Ella es la nueva voz en la sucesión de los testimonios. Luego de ceder al acto de intimidad forzada, Masago se acercó a su esposo, y se inquietó ante su mirada glacial. Sintió la evidencia de la incriminación, el odio y el desprecio. La mujer entonces concibió su propia muerte, pero también la de su esposo, dado que éste contempló su acto deshonroso. Masago atestigua, que aun con su boca tapada por hojas secas de bambúes, su esposo le pidió ese acto. Entonces, semiconciente, hundió el puñal liberador de la muerte. La mujer desfalleció durante la declaración, y pidió comprensión: ¿qué podría haber hecho una mujer violada y caída en la desgracia?
Y el testimonio final que se suma es el del propio muerto. Tahekito habla a través de una médium. Aprisionado en el árbol, el esposo contempló la actitud gentil y favorable de la mujer hacia el requerimiento amoroso de Tajomaru. La intimidad ya se había producido. Takehito comprendió. La amargura empezó a carcomerlo. La mujer entonces exigió su muerte para que nadie pudiese atestiguar su traición y su entrega furtiva a otro hombre. Ante ese pedido horroroso, el propio bandido se ofreció a matar a la mujer si Kanazawa así lo quería. Masago, asustada, escapó. Se escabulló en el bosque mientras el ladrón la perseguía. Takehito pudo entonces liberarse de la cuerda. Contempló algunos rayos de sol esparciéndose entre las ramas de unos árboles. Observó el puñal que había dejado abandonado su esposa. Mediante su dureza y filo pudo calmar su angustia. Hundió el cuchillo para darse una muerte digna y concederse el olvido, y el pasaje hacia el misterio de otro mundo.
Se suele recordar que las miradas o testimonios múltiples de En el bosque (Yabu no Naka) proceden de la técnica empleada por Robert Browning en The ring in a book (1868) (4). Y el relato se inspira también en un episodio del Kinjaku Monogatari (siglo XII). Asimismo, la construcción del relato a través de un flujo de miradas diversas enfocadas en la reconstrucción de un mismo hecho nos hace recordar a Mientras yo agonizo, de William Faulkner (5). Y también a Señorita Cora, de Julio Cortázar en su volumen de cuentos Todos los fuegos el fuego.
Ante los diversos testimonios, el relato apela a la intervención del propio lector. Éste debería tomar partido respecto a qué versión de los hechos le parece que se ajusta más a la verdad. Pero la diversidad de versiones puede sugerir que la armadura de lo verdadero no es unívoca. Es poliédrica. La verdad se construye por una parte de realidad de los distintos testimonios: o, tal vez, como propone la adaptación de Kurosawa: «todos mienten». Todos

deben ocultar algo. Por tanto lo que se dice como la verdad es un medio para tapar la propia culpabilidad. La palabra es puente hacia la autopreservación, hacia la construcción de la imagen más favorable al propio interés. Masago habla de la muerte por su propia mano de su esposo quizá para ocultar su complicidad en el crimen; Tahekito asegura desde el más allá que se suicidó para negar tal vez la ignominiosa muerte por su esposa traidora, o por el ladrón luego de ser derrotado en combate franco; el leñador afirma que luego de encontrar el cadáver no encontró más que una cuerda y un peine acaso para ocultar que se apropió de una «aljaba laqueada en negro» y otras pertenencias que según el soplón pertenecían a Tahekito (en la versión fílmica de Kurosawa el motivo de su mentira fue el hallar del puñal con un joya enfundada en su empuñadura); y Tajomaru asegura que mató en combate al esposo quizá para disolver la vergüenza de que lo mató cuando estaba atado, o para soterrar la posibilidad de haber sido manipulado por una mujer y que ésta luego se le haya escapado en el bosque, territorio donde él supuestamente gobernaba como solitario rey salvaje. Todos tendrían un interés para distorsionar la verdad. O para referirla a medias, para así, en definitiva, darle prioridad a la mentira como estrategia de preservación de la imagen más favorable al propio ego.
La verdad sería así sacrificada. Ésta no puede ser dicha o comprendida porque siempre desacredita o afecta un interés. Esto no impide que la verdad a pesar de todo sea. Pero el hombre necesita que se disuelva entre las mallas de un lenguaje manipulado para el propio beneficio. La vida entonces se hace precaria. El hombre podría quizá ver y atenerse a una verdad sabida, pero los distintos intereses en pugna siempre expulsan, niegan u olvidan esa instancia de una realidad comprobable y válida para todos. Al fin de cuentas, cada testigo o participante en el hecho de la muerte de Kanazawa puede tergiversar lo realmente ocurrido. Pero la muerte ocurrió, y de cierta manera. El contenido de ese factum es lo que constituye la verdad particular de este caso, y es lo que ejemplifica que tras todo accionar de los hombres hay una verdad acaecida. Pero esta verdad, nuevamente, puede ser negada o trasformada por la conveniencia de las partes intervinientes. La fragilidad de la vida divorciada de la verdad quizá es expresada por el monje budista luego de atestiguar el paso de la pareja que marchaba hacia la desgracia. El monje no podía prever el destino, no podía anticipar lo que ocurriría. Porque «…en verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago…». Entonces, la consistencia verdadera de lo real, se diluye. El monje asume la fuga de una verdad incapturable: «Lo lamento…no encuentro palabras para expresarlo».
La verdad se disipa. Y este proceso acontece dentro del bosque. Algo quizá no casual. En la versión de Kurosawa el estar en el bosque es sugerido por repetidos planos, desde abajo, de la altura de los árboles, y del sol oculto entre el follaje boscoso.
En el bosque viven muchos significados. Lugar simbólico del laberinto, inmersión en lo denso donde el espíritu puede perderse; acceso a un más allá fuera del existir civilizado. Entre la multitud de árboles retrocede o se disuelve la ley y racionalidad propias del orden civilizatorio. El bosque como zona de disoluciones es claro en los ritos de las antiguas mujeres báquicas, las ménades que en su adoración de Dioniso pierden u olvidan su yo para ingresar en otro estado. En este caso, sólo nos interesa el bosque como lugar de la disolución de alguna verdad que pueda ser capturada por una pesquisa racional, y por lo tanto por una búsqueda del lenguaje (del lenguaje conceptual en su función lógica o analítica, en especial). La disolución simbolizada por el bosque alcanza así al lenguaje como posibilidad lógica o conceptual de expresar los hechos o la vida. Esto ocurre por ejemplo en una obra de Italo Calvino, El destino de los castillos cruzados (6).
