Subir al inicio

Lo que perdimos. by Ana Laura Piera


Lo que perdimos. by Ana Laura Piera

Hacía mucho que las tuberías vomitaban todo menos agua. Ahora eran guarida de insectos y por más que intentábamos ordeñarlas, solo obteníamos desencanto y más sed, una sed tortuosa y mortal. Pronto comenzó la «Guerra del Agua». Primero murieron los ancianos y los enfermos. Las familias se juntaron en clanes, y armándose con lo que pudieran, incursionaban en otras partes de la ciudad, apropiándose con violencia del preciado recurso. Los ricos se atrincheraron en sus mansiones, pero estaban solos, pues el gobierno hacía mucho que no mandaba.

Tenía yo once años y recuerdo cuando entramos a una casa de la cual se decía que había una gran reserva. Mis tíos entraron como huracán y con sus rifles y pistolas acabaron con casi todos. Solo quedaba otro niño de mi misma edad que apareció después, se había escondido al escuchar el estruendo de las balas y los gritos. Mi tío Néstor me habló con su mirada, pidiendo que me encargara de eso, y… lo hice. Luego corrí donde estaban todos ocupados vaciando una enorme alberca. Yo temblaba, pero me repetía como un mantra las palabras que desde chicos nos habían enseñado: «Había que hacer siempre lo necesario para sobrevivir».

Por lo que tuve que hacer en aquella casa, mi tío me tatuó una gran gota de agua en el brazo, y dentro de ella una calavera.

Cuando pensamos que ya, ahora sí, se había acabado toda el agua escondida y que todos moriríamos deshidratados, empezó a llover como nunca habíamos visto. Hubo inundaciones pavorosas y muy pronto casi todo quedó anegado. Ahí empezó la «Guerra por la Tierra». Incluso un pequeño pedacito donde poder pararse y vivir era considerado un tesoro.

Mi hijo César me está viendo en este momento con ojos demasiado cansados para alguien que tiene apenas diez años, le duele el brazo derecho donde le hice un tatuaje: una colina emergiendo del agua y dentro…sí, una calavera…

Autor: Ana Laura Piera.

322 palabras.

Pido disculpas por el tema, sé que a muchos les gusta leer solo cosas bonitas y positivas pero en esta ocasión los voy a contrariar.

Si quieres saber más de este reto y leer otras participaciones da clic AQUÍ

https://bloguers.net/literatura/lo-que-perdimos-cuento-corto-de-317-palabras/


Jacobo y el otro, de Juan Carlos Onetti

Un relato de Juan Carlos Onetti, la historia de un boxeador envejecido y su misterioso otro. La recuperación de la literatura que explora los caminos de la existencia humana.

Juan Carlos Onetti (1909-1994), el escritor uruguayo, buceador de la condición humana, y las sombras de la existencia, que se mueven entre la soledad, la alienación, la vida que decae de los grandes sueños hacia el sentimiento de lo irrealizado; el sinsabor de la desilusión. Su imaginación respira en Santa María, lugar ficticio de amparo de personajes heridos por la desesperanza. Su pluma se empecina en sondear la psicología humana y su complejidad, y la necesidad de liberación respecto a una identidad que se descompone en la opresión diaria. Pesimismo existencial, introspección.

Entre sus obras importantes se encuentran El pozo, La vida breve, Juntacadáveres y Dejemos hablar al viento. Recibió el Premio Cervantes, en 1980.

En Jacobo y el otro narra la llegada de un ex-boxeador con su manager, el príncipe Orsini, a Santa María. Jacob van Oppen se gana la vida con combates de pueblo en pueblo con los lugareños: quien soporte tres minutos luchando contra el campeón, conseguirá una recompensa. Forma de supervivencia más bien circense, cuando su tiempo de gloria ya había agotado sus luces en un ocaso triste y penoso. En Santa María, el destino, o una novia exaltada, lo coloca con puños alzados frente a un joven de imponente dimensiones y rebosante juventud. Su apoderado trata de disuadirlo, pero…

Jacobo, agobiado por la soledad y el desencanto, confronta con «el otro», una suerte de doble enigmático que lo aflige con sus palabras. Realidad e imaginación se funden en un latido común; lo externo convive con lo introspectivo.

Jacobo y el otro fue publicado en 1954 en su libro El pozo. Álvaro Brechner dirigió la película Mal día para pescar  (2009), basada en el cuento de Onetti.

Aquí presentamos esta gema literaria que, como todo lo radiante, siempre está amenazado de olvido. La complejidad del ser humano resonante entre las líneas de la ficción.

E.I

Jacobo y el otro

Por Juan Carlos Onetti

  1. Cuenta el médico

Media ciudad debió haber estado anoche en el Cine Apolo, viendo la cosa y participando también del tumultuoso final. Yo estaba aburriéndome en la mesa de póquer del club y solo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente del hospital. El club no tiene más que una línea telefónica; pero cuando salí de la cabina todos conocían la noticia mucho mejor que yo. Volví a la mesa para cambiar las fichas y pagar las cajas perdidas.

Burmestein no se había movido; baboseó un poco más el habano y me dijo con su voz gorda y pareja: —En su lugar, perdone, me quedaría para aprovechar la racha. Total, aquí mismo puede firmar el certificado de defunción.

—Todavía no, parece —contesté tratando de reír. Me miré las manos mientras manejaban fichas y billetes; estaban tranquilas, algo cansadas. Había dormido apenas un par de horas la noche anterior, pero esto era ya casi una costumbre; había bebido dos coñacs en esta noche y agua mineral en la comida.

La gente del hospital conocía de memoria mi coche y todas sus enfermedades. Así que me estaba esperando la ambulancia en la puerta del club. Me senté al lado del gallego y solo le oí el saludo; estaba esperando en silencio, por respeto o por emoción, que yo empezara el diálogo. Me puse a fumar y no hablé hasta que doblamos la curva de Tabarez y la ambulancia entró en la noche de primavera del camino de cemento, blanca y ventosa, fría y tibia, con nubes desordenadas que rozaban el molino y los árboles altos.

—Herminio —dije—, ¿cuál es el diagnóstico?

Vi la alegría que trataba de esconder el gallego, imaginé el suspiro con que celebraba el retorno a lo habitual, a los viejos ritos sagrados. Empezó a decir, con el más humilde y astuto de sus tonos; comprendí que el caso era serio o estaba perdido.

—Apenas si lo vi, doctor. Lo levanté del teatro en la ambulancia, lo llevé al hospital a noventa o cien porque el chico Fernández me apuraba y también era mi deber. Ayudé a bajarlo y en seguida me ordenaron que fuera por usted al club.

—Fernández, bueno. ¿Pero quién está de guardia?

—El doctor Rius, doctor.

—¿Por qué no opera Rius? —pregunté en voz alta.

—Bien —dijo Herminio y se tomó tiempo esquivando un bache lleno de agua brillante—. Debe haberse puesto a operar en seguida, digo. Pero si lo tiene a usted al lado…

—Usted cargó y descargó. Con eso le basta. ¿Cuál es el diagnóstico?

—Qué doctor… —sonrió el gallego con cariño. Empezábamos a ver las luces del hospital, la blancura de las paredes bajo la luna—. No se movía ni se quejaba, empezaba a inflarse como un globo, costillas en el pulmón, una tibia al aire, conmoción casi segura. Pero cayó de espaldas arriba de dos sillas y, perdóneme, el asunto debe estar en la vertebral. Si hay o no hay fractura.

—¿Se muere o no? Usted nunca se equivocó, Herminio.

Se había equivocado muchas veces pero siempre con excusas.

—Esta vez no hablo —cabeceó mientras frenaba.

Me cambié la ropa y empezaba a lavarme las manos cuando entró Rius.

—Si quiere trabajar —dijo—, lo tiene listo en dos minutos. No hice casi nada porque no hay nada que hacer. Morfina, en todo caso, para que él y nosotros nos quedemos tranquilos. Solo tirando una monedita al aire se puede saber por dónde conviene empezar.

—¿Tanto?