En el bosque del relato de Akutagawa también acontecen las disoluciones. La posibilidad de una verdad segura se disuelve o disipa entre las perspectivas distintas y enfrentadas. Pero en esta disolución, también hay un posible mostrarse. El mostrarse de que el hombre actúa desde el primado de las fuerzas del instinto, desde la fuerza animal del placer que supone la autopreservación biológica, o las pasiones que circulan para que cada yo proteja y conserve su mejor imagen posible ante sí y ante los otros. En la conservación de esta imagen resuena siempre el placer instintivo que quiere, o necesita, escapar de las irreversible heridas infectadas de angustia.
IV
Y la lluvia cae con una húmeda pasión. Desplegaremos ahora el relato Rashomon, fuera de su modificación en la versión de Kurosawa…
Un sirviente de samurai ha sido despedido. Llega hasta la puerta de un templo en ruinas, llamado Rashomon, en la región de Kyoto. Gotas del cielo extienden sus líquidas trenzas. Múltiples calamidades, terremotos, incendios, tifones, han desolado este lugar del Japón en la época Heian, el ,último periodo de la era clásica de la historia japonesa, entre los años 794 a 1185, cuando la capital es Kyoto, antes de Tokio. La influencia de Confucio llega a su punto máximo. La corte imperial japonesa, antes de ser sustituida por la dictadura militar del
shogunato, y su compleja red de clanes subordinados, brilla en todo su esplendor. También resplandecen el arte, la poesía, la literatura. Surgen en esta época algunas obras esenciales de la literatura japonesa, como Makura no Soshi (Libro de la almohada), escrito en el siglo XI por Sei Shonagon, una escritora cortesana. Su obra es autobiográfica, y muestra el refinamiento estético de la época, en el que la belleza es más atrayente que especulaciones metafísicas o la religión. Pero la otra gran obra de la era Heian es Genji Monagatari (La historia de Genji), escrita casi al mismo tiempo que el Libro de la almohada, por Murusaki Shikibu, otra mujer cortesana y de prolífica capacidad narrativa. En más de cuatro mil páginas narra la historia de Genji, hijo de un mikado (emperador japonés). La escritura de Shikibu suele ser vinculada con Proust y su sentido del tiempo (7).
La época Heian vive en un sueño de belleza cerrado sobre sí mismo. Venera la caligrafía y la poesía china. Pero los refinamientos de la corte no aseguran ninguna felicidad para las gentes de Kyoto, castigada por las calamidades de la naturaleza. Hastiada y desesperada, la población destruye imágenes del Buda, y otros objetos de culto. Fragmentos de despedazadas estatuas de madera se venden en las calles como leña. En el templo abandonado hay animales, que construyen allí sus madrigueras. Los ladrones, por su parte, convierten el lugar en depósito de cadáveres. Los cuervos recorren el cielo, y bajan en busca de alimento.
El sirviente de samurai, solitario, piensa en cómo sobrevivir. ¿Debería convertirse en ladrón para superar el hambre? Si roba pronto quizá podría terminar arrojado en una zanja, o entre los cadáveres ocultos en las ruinas. El hombre confundido recorre los alrededores. Descubre luego una luz, un movimiento en el interior de una torre. Entreve a alguien merodeando entre los cuerpos mudos. Es una vieja que roba los cabellos de una mujer muerta para hacer pelucas. «Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto».
La vieja se convierte para el sirviente de samurai en un reflejo del mal. Le inspira profunda repugnancia. El hombre en desgracia la acosa, la amenaza con su espada, para que le aclare qué es lo que hace entre el montón de cadáveres. La mujer se autojustifica. La ética no depende de unos valores a priori. El contexto, la situación, determinan la acción necesaria. Bueno, moral, es lo que permite sobrevivir. La vieja entonces actúa sin remordimientos. Unos mechones de cabellos podrían salvarla del hambre. Arranca entonces los pelos de la cabeza de una mujer que, en vida, hacía pasar carne de víbora por carne de pescado. Se la vendía a los guardianes imperiales. Sin embargo, el engaño no es censurable, dado que: «No digo que estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me lo perdonaría».
La experiencia del encuentro con la vieja produce un súbito cambio en el sirviente de samurai, un deslizamiento hacia una certeza antes ausente: «El sirviente no sólo dejo de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento».
Así, el sirviente se desprende de las dudas. Actúa sin vacilación. Roba la peluca de la vieja. Se pierde luego en «la noche negra y muda». Su destino posterior se disuelve en la bruma de lo incierto.
Los paradigmas éticos elevados son ideales e inmaculados cuando no son alcanzados por la desgracia, y ciertas situaciones límites. Unir el ideal con la vida corriente es crítico cuando el cuerpo sufre hambre. El sirviente de samurai pertenece al mundo feudal y guerrero del medioevo japonés. El samurai debe someterse a un código ético estricto, el bushido, «el camino del guerrero». Una tradición en la que el ejercicio de las armas y el vínculo con un señor feudal o daimyo no son, en principio, sólo una situación de goce de privilegios, sino un sendero de autorrealización ética. El bushido entonces propone siete virtudes esenciales: rectitud, coraje, benevolencia, respeto, honestidad, honor y lealtad (8).
Pero el Hagakure («a la sombra de las hojas» o «escondido en la vegetación») responde precisamente a la inestabilidad o fragilidad de esos ideales. El Hagakure es dictado por Yosho Yamamoto a uno de sus aprendices entre 1710 y 1717. Esta obra esencial de la literatura japonesa tradicional se inspira en el bushido, e intenta reanimarlo. Antes, Miyamoto Musashi (1584-1645), en su El libro de los cinco anillos, desarrolla la filosofía samurai de la «Escuela de las dos espadas», también nutrida por el bushido.
Parte de la motivación del Hagakure es precisamente la decadencia de la aspiración ideal. A los samuráis llega la tentación del enriquecimiento por el comercio que, en el Japón de la era Tokugawa, es visto como el más bajo peldaño de la pirámide social. El Hagakure es una respuesta a la decadencia moral. Al ansia de lucro. Pero en este deseo, hay algo de las pulsiones instintivas, de lo natural que vence los mandatos de la ética, la razón o la prudencia. Una imposición del deseo que se asemeja a las necesidades naturales, a la vida natural que, otras veces, reaparece como hambre o necesidad.
Toda la riqueza ética del bushido sucumbe ante la miseria del hambre. El sirviente de

finalmente es dominado por el apremio de la necesidad. Rasmahon de Akutagawa podría ser leído entonces como el conflicto entre la ética ideal y el poder oscuro y previo de la demanda instintiva de supervivencia (un poder que puede ser negado cuando se está libre del hambre y su necesidad apremiante). Para el instinto, la vida sólo es real cuando se conserva, no cuando se sublima en idealidades abstractas como la esperanza de una vida eterna en un más allá sin nervio, músculo, o estómago. Si hay una inteligencia primaria en el instinto uno de sus postulados posibles sería la conveniencia de las acciones que, en un punto extremo de necesidad, conservan el cuerpo e impiden su debilidad y muerte; pero también los actos que nutren, fortalecen o embellecen y dan placer. Por eso, para esta «inteligencia instintiva», ante el hambre, lo moral es la acción que supera esa situación miserable; no lo que, aún hasta el último momento, mantiene la fidelidad a valores ideales libres del apremio corporal. En Rashomon, el sirviente de samurai es un ejemplo de este proceso. En un principio desenvaina su sable para amenazar a la vieja. El sable es signo distintivo del guerrero ético; el sable, espíritu del samurai, muestra su brillo intimidante para exigir una explicación ante lo que para la mirada de los valores superiores es una degradación. Ante estos valores es abyecta la profanación de un cadáver, o su mutilación. Por eso la vieja es expresión directa del mal. Pero el recelo o la renuncia a la ética ideal no es renuncia a una fundamentación de la acción que obra desde la supervivencia y no un bien ideal. Si la mujer profanada pudiera expresar su opinión seguramente perdonaría a la anciana porque el robo de sus cabellos le permite alejarse el hambre y, así, ser fiel a la ética del instinto, la necesidad y la supervivencia.
La argumentación que niega el mandato ideal en beneficio del «bajo» valor de la necesidad biológica termina por absorber al sirviente de samurai. El robo se justifica para sobrevivir. La necesidad convierte la degradación de la profanación y el robo en acción legítima. Entonces, el sirviente de samurai, aquejado por el mismo peligro que la anciana, aplica sobre ella el mismo razonamiento justificador. Nada podrá reprocharle si él le roba, a su vez, para sobrevivir.
En sus conferencias sobre Las variedades de la experiencia religiosa, William James intenta comprender la complejidad del fenómeno religioso. Su mirada está profundamente influenciada por el legado empirista anglosajón. Un caudal de pensamiento de una tradición que se roza con la literatura inglesa que es el centro de preferencia de las lecturas occidentales de Akutagawa. Para James, como para Hume, gran pensador del empirismo, primero es la sensación, la materialidad, lo físico, y luego es lo mental, la intelectualidad, los valores que se pretenden esencialmente espirituales (en tanto emancipados de lo físico). Primero es la necesidad y luego la razón. El hombre primero siente envidia o resentimiento,luego razona para justificar acciones que le permitan satisfacer sus sentimientos primarios. El hombre primero siente el acoso del hambre, como la vieja ladrona, y luego apela a la razonalización para justificar el robo porque tiene hambre; y siempre se justifica la acción que conserva la vida.
Rashomon es así, entrelíneas, un posible mapa de la beligerancia ya señalada entre instinto y razón; entre cuerpo y pensamiento moral a priori; entre idealidad y necesidad. El hombre puede auto-engañarse y creer que el horizonte de grandes valores espirituales son lo que lo guían, o deben guiarlo, en su ascenso hacia la cumbre de lo bueno. Pero la razón nunca es soberana, sino sirviente de una fuerza previa y superior; de la necesidad del cuerpo que ya está ahí, y que puede experimentar diversas sensaciones o estados. Y a partir de éstos, la capacidad argumentativa de la razón se convierte en vehículo para justificar las acciones que satisfacen el llamado de las necesidades.
La necesidad triunfa ante los principios en la perspectiva de James-Hume. Y también del Nietzsche que en Humano, demasiado humano, observa el largo error de la metafísica de Occidente que, desde el platonismo, pretende que los valores son inmateriales, eternos, independientes del cuerpo, la historia, los instintos y necesidades.
En Akutagawa, la fuerza primaria, distinta de la armonía de la racionalidad, siempre triunfa. La fuerza animal vence a los principios superiores de la razón, y de los valores abstractos. Y cuando esta fuerza se suspende, para el escritor japonés, es momento de preparar la muerte, como luego veremos. La victoria de las fuerzas del instinto podría ser solidaria a las vehemencias de las pasiones, de los afectos, como el amor, el sentido de la belleza, como pulsiones más esenciales que la lógica o los mandatos de una espiritualidad abstracta, sin mundo sensible. Pero en Rashomon lo que vence es la irrupción de la fuerza instintiva, la preservación de sí y la necesidad; necesidad que, a veces, revela el costado más sórdido del hombre.
El final sacrificio de las demandas de una moral superior para acogerse a la verdad más primaria del cuerpo y sus necesidades. Algo que no se impone, por ejemplo, en Los siete samuráis, una de las obras clásicas de Kurosawa. La historia recreada por el film tiene un punto de afinidad con Rashomon. Los hechos giran en torno a samuráis acosados por el hambre. Sin embargo, en la obra del cineasta los samuráis construyen un equilibro entre el llamado de la necesidad de la supervivencia y la idealidad ética del bushido (9).
V
Poco antes de suicidarse, Akutagawa escribe Carta a un viejo amigo. Ha decidido ya su muerte, que nace de ondulaciones complejas, que guardan relación, como observaremos, con la fuente de la vida primaria o animal.