—Politraumatizado, coma profundo, palidez, pulso filiforme, gran polipnea y cianosis. El hemitórax derecho no respira. Colapsado. Crepitación y angulación de la sexta costilla derecha. Macidez en la base pulmonar derecha con hipersonoridad en el ápex pulmonar. El coma se hace cada vez más profundo y se acentúa el síndrome de anemia aguda. Hay posibilidad de ruptura de arterias intercostales. ¿Alcanza? Yo lo dejaría en paz.

Entonces recurrí a mi gastada frase de mediocre heroicidad, a la leyenda que me rodea como la de una moneda o medalla circunscribe la efigie y que tal vez continúe próxima a mi nombre algunos años después de mi muerte. Pero aquella noche yo no tenía ya ni veinticinco ni treinta años; estaba viejo y cansado, y ante Rius, la frase tantas veces repetida, no era más que una broma familiar. La dije con la nostalgia de la fe perdida, mientras me ponía los guantes. La repetí escuchándome, como un niño que cumple con la fórmula mágica y absurda que le permite entrar o permanecer en el juego.

—A mí, los enfermos se me mueren en la mesa.

Rius se rió como siempre, me apretó un brazo y se fue. Pero casi en seguida, mientras yo trataba de averiguar cuál era el caño roto que goteaba en los lavatorios, se asomó para decirme: —Hermano, falta algo en el cuadro. No le hablé de la mujer, no sé quién es, que estuvo pateando, o trató de patear al próximo cadáver en la sala del cine y que se acercó a la ambulancia para escupirlo cuando el gallego y Fernández lo cargaban. Estuvo rondando por aquí y la hice echar; pero juró que volvía mañana y que tiene derecho a ver al difunto, tal vez a escupirlo sin apuro.

Trabajé con Rius hasta las cinco de la mañana y pedí un litro de café para ayudarnos a esperar. A las siete apareció Fernández en la oficina con la cara de desconfianza que Dios le impone para enfrentar los grandes sucesos. La cara estrecha e infantil entorna entonces los ojos, se inclina un poco con la boca en guardia y dice: “Alguien me estafa, la vida no es más que una vasta conspiración para engañarme”.

Se acercó a la mesa y quedó allí de pie, blanco y torcido, sin hablarnos.

Rius dejó de improvisar sobre injertos, se abstuvo de mirarlo y manoteó el último sándwich del plato; después se limpió los labios con un papel y preguntó al tintero de hierro, con águila y dos depósitos secos: —¿Ya?

Fernández respiró para oírse y puso una mano sobre la mesa; movimos las cabezas y le miramos el desconcierto y la sospecha, la delgadez y el cansancio. Idiotizado por el hambre y el sueño, el muchacho se irguió para seguir fiel a la manía de alterar el orden de las cosas, del mundo en que podemos entendernos.

—La mujer está en el corredor, en un banco, con un termo y un mate. Se olvidaron y pudo pasar. Dice que no le importa esperar, que tiene que verlo. A él.

—Sí, hermanito —dijo lentamente Rius; le reconocí en la voz la malignidad habitual de las noches de fatiga, la excitación que gradúa con destreza—. ¿Trajo flores, por lo menos? Se acaba el invierno y cada zanja de Santa María debe estar llena de yuyos. Me gustaría romperle la jeta y dentro de un momento le voy a pedir permiso al jefe para darme una vuelta por los corredores. Pero entretanto la yegua esa podría visitar al difunto y tirarle una florcita y después una escupida y después otra flor.

El jefe era yo; de modo que pregunté: —¿Qué pasó?

Fernández se acarició velozmente la cara flaca, comprobó sin esfuerzo la existencia de todos los huesos que le había prometido Testut y se puso a mirarme como si yo fuera el responsable de todas las estafas y los engaños que saltaban para sorprenderlo con misteriosa regularidad. Sin odio, sin violencia, descartó a Rius, mantuvo sus ojos suspicaces en mi cara y recitó: —Mejoría del pulso, respiración y cianosis. Recupera esporádicamente su lucidez.

Aquello era mucho mejor que lo que yo esperaba oír a las siete de la mañana. Pero no tenía base para la seguridad; así que me limité a dar las gracias moviendo la cabeza y elegí turno para mirar el águila bronceada del tintero.