El mundo feudal del bushido se derrumbó finalmente. Akutagawa es ya habitante de otro mundo, el mundo moderno sin dioses, ni perspectiva de trascendencia religiosa, o de elevación moral por el camino del guerrero samurai.
El samurai es prisionero del honor, que no es nada sin la mirada del otro que avale la actitud honorable, o que denuncie el deshonor. La herida del honor propio hace necesaria una reparación mediante la muerte por propia mano. El seppuku es acción ritual para remediar el deshonor. Una práctica común entre los samuráis, que supone negar la pasividad de la muerte natural. Un hecho deshonroso es corregido por el suicidio como rito, a través del hara-kiri (literalmente «corte del vientre»).
Pero en Akutagawa, más próximo al nihilismo occidental, la muerte voluntaria no podrá ser la respuesta necesaria a la lesión de lo honorable. La muerte no será lo determinado quizá por un excesivo amor por la buena imagen ante la mirada del otro. La necesidad de la construcción de la propia muerte en Akutagawa nace desde algo más cercano a la angustia existencial, sin que esto deba ser asimilado a ese específico sentimiento de desolación íntima que la Europa occidental empieza a confesar luego de la primera guerra mundial. En el escritor japonés, según su propio testimonio, «el suicido está causado por un vago sentimiento de angustia, un vago sentimiento de angustia sobre mi propio futuro» (10).
La forma de ser fiel o consecuente al sentimiento de la angustia visceral será el suicidio, asumido con naturalidad, con un sentimiento de goce, por el alivio que la muerte traerá. En ningún caso, el suicido es error, un pecado. «Una vez que me decidí por el suicidio (no lo considero un pecado, como los occidentales), busqué la manera menos dolorosa de llevarlo a cabo. Por ende descarté ahorcarme, pegarme un tiro, saltar al vacío y otras modalidades de suicidio por razones estéticas y prácticas. El uso de una droga parecía ser tal vez la manera más satisfactoria» (11).
La decisión por el suicidio no es sólo respuesta a un vago sentimiento de angustia. Es también la reacción reparadora ante la certeza de que la fuerza primaria de la vida se ha disipado: «Nosotros, los humanos, por ser animales humanos, tenemos un miedo animal a la muerte. La así llamada vitalidad es sólo otro nombre de la fuerza animal. Yo mismo soy un animal humano. Y parece que esta fuerza animal se ha escurrido gradualmente de mi sistema, a juzgar por el hecho de que tengo tan poco apetito por la comida y las mujeres. El mundo en el que vivo es el de los nervios enfermos, lúcido como el hielo. Esta muerte voluntaria debe darnos paz, si no felicidad» (12).
El mundo alucinatorio en el que vive el escritor es parte de una obstrucción vital, del apagarse del «apetito por la comida y las mujeres,», síntoma claro de la debilidad de la vida o eros, que prepara el asalto final y posterior del tanatos o muerte. El mundo de la alucinación es también el mundo de los «nervios enfermos». Pero toda esta caída es contemplada desde la lucidez («lucido como el hielo»). La claridad del análisis que el enfermo hace de su propia enfermedad lo convence de su distanciamiento de la vida como fuerza animal, y lo convence de la necesidad de la muerte que alivie esa pérdida.
Y en este punto, y a pesar de todo, tal vez la muerte voluntaria de un escritor japonés sin dioses, y ajeno ya a la idealidad ética del bushido, se acerque a la condición ritual de la muerte samurai, forma japonesa por excelencia de la construcción de la muerte que trasciende el morir natural.
El rito es pasaje desde lo profano a lo sagrado, desde lo herido hacia lo pleno. En Akutagawa la muerte voluntaria es rito en tanto tránsito desde la vida dañada por la alucinación, por el debilitamiento vital (por la perdida de la fuerza animal), hacia una expectativa de lo pleno: porque la muerte propia «debe darnos paz, si no felicidad».

La preparación de la muerte como justificación ritual no puede olvidar la peculiar recuperación de la práctica del seppuku en Mishima (13).
Pero también en el suicidio como acción ritual hay lugar para la sensibilidad estética, para una experiencia de lo bello. Este es el momento en que el suicidio ritual es particular práctica poética. Antes de ejecutar el seppuku, el samurai bebe sake, y compone un poema de despedida llamado zeppitsu o yuigon (14). Parte de la construcción ritual de la muerte suicida es estado de alerta poética, el deseo de concentrar en unos pocos versos una intuición del sentido de la vida anterior, y de la muerte inminente. La muerte voluntaria preparada desde un avivamiento del sentido de la bello.
Insistencia japonesa en la cercanía de la belleza, aunque a veces se olvide su presencia. Yasunari Kawabata también insiste en la recurrente apertura japonesa a la intuición de la belleza en la naturaleza, o entre las hendiduras de los eventos humanos, o en la silenciosa proximidad del bello cuerpo desnudo de mujer como En la casa de las bellas durmientes (15).
Excitación del sentimiento de lo bello con afinidad a otra de las revelaciones de Akutagawa en su carta final: «Ahora que estoy listo, la naturaleza me resulta más bella que nunca, por paradójico que parezca. He visto, amado y entendido más que otros. En eso experimento cierta satisfacción, a pesar de todo el dolor que he tenido que soportar hasta el momento» (16).
El samurai prepara la muerte como acto poético por el zeppitsu. En Akutawaga, la creación literaria es parte de esa preparación estética para el morir voluntario. En El horla, Maupaussant describe la percepción de una presencia invisible, cercana, invisible, inquietante (17). Su diario es testimonio de una alucinación en crecimiento y expansión, y también anticipación de la muerte del propio narrador que, en ese acto final, encuentra su posible liberación. En El hombre de arena, de Hoffmann, Nathaniel, perturbado por una larga experiencia de lo invisible, de lo inquietante, de lo inaceptable para el entendimiento normal, se arroja finalmente desde una torre. Su suicidio es preparado por la lenta y previa descripción literaria de la gestación de su anormalidad. Frente a ella, sólo la muerte podría encontrar una salida en un más allá, libre quizá del dolor y la perturbación.
En Akutagawa, dos obras lo acompañan en la descripción literaria de su mundo alucinatorio, que lo hunden en la angustia y el divorcio de la fuerza animal. Los engranajes y Vida de un loco exponen una percepción de las alucinaciones que, siempre, es controlada por un resto de lucidez. Entonces, se acerca el final:
«La mano que empuñaba la pluma había empezado a temblar. Babeaba. Su cabeza sólo tenía alguna claridad después de una dosis de ocho miligramos de veronal. Y entonces, sólo por media hora o una hora. En esta semioscuridad día a día vivía. El filo mellado, una espada muy delgada como bastón» (18).
La literatura. La pluma: la «espada muy delgada como bastón». La pluma (literaria) que ayuda a sostenerse en la preparación de la propia muerte. Pero siempre está la amenaza de olvidar la posibilidad de otra vida y otra muerte, y de entregarse a un mero vivir prosaico, o a la muerte natural. Pero aquí, la literatura es posible antídoto contra distintas formas del olvido; y como lucha con la «mala muerte», el llamado «morir en vida». La escritura como resistencia al olvido (otra forma de la muerte), o del prosaísmo. Algo semejante a lo que Octavio Paz recuerda a propósito de Murasaki Shikubi: «El arte, nos dice Murasaki, es un acto personal contra el olvido, la lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir» (19). Y podríamos entonces agregar que el deseo también de construir otra muerte impulsa el acto de la escritura.
Pero a pesar de todo esto, se podría pensar que la muerte voluntaria, el suicidio, no habla de una respuesta artística, sino de una mera imposibilidad de soportar una situación trágica o enajenada. Una evasión o consuelo final. Claro que esta motivación no puede ser negada. Pero la mente humana no se conforma con la muerte natural. Por eso la transforma y reinventa. La preparación estética de la muerte, su «justificación artística», su vínculo con algo bello en Akutagawa no sería más que una continuación de una ancestral necesidad humana; continuación en la que, a su manera, participó también la muerte ritual samurai.
Un otro morir que el hombre inventa lo superpone sobre el acto enigmático y rotundo de la extinción natural. Un juego de la imaginación que, al final, busca embellecer la muerte para debilitar su sombra brutal y desconocida. (*)
(*) Fuente: Esteban Ierardo. «Akutagawa: la fuerza animal y la otra muerte. Literatura y muerte en el autor de Rashomon«, editado aquí en versión definitiva.

Citas:
(1) Ryunosuke Akutagawa, «Los engranajes», en Vida de un Loco, Buenos Aires, Emecé, p. 102
(2) La nariz es una narración con el estilo impersonal y la simplicidad de los cuentos populares. Y también con un aire tragicómico. Es la historia de Zenchi Naigu, un sacerdote del templo de Ike-no-wo, que se caracteriza por una muy prominente nariz de dieciséis centímetros. Afligido por esta anormalidad, Naigu finge no preocuparse, ni interesarle la opinión ajena. Pero busca otras personas con su misma rareza. Pero así, «Naigu no miraba a la gente, miraba las narices». Y también busca algún ejemplo histórico o legendario semejante a su gran nariz: «Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia. Pero para desconsuelo de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés Nichiren, o Sãriputra, uno de los diez discípulos de Buda, habían tenido narices largas. Seguramente tanto Nãgãrjuna, el conocido filósofo budista del siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal. Cuando Naigu supo que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había tenido grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas orejas, se hubiese tratado de la nariz». Finalmente un discípulo le propone un método para achicar la nariz, que consiste en hervirla y pisotearla. Así logra reducir su tamaño. Entonces, por primera vez, percibe una risa de burla en los otros; no como antes, cuando su incomodidad provocaba cierta ternura o compasión. Fue por eso que Naigu agradeció cuando al levantarse una mañana descubrió que su nariz recuperó su tamaño anterior. Se alegró porque sabía que nadie más se burlaría de él. La historia encierra así una moraleja: el peligro de no aceptar nuestra propia persona, aun cuando esto nos haga diferente o extraño para los otros.
(3) Junichiro Tanizaki es uno de los novelistas fundamentales de la literatura japonesa de la primera mitad del siglo XX. En 1933 publica su emblemático ensayo El elogio de la sombra, un manifiesto sobre la estética japonesa. Aquí se sostiene que en Occidente la belleza se vincula fundamentalmente con la luz, lo brillante, lo blanco, y la simetría. Lo oscuro, opaco, negro o desproporcionado se revisten de cualidades negativas. Por el contrario, en la tradición japonesa, la oscuridad, la sombra, lo irregular, lo no simétrico, son partes de un sentido de la belleza que intuye la realidad del vacío, propia del budismo zen. La vacuidad intrínseca de la realidad que escapa a toda forma o proporción, y de ahí su relación simbólica con lo oscuro e incognoscible.
(4) The Ring and the Book (4 volúmenes, 1868-1869), es considerada la obra maestra de Browning. La escritura se construye alrededor de un juicio por asesinato en la Italia del s. XVII. The Ring… es un monólogo dramático sostenido entre distintos personajes. Suele destacarse su agudeza psicológica.
(5) En la novela Mientras agonizo (1930), Faulkner se sumerge en el tiempo desde la «corriente de la conciencia», o monólogo interior. Una galería de narradores expresa sus miradas particulares en torno a un mismo hecho: la agonía de Addie Brundren, su muerte y el posterior traslado de su cuerpo a Jefferson, por mandato de la propia difunta. Como es recurrente en la literatura de Faulkner, los personajes se mueven en el aislado Yoknapatawpha, en el condado de Mississipi. La familia de la muerta, guiada por el viudo Anse Brundren, recorre un difícil y largo camino hasta Jefferson.