—Hace un rato llegó Dimas —dijo Fernández—. Ya le pasé todo. ¿Puedo irme?

—Sí, claro —Rius se había echado contra el respaldo del sillón y empezaba a sonreír mirándome; tal vez nunca me vio tan viejo, acaso nunca me quiso tanto como aquella mañana de primavera, tal vez estaba averiguando quién era yo y por qué me quería.

—No, hermano —dijo cuando estuvimos solos—. Conmigo, cualquier farsa; pero no la farsa de la modestia, de la indiferencia, la inmundicia que se traduce sobriamente en “una vez más cumplí con mi deber”. Usted lo hizo, jefe. Si esa bestia no reventó todavía, no revienta más. Si en el club le aconsejaron limitarse a un certificado de defunción —es lo que yo hubiera hecho, con mucha morfina, claro, si usted por cualquier razón no estuviera en Santa María—, yo le aconsejo ahora darle al tipo un certificado de inmortalidad. Con la conciencia tranquila y la firma endosada por el doctor Rius. Hágalo, jefe. Y robe en seguida del laboratorio un cóctel de hipnóticos y váyase a dormir veinticuatro horas. Yo me encargo de atender al juez y a la policía, me comprometo a organizar los salivazos de la mujer que espera mateando en el corredor.

Se levantó y vino a palmearme, una sola vez, pero demorando el peso y el calor de la mano.

—Está bien —le dije—. Usted resolverá si hay que mandar a despertarme.

Mientras me quitaba la túnica, con una lentitud y una dignidad que no provenían exclusivamente del cansancio, admití que el éxito de la operación, de las operaciones, me importaba tanto como el cumplimiento de un viejo sueño irrealizable: arreglar con mis propias manos, y para siempre, el motor de mi viejo automóvil. Pero no podía decirle esto a Rius porque lo comprendería sin esfuerzo y con entusiasmo: no podía decírselo a Fernández porque, afortunadamente, no podría creerme.

De modo que me callé la boca y en el viaje de regreso en la ambulancia oí con ecuanimidad las malas palabras admirativas del gallego Herminio y acepté con mi silencio, ante la historia, que la resurrección que acababa de suceder en el Hospital de Santa María no hubiera sido lograda ni por los mismos médicos de la capital.

Decidí que mi coche podía amanecer otra vez frente al club y me hice llevar con la ambulancia hasta mi casa. La mañana, rabiosamente blanca, olía a madreselvas y se empezaba a respirar el río.

—Tiraron piedras y decían que iban a prenderle fuego al teatro —dijo el gallego cuando llegamos a la plaza—. Pero apareció la policía y no hubo más que las piedras que ya le dije.

Antes de tomar las píldoras comprendí que nunca podría conocer la verdad de aquella historia; con buena suerte y paciencia tal vez llegara a enterarme de la mitad correspondiente a nosotros, los habitantes de la ciudad. Pero era necesario resignarse, aceptar como inalcanzable el conocimiento de la parte que trajeron consigo los dos forasteros y que se llevarían de manera diversa, incógnita y para siempre.

Y en el mismo momento, con el vaso de agua en la mano, recordé que todo aquello había empezado a mostrárseme casi una semana antes, un domingo nublado y caluroso, mientras miraba el ir y venir en la plaza desde una ventana del bar del hotel.

El hombre movedizo y simpático y el gigante moribundo atravesaron en diagonal la plaza y el primer sol amarillento de la primavera. El más pequeño llevaba una corona de flores, una coronita de pariente lejano para un velorio modesto. Avanzaban indiferentes a la curiosidad que hacía nacer la bestia lenta de dos metros; sin apresurarse pero resuelto, el movedizo marchaba con una irrenunciable dignidad, con una levantada sonrisa diplomática, como flanqueado por soldados de gala, como si alguien, un palco con banderas y hombres graves y mujeres viejas, lo esperara en alguna parte. Se supo que dejaron la coronita, entre bromas de niños y alguna pedrada, al pie del monumento a Brausen.

A partir de aquí las pistas se embrollan un poco. El pequeño, el embajador, fue al Berna para alquilar una pieza, tomar un aperitivo y discutir los precios sin pasión, distribuyendo sombrerazos, reverencias e invitaciones baratas. Tenía entre cuarenta y cuarenta y cinco años, el tórax ancho, la estatura mediana; había nacido para convencer, para crear el clima húmedo y tibio en que florece la amistad y se aceptan las esperanzas. Había nacido también para la felicidad, o por lo menos para creer obstinadamente en ella, contra viento y marea, contra la vida y sus errores. Había nacido, sobre todo, lo más importante, para imponer cuotas de dicha a todo el mundo posible. Con una natural e invencible astucia, sin descuidar nunca sus fines personales, sin preocuparse en demasía por el incontrolable futuro ajeno.

Estuvo a mediodía en la redacción de El Liberal y volvió por la tarde para entrevistarse con Deportes y obtener el anuncio gratis. Desenvolvió el álbum con fotografías y recortes de diario amarillentos, con grandes títulos en idiomas extraños; exhibió diplomas y documentos fortalecidos en los dobleces por papeles engomados. Encima de la vejez de los recuerdos, encima de los años, de la melancolía y el fracaso, paseó su sonrisa, su amor incansable y sin compromiso.

—Está mejor que nunca. Acaso, algún kilo de más. Pero justamente para eso estamos haciendo esta tournée sudamericana. El año que viene, en el Palais de Glace, vuelve a conquistar el título. Nadie puede ganarle, ni europeo ni americano. ¿Y cómo íbamos a saltearnos Santa María en esta gira que es el prólogo de un campeonato mundial? Santa María. Qué costa, qué playa, qué aire, qué cultura.

El tono de la voz era italiano, pero no exactamente; había siempre, en las vocales y en las eses, un sonido inubicable, un amistoso contacto con la complicada extensión del mundo. Recorrió el diario, jugó con los linotipos, abrazó a los tipógrafos, estuvo improvisando su asombro al pie de la rotativa. Obtuvo, al día siguiente, un primer título frío pero gratuito: “Ex campeón mundial de lucha en Santa María”. Visitó la redacción durante todas las noches de la semana y el espacio dedicado a Jacob van Oppen fue creciendo diariamente hacia el sábado del desafío y la lucha.

El mediodía del domingo en que los vi desfilar por la plaza con la coronita barata, el gigante moribundo estuvo media hora de rodillas en la iglesia, rezando frente al altar nuevo de la Inmaculada; dicen que se confesó, juran haberlo visto golpearse el pecho, presumen que introdujo después, vacilante, una cara enorme e infantil, húmeda de llanto, en la luz dorada del atrio.

  1. Cuenta el narrador

Las tarjetas decían Comendador Orsini y el hombre conversador e inquieto las repartió sin avaricia por toda la ciudad. Se conservan ejemplares, algunos de ellos autografiados y con adjetivos.

Desde el primer —y último— domingo, Orsini alquiló la sala del Apolo para las sesiones de entrenamiento, a un peso la entrada durante el lunes y el martes, a la mitad el miércoles, a dos pesos el jueves y el viernes, cuando el desafío quedó formalizado y la curiosidad y el patriotismo de los sanmarianos empezó a llenar el Apolo. Aquel mismo domingo fue clavado en la plaza nueva, con el correspondiente permiso municipal, el cartel de desafío. En una foto antigua el ex campeón mundial de lucha de todos los pesos mostraba los bíceps y el cinturón de oro; agresivas letras rojas concretaban el reto: 500 pesos a quien suba al ring y no sea puesto de espaldas en tres minutos por Jacob van Oppen.

Una línea más abajo el desafío quedaba olvidado y se prometía una exhibición de lucha grecorromana entre el campeón —volvería a serlo antes de un año— y los mejores atletas de Santa María.

Orsini y el gigante habían entrado al continente por Colombia y ahora bajaban de Perú, Ecuador y Bolivia. En pocos pueblos fue aceptado el desafío y siempre van Oppen pudo liquidarlo en un tiempo medido por segundos, con el primer abrazo.