(6) En esta obra de Calvino circulan caballeros y peregrinos entre castillos y tabernas dentro del bosque. En el momento del encuentro humano y del diálogo, el lenguaje desaparece. Los personajes están mudos. Y lo único que les permite comunicarse son cartas de tarot. Al mostrar una carta-imagen los individuos se comunican entre sí fuera del lenguaje conceptual, ahora disuelto en el ámbito simbólico del bosque como disolución del lenguaje, de lo conceptual como característica del orden civilizado. La sucesión de cartas es sostén, a su vez, de un relato que el escritor realiza traduciendo las imágenes. Y el bosque, además de disolución del lenguaje en la obra de Calvino, también es sitio de desvanecimiento del yo: «Ahora perteneces al bosque. El bosque es pérdida de uno mismo, mezcolanza. Para unirte a nosotros debes perderte, despojarte de tus atributos, desmembrarte, transformarte en lo indiferenciado, unirte al tropel de la Ménades que corren gritando por el bosque», en Italo Calvino, El castillo de los destinos cruzados, Madrid, Siruela, 1999, p.129 (trad. Aurora Bernárdez).
(7) Murasaki Shikibu es autora del diario (Murasaki Shikibu Kikki) y de la célebre Genji monagatori (La novela de Genji). Esta obra es la más importante de la literatura japonesa clásica, y la primera novela psicológica de la historia de la literatura universal. La vida de Shikibu transcurre durante el auge de la familia Fujiwara y la decadencia de la era Heian. En la saga de Genji aflora cierta angustia que es una suerte de antecedente de la actitud existencialista moderna. Se deja entrever la falsedad y falta de sustancia de la sociedad aristocrática de la época Heian. El sufrimiento de la mujer atrapada en las redes de una sociedad patriarcal contribuye al tono de solapada crítica o decepción respecto a la vida cortesana y el poder.
(8) Puede consultarse la clásica obra Bushido. El camino del guerrero, de Inazo Nitobe (1892-1933).
(9) En Los siete samuráis (1954), unos campesinos, cansados de los saqueos de unos bandidos, deciden contratar a unos samuráis para que los defiendan. Encuentran entonces a Kanbei, un samurai desocupado que reúne a otros seis guerreros que aceptan la misión sólo a cambio de comida. Parten hacia el pueblo, e instruyen a los campesinos para la lucha. Al final, vencen luego de la muerte de algunos de ellos. Su victoria es cierta reconciliación con sus ideales de vida guerra y digna.
(10) R. Akutagawa, Vida de un loco, op. cit, p. 195.
(11) Ibid., p.196.
(12) Ibib.
(13) Mishima fundó la Tatenokai (Sociedad del Escudo) cuyo propósito es revivir los valores del Japón imperial. El propio escritor diseña su uniforme distintivo. El 25 de noviembre de 1970, Mishima y cuatro miembros de la Tatenokai se presentan en un importante cuartel de las llamadas Fuerzas de Autodefensa de Japón, en Tokio. Secuestran al comandante de la unidad militar en su oficina. Desde el balcón, Mishima pronuncia un manifiesto ante los soldados. El discurso busca que el ejército se rebele y que, por el golpe de estado, reponga al Emperador en su dignidad perdida. El único resultado es el abucheo, la burla. Luego, vuelve a la oficina del comandante. Y se practica el seppuku. La decapitación final que es parte del rito, le es encomendada a Masakatsu Morita, miembro de la Tatenokai. Pero éste no usa correctamente la espada. Entonces, otro miembro de la Tatenokai, Hiroyasu Koga, completa el corte de cuello. Mishima compuso un zeppitsu, el poema anterior al seppuku. Las razones que movieron al escritor a recuperar la práctica de la muerte ritual no son claras. Tal vez, lo que buscaba era asegurarse un aire leyenda a través de la forma espectacular de su muerte.[1]
(14) El seppuku es una parte fundamental del bushido, el código guerrero samuria. El seppuku es voluntario para evitar caer prisionero del enemigo o para remediar una falta al código del honor. También puede cumplirse por una orden del poder al que el samurai sirve. Un señor feudal (daimyo), el shogun, o un tribunal reclaman el suicidio ritual como paliativo al delito de asesinato o robo. Esta acción ritual de la muerte por seppuku es la garantía de dignidad para el samurai que, más allá de su apertura a la poesía o la meditación, es básicamente un hombre de acción.
(15) Antes del seppuku se bebe sake y se compone un último poema de despedida. Esta acción se llamaba zeppitsu («última pincelada») o yuigon («declaración que uno deja atrás»). El yuigon o zeppitsu no es una despedida formal, a la manera de una carta de despida para ordenar o cerrar algunos asuntos terrenales sino un acto poético que condensa la emoción profunda del que se dispone al suicidio. Unas breves palabras, como en la forma poética del haiku, podía acechar el sentido de una vida.
(15) Yusanari Kawataba es el primer premio nobel de literatura otorgado a un escritor japonés, en 1968; el segundo fue en 1994, a Kenzaburo Oé, autor de El grito silencioso. En La casa de las bellas durmientes, la que es estimada su mejor novela, el viejo Eguchi, de setenta y siete años, práctica una forma de placer que puede parecer enigmática: gusta acostarse cerca de mujeres jóvenes, hermosas, desnudas, que duermen cerca. Ellas nunca despiertan y no advierten su presencia. Acaso una veneración de la belleza femenina, que conduce a la percepción del misterio mismo de la belleza, inseparable del misterio de la vida.
(16) R. Akutagawa, Vida de un loco, op.cit., pp.196-197.
(17) Guy de Maupassant, El horla y otros cuentos fantásticos, selección, prólogo y traducción de Esther Benítez, Madrid, Alianza Editorial.
(18) R. Akutagawa, Vida de un loco, op.cit., pp.192.
(19) Octavio Paz, «Tres momentos de la literatura japonesa», en Las peras del olmo, Barcelona, Seix Barral, p. 112.

Ensayo: Napoleón, mortal, Dios, y de vuelta mortal. Por Esteban Ierardo

La figura de Napoleón ejerce un inagotable atractivo. Su legado histórico es complejo: gran estratega y gran promotor de la violencia armada que llevó a la muerte a cientos de miles de personas.