Los carteles evocaban noches de calor y griterío, teatros y carpas, públicos aindiados y borrachos, la admiración y la risa. El juez alzaba un brazo, van Oppen volvía a la tristeza, pensaba ansioso en la botella de alcohol violento que lo estaba esperando en la pieza del hotel y Orsini sonreía avanzando bajo las luces blancas del ring, tocándose con un pañuelo aún más blanco el sudor de la frente: —Señoras y señores… —era el momento de dar las gracias, de hablar de reminiscencias imperecederas, de vivar al país y a la ciudad. Durante meses, estos recuerdos comunes habían ido formando América para ellos; alguna vez, alguna noche, ya lejos, antes de un año, podrían hablar de ella y reconocerla sin esfuerzo, sin más ayuda que tres o cuatro momentos reiterados y devotos.

El martes o el miércoles Orsini trajo en coche al campeón hasta el Berna, concluida la casi desierta sesión de entrenamiento. La gira se había convertido ya en un trabajo de rutina y los cálculos sobre los pesos a ganar tenían escasa diferencia con los pesos que se ganaban. Pero Orsini consideraba indispensable, para el mutuo bienestar, mantener su protección sobre el gigante. Van Oppen se sentó en la cama y bebió de la botella; Orsini se la quitó con dulzura y trajo del cuarto de baño el vaso de material plástico que usaba por las mañanas para enjuagarse la dentadura. Repitió amistoso la vieja frase: —Sin disciplina no hay moral —hablaba el francés como el español, su acento no era nunca definitivamente italiano—. Está la botella y nadie piensa robártela. Pero si se toma con un vaso, es distinto. Hay disciplina, hay caballerosidad.

El gigante movió la cabeza para mirarlo; los ojos azules estaban turbios y parecía usar la boca entreabierta para ver. “Disnea otra vez, angustia”, pensó Orsini. “Es mejor que se emborrache y duerma hasta mañana.” Llenó el vaso con caña, bebió un trago y estiró la mano hacia van Oppen. Pero la bestia se inclinó para sacarse los zapatos y después, resoplando, segundo síntoma, se puso de pie y examinó la habitación. Al principio, con las manos en la cintura, miró las camas, la alfombra inútil, la mesa y el techo; luego caminó para comprobar con un hombro la resistencia de las puertas, la del pasillo y del cuarto de baño, la resistencia de la ventana que no daba a ninguna parte.

“Ahora empieza —continuó Orsini—; la última vez fue en Guayaquil. Tiene que ser un asunto cíclico, pero no entiendo el ciclo. Una noche cualquiera me estrangula y no por odio; porque me tiene a mano. Sabe, sabe que el único amigo soy yo.”

El gigante volvió lentamente, descalzo, al centro de la habitación, con una sonrisa de burla y desprecio, los hombros un poco doblados hacia adelante. Orsini se sentó cerca de la mesa endeble y puso la lengua en el vaso de caña.

—Gott -dijo van Oppen y empezó a balancearse con suavidad, como si escuchara una música lejana e interrumpida; tenía la tricota negra, demasiado ajustada, y los pantalones de vaquero que le había comprado Orsini en Quito—. No. ¿Dónde estoy? ¿Qué estoy haciendo aquí? —con los enormes pies afirmados en el piso, movía el cuerpo, miraba la pared por encima de la cabeza de Orsini—. Estoy esperando. Siempre estoy en un lugar que es una pieza de hotel de un país de negros hediondos y siempre estoy esperando. Dame el vaso. No tengo miedo; eso es lo malo, nunca va a venir nadie.

Orsini llenó el vaso y se puso de pie para acercárselo. Le examinó la cara, la histeria de la voz, le tocó la espalda en movimiento. “Todavía no —pensó—, casi en seguida.”

El gigante se bebió el vaso de caña y estuvo tosiendo sin inclinar la cabeza.

—Nadie —dijo—. El footing, las flexiones, las tomas, Lewis. Por Lewis; por lo menos vivió y fue un hombre. La gimnasia no es un hombre, la lucha no es hombre, todo esto no es un hombre. Una pieza de hotel, el gimnasio, indios mugrientos. Fuera del mundo, Orsini.

Orsini hizo otro cálculo y se levantó con la botella de caña. Llenó el vaso que sostenía van Oppen contra la barriga y pasó una mano por el hombro y la mejilla del gigante.

—Nadie —dijo van Oppen—. Nadie —gritó.

Tenía los ojos desesperados, después rabiosos. Hizo una sonrisa de broma y sabiduría y vació el vaso.

“Ahora”, pensó Orsini. Le puso en una mano la botella y empezó a golpearlo con la cadera en el muslo para guiarlo hasta la cama.

—Unos meses, unas semanas —dijo Orsini—. Nada más. Después vendrán todos, estaremos con todos. Iremos nosotros allá.

Despatarrado en la cama, el gigante bebía de la botella y resoplaba sacudiendo la cabeza. Orsini encendió el velador y apagó la luz del techo. Sentado otra vez junto a la mesa, se compuso la voz y cantó suavemente:

Vor der Kaserne
vor dem grossen Tor
steht eine Laterne.
Und steht sie noch davor
wenn wir uns einmal widersehen,
bei der Laterne wollen wir stehen
wie einst, Lili Marlen
wie einst, Lili Marlen.

Dijo la canción una vez y media, hasta que van Oppen puso la botella en el suelo y empezó a llorar. Entonces Orsini se levantó con un suspiro y un insulto cariñoso y anduvo en puntas de pie hasta la puerta y el pasillo. Como en las noches de gloria, bajó la escalera del Berna secándose la frente con el pañuelo impoluto.

3

Bajaba la escalera sin encontrar gente para repartir sonrisas y sombrerazos, pero con la cara afable, en guardia. La mujer, que había esperado horas resuelta y sin impaciencia, hundida en un sillón de cuero del hall, no haciendo caso a las revistas de la mesita, fumando un cigarrillo tras otro, se puso de pie y lo enfrentó. El príncipe Orsini no tenía escapatoria y tampoco la buscaba. Escuchó el nombre, se quitó el sombrero y se inclinó rápidamente para besar la mano de la mujer. Pensaba qué favor podía hacerle y estaba dispuesto a hacerle el que pidiera. Era pequeña, intrépida y joven, muy morena y con la corta nariz en gancho, los ojos muy claros y fríos. “Judía o algo así”, pensó Orsini. “Está linda.” De inmediato el príncipe escuchó un lenguaje tan conciso que le resultaba casi incomprensible, casi inaudito.

—El cartel ese en la plaza, los avisos en el diario. Quinientos pesos. Mi novio va a pelear con el campeón. Pero hoy o mañana, mañana es miércoles, ustedes tienen que depositar el dinero en el Banco o en El Liberal.

—Signorina -el príncipe hizo una sonrisa y balanceó un gesto desolado—. ¿Luchar con el campeón? Usted se queda sin novio. Y lamentaría tanto que una señorita tan hermosa…

Pero ella, pequeña y más decidida ahora, sorteó sin esfuerzo la galantería quincuagenaria de Orsini.

—Esta noche voy al Liberal para aceptar el desafío. Lo vi al campeón en misa. Está viejo. Necesitamos los quinientos pesos para casarnos. Mi novio tiene veinte años y yo veintidós. Él es dueño del almacén de Porfilio. Vaya y véalo.

—Pero, señorita —dijo el príncipe aumentando la sonrisa—. Su novio, hombre feliz, si me permite, tiene veinte años. ¿Qué hizo hasta ahora? Comprar y vender.

—También estuvo en el campo.

—Oh, el campo —susurró extasiado el príncipe—. Pero el campeón dedicó toda su vida a eso, a la lucha. ¿Que tiene algunos años más que su novio? Completamente de acuerdo, señorita.

—Treinta, por lo menos —dijo ella sin necesidad de sonreír, confiada en la frialdad de sus ojos—. Lo vi.

—Pero se trata de años que dedicó a aprender cómo se rompen, sin esfuerzo, costillas, brazos, o cómo se saca, suavemente, una clavícula de su lugar, cómo se descoloca una pierna. Y si usted tiene un novio sano de veinte años…

—Usted hizo un desafío. Quinientos pesos por tres minutos. Esta noche voy al Liberal, señor…

—Príncipe Orsini —dijo el príncipe. Ella cabeceó, sin perder tiempo en la burla; era pequeña, hermosa y compacta, se había endurecido hasta el hierro—. Me alegro por Santa María —sonrió el príncipe, con otra reverencia—. Será un gran espectáculo deportivo. ¿Pero usted, señorita, irá al diario en nombre de su novio?