Kubrick en su momento quiso realizar una película sobre «el gran corso» como se lo llama. Murió antes de cumplir su propósito. Rydell Scott, con Joaquín Foenix como el emperador francés, ya ha realizado esa película que espera su estreno inminente. Un ejemplo de la plena vigencia del magnetismo napoleónico. Aquí, un artículo que recorre brevemente el fenómeno histórico de Napoleón que atrajo también a artistas y filósofos. Beethoven, antes de desilusionarse con el que creyó que sería el libertador de Europa, le dedicó su tercera sinfonía, «la heroica» . Luego le retiró la dedicatoria. Hegel vio en el vencedor de Austerlitz, un «instrumento de la historia», un paso en la realización de la Idea o Espíritu Absoluto, el centro radiante del ser. Y aquí atendemos también a la ambición napoleónica, a sus consecuencias, su relación con el poder; y al derrumbe del endiosado emperador, luego de sus derrotas en las batallas de Leipzig y de Waterloo, y su ocaso final en la remota Isla de Santa Elena. En su caída, el general de Córcega murió sin el amparo de la bandera del poder que enarboló en tantas batallas…
En una pintura clásica, un hombre de espaldas, con los brazos cruzados, con sombrero de dos picos, uniforme y espada, contempla el mar. Medita en sus glorias pasadas. Es en la isla de Santa Elena, en la que fue exiliado. Allí murió el 5 de mayo de 1821.
En estos tiempos, la guerra desatada de nuevo aniquila la vida inocente, perfora con una bala final a un soldado tras otro, de todos los bandos. Masacra la espera de una humanidad mejor. Y muestra, a las claras, la autoridad de algunos líderes sobre la vida y la muerte. Como todos los de su clase, Napoleón practicó ese poder más allá de lo necesario. Por eso, especialmente hoy, el emperador francés representa las jaurías de las batallas que destrozan la vida que pudo crecer y florecer. Napoleón y la ambición imperial, el deseo de avanzar y conquistar, aun cuando las fronteras estuvieran bien protegidas y sin riesgo. En esos casos, cuando se quiere conquistar y alimentar el «deseo de ser grande», siempre se inventa el peligro de un ataque inminente. En la sed de dominio por la fuerza de la agresión (distinta al derecho de la legítima defensa), se cultiva el íntimo desprecio de la vida ajena, la ausencia de límites para el sacrificio masivo de los humanos.
André Castelot, en su importante biografía de Napoleón, escribe que, en una ocasión, el pequeño corso a duras penas escapó de una localidad donde numerosas madres querían agarrarle para vengar a sus jóvenes hijos innecesariamente sacrificados en sus guerras de agresión.
Hoy Napoleón nos recuerda lo que los poderes tienden a ocultar: todo sueño de vuelo imperial finalmente termina aplastado por una fuerza mayor, o por la mera erosión del tiempo y la muerte invencibles. Y la percepción histórica escucha que lo que realmente sonó en las trompetas imperiales: no acordes gloriosos sino el grito de hombres y mujeres anónimos y desamparados, víctimas trágicas de la violencia organizada.
En la historia, toda realidad negada termina por mostrarse. Las máscaras que tapan, a la larga, se deshacen.
El Napoleón que se creyó, y así fue visto por muchos, como liberador y gran estratega, al mismo tiempo fue el prototipo del líder para el que aun la vida de los propios solo tenía el valor de ser arcilla para modelar las criaturas de su desesperada ambición.
Napoleón nació en Ajaccio, Córcega, en 1769. En el ejército, hizo carrera durante la Revolución Francesa. Las luchas entre Robespierre y Danton, y las guillotinas del terror jacobino, derramaron sangre. Confusión. Caos. Pero, ya como jefe militar, la conquista del norte de Italia y de Roma (y su saqueo), lo colmó de prestigio. Después, consumó el golpe de estado del 18 brumario que impuso el Directorio; así se convirtió en Primer cónsul de la República, en 1799, y luego cónsul vitalicio. Desde entonces, su nombre creció a la altura de un dios pagano.
En 1793, el rey Luis XVI fue guillotinado. Pero ese magnicidio no fue el fin de la monarquía. Unos pocos años después, el gran corso revivió la realeza. En el museo del Louvre impresiona el gran lienzo de Jacques-Luis David que inmortaliza la coronación de Napoleón como emperador en la catedral de Notre Dame, el 2 de diciembre de 1804. El momento en el que el nuevo monarca se coloca a sí mismo su corona después de arrebatársela al papa Pío VII. Auto-coronación como metáfora del sujeto que se hace a sí mismo. Gesto del que se sentía como un nuevo emperador romano. Y en su trono lo acompañó su primera esposa, la Emperatriz Josefina.
En 1798, Kant escribió El conflicto de las facultades, texto sobre el entusiasmo de la intelectualidad ante los ideales de la Revolución Francesa. Esta buena recepción despertaba confianza en un progreso moral. El rechazo de la tiranía. El festejo por la libertad. Pero luego el genio kantiano se decepcionó. La lucha por el poder, más que la transformación revolucionaria, seguía siendo el centro de la acción política. Al fin de cuentas, Napoleón manifestó: “una revolución es una opinión con bayonetas”; y restauró la esclavitud en las colonias francesas, como Haití, que había sido abolida en 1794; al tiempo que creyó que su voluntad de crear un imperio se justificaba para llevar los ideales revolucionarios a todas partes.
Por eso, luego de convertirse también en Rey de Italia en 1805, gracias a sus ejércitos bien dirigidos, puso a Europa en sus manos por casi una década. De todos modos, sus inquietudes civilizadoras tenían una dosis de realidad: disolvió el feudalismo; promovió la nobleza de mérito; alentó el liberalismo económico, las artes y la educación; y las leyes: el código napoleónico o Código civil francés, en cuya redacción colaboró con real conocimiento jurídico. Acaso su máximo legado, modelo luego de textos constitucionales. Y disfrutó los descubrimientos científicos durante la expedición a Egipto en 1798, que trajo la piedra de la Rosetta, ahora en el Museo Británico, pieza clave para la traducción de los jeroglíficos por Jean-François Champollion.
Movido por su admiración hacia un Napoleón que idealizaba como liberador de Europa, en 1803, Beethoven le dedicó la Tercera sinfonía, llamada Heroica. Pero, según la leyenda, luego de autoproclamarse emperador, el músico alemán borró la dedicatoria y se lamentó de que lo que realmente quería el gran corso “era elevarse más alto que los demás y convertirse en un tirano”; y “tirano Bonaparte” le llamarán las monarquías, o el “Ogro de Ajaccio”, o “el Usurpador Universal”.
El general emperador encendió el fuego de cañones y cargas de caballería. En muchas batallas, derrotó a la Tercera coalición en su contra, y luego una cuarta, dirigida por Gran Bretaña, y con Rusia, Suecia, Austria, Sajonia y Prusia como aliados. A fuerza de estrategia, combate y muerte prevaleció en Marengo, Ulm, el gran hito de Austerlitz, Jena, Friedland, Wagram… Conquistó el reino de Nápoles; disolvió las Provincias Unidas y creó el reino de Holanda; finiquitó el agonizante Sacro Imperio Germánico y estableció la Confederación del Rin; invadió Portugal, y España, donde coronó a su hermano José como rey; impulsó el bloqueo continental a Inglaterra como preparación para su invasión nunca consumada, en parte por la derrota que el almirante Nelson le infligió a su flota en la batalla de Trafalgar, en 1805. Para 1812, su imperio había alcanzado su máxima extensión: alrededor de 3 000 000 de km2, y más de 96 millones de habitantes.
En 1648, terminó la devastadora Guerra de los Treinta Años, guerra de religión entre católicos y protestantes. La lucha derramó un ácido asesino que mató a millones. Al final, en el Tratado de Westfalia se acordó que la paz se mantendría si cada país aceptaba sus fronteras naturales, si se renunciaba al deseo de ir más allá para evitar romper el equilibrio. El llamado orden westfaliano en las relaciones políticas internacionales. Luego, en 1795, Kant publicó la Paz perpetua, su sueño de una confederación de países bajo un gobierno mundial. Bajo la ascendente filosofía de la Ilustración, Kant propuso la superación de los conflictos desde el diálogo y la racionalidad. Pero las guerras napoleónicas evidenciaron la ilusión de ese sueño. Mostraron la clara distancia entre las propuestas filosóficas y los acuerdos diplomáticos y la realidad.
La caída napoleónica empezó en las tierras del zar ruso, Alejandro I.
En su ambición imperial, la Grand Armeé de Napoleón, de más de 650000 soldados, invadió Rusia en 1812.
Primero, fue la batalla de Borodino, evocada con letra precisa por Tolstoi en La guerra y la paz. Una victoria a medias. Luego, la toma de una Moscú incendiada. Y después llegó la fuerza del destino: el General Invierno y los cosacos. Y como observa André Castelot, en su biografía napoleónica, al fin de la campaña “los últimos caballos murieron de hambre. Y no bien caía el animal, un tropel de hambrientos se arrojaba sobre él”, para comer su hígado. Solo 27 000 hombres regresaron de la fatídica aventura rusa.
Y luego la derrota en Leipzig, en 1814; la abdicación en Fontainebleau; el primer destierro en la Isla de Elba; los llamados Cien días y el regreso arrollador a París; una nueva campaña; la renovación del sueño imperial. Y Wellington, los ingleses, los prusianos, y la derrota final en Waterloo, en 1815. Y la restauración de los Borbones. Los fusilamientos de sus bravos mariscales Ney y Murat. Y, al final, el destierro en la isla de Santa Elena, en el sur del Atlántico, bajo la vigilancia de una guarnición inglesa a cargo del comandante Hudson Lowe.
En una carta, el emperador vencido se quejaba al gobierno británico por haberlo enviado a la roca de Santa Elena. Luego, en 1955, el odontólogo sueco Sten Forshufvud, experto en química y toxicología, estudioso bonapartista, al leer las memorias del ayudante de cámara Louis Marchand, que permaneció con Napoleón hasta su muerte, creyó reconocer en el relato de su agonía final, los síntomas del envenenamiento por arsénico. El propio Napoleón denunció una conspiración para matarlo. En su testamento incluido por Alexander Dumas en una biografía que le dedicó, además de recordar a su última esposa María Luisa de Austria, y de velar por la suerte de su hijo, Napoleón II, afirma: “muero prematuramente, asesinado por la oligarquía inglesa…”. Y en la carta en la que le reprocha a Gran Bretaña su maltrato, agrega: “he sido asesinado lentamente, con alevosía y premeditación”.
Los restos de Napoleón ahora en Los inválidos, en París, conservan el misterio.
La personalidad compleja del emperador fue adorada por los románticos como individualidad heroica. Hegel lo ponderó como instrumento del espíritu de su tiempo, y quien podría convertir a Alemania en un Estado moderno. Otros, como lo recuerda Paul Jonson en Napoleon: A peguin Life, le reprocharon su condición de dictador tiránico, y las más de 3 millones de muertes que sus guerras provocaron.
Y no debe olvidarse al Napoleón intelectual, interesado por las matemáticas, el arte y las ciencias. El que confiaba en el cálculo y la reflexión, no en la intuición, para ensayar sus estrategias letales. Y que confesaba, según sus propias palabras apuntadas por Gastón Bouthoul y Manuel Ortuño en su Antología de las ideas políticas, que «a mí me gusta el poder, pero me gusta como artista”.
Producto de su tiempo de batallas campales, Napoleón aún sorprende por su vida singular: de un oscuro corso en la gran París a emperador. Y, luego, impotente prisionero en una isla remota. Acaso una metáfora misma del poder: el líder que juega a ser dios en su apogeo y que, en su caída, descubre que siempre fue un mortal, desesperado y solitario.
Y que todo poder es vencido, al final, por una fuerza mayor.
bumerang
bastó llancívol / atordeix, caça i mata,/ gest senyorívol
“ no tots els bumerangs tornaven al llançador, per més que fos hàbil i de refinada tècnica; els bumerangs que empraven per a la caça i no retornaven pas s’anomenaven kylie
7 búmeran
arma letal / aturde, caza y mata / muy señorial
“ no todos los búmerans regresaban al lanzador, aunque fuera hábil y de técnica refinada; los búmerans que utilizaban para la caza y que no regresaban se denominaban kylie”