—Sí, me dio un papel. Vaya a verlo. Almacén Porfilio. Le dicen el Turco. Pero es sirio. Tiene el documento.

El príncipe comprendió que era inoportuno volver a besarle la mano.

—Bueno —bromeó—, soltera y viuda. Desde el sábado. Un destino muy triste, señorita.

Ella le dio la mano y caminó hacia la puerta del hotel. Era dura como una lanza, no tenía más que la gracia indispensable para que el príncipe continuara mirándola de espaldas. De pronto la mujer se detuvo y regresó.

—Soltera no, porque con esos quinientos pesos nos casamos. Tampoco viuda, porque ese campeón está muy viejo. Es más grande que Mario, pero no puede con él. Yo lo vi.

—De acuerdo. Usted lo vio salir de misa. Pero le aseguro que cuando la cosa empieza en serio, es una bestia; y le juro que conoce el oficio. Campeón del mundo y de todos los pesos, señorita.

—Bueno —dijo ella con un repentino cansancio—. Ya le dije, almacén de Porfilio Hnos. Esta noche voy al Liberal; pero mañana me encuentra, como siempre, en el almacén.

—Señorita… —volvió a besarle la mano.

Era evidente que la mujer buscaba un acuerdo. De modo que Orsini fue al restaurante y pidió un guiso con carne y pastas; luego, haciendo cuentas, chupando de su boquilla con anillo de oro, vigiló el sueño, los gruñidos y los movimientos de Jacob van Oppen.

A punto de dormirse sobre el silencio de la plaza, se adjudicó veinticuatro horas de vacaciones. No era conveniente apresurar la visita al turco. Pensó además, mientras apagaba la luz e interpretaba los ronquidos del gigante: “Ya ha sufrido bastante, Señor, hemos sufrido; y no veo motivo para apresurarme”.

Al día siguiente Orsini asistió al despertar del campeón, trajo las aspirinas y el agua caliente, oyó satisfecho las malas palabras de van Oppen bajo la ducha, escuchó con júbilo la transformación de los ruidos groseros en una versión casi submarina de “Yo tenía un camarada”. Como todos los hombres, había decidido mentir, mentirse a sí mismo y confiar. Organizó la mañana de van Oppen, la caminata a paso lento a través de la ciudad, con el enorme torso cubierto por la tricota de lana con la gran letra azul en el pecho, la C que significaba, para todo idioma y alfabeto concebible: Campeón Mundial de Lucha de Todos los Pesos. Lo acompañó, a buen paso, hasta la calle que bajaba en pendiente hacia la rambla. Allí, para los pocos curiosos de las ocho de la mañana, reiteró una de las escenas de la vieja farsa. Se detuvo para quitarse el sombrero y enjugarse la frente, sonrió con la admirada sonrisa del buen perdedor y manoteó la espalda de Jacob van Oppen.

—Qué hombre éste —murmuró para nadie; y su cabeza torcida, sus brazos vencidos, su boca ansiosa de aire repitieron para toda Santa María: qué hombre éste.

Van Oppen continuó con la misma discreta velocidad, los hombros hacia el futuro, la mandíbula colgante, en dirección a la rambla; tomó después hacia la fábrica de conservas, costeando el asombro de pescadores, vagos, empleados del ferry; era demasiado grande para que alguien se atreviera a burlarse.

Tal vez las burlas, nunca dichas en voz alta, rodearon todo el día al príncipe Orsini, a sus ropas, a sus modales, a su buena educación inadecuada. Pero él había apostado a ser feliz y solo le era posible enterarse de las cosas agradables y buenas. En El Liberal, en el Berna y en el Plaza tuvo lo que él llamaría en el recuerdo conferencias de prensa; bebió y charló con curiosos y desocupados, contó anécdotas y atroces mentiras, exhibió una vez más los recortes de diarios, amarillentos y quebradizos. Algún día, esto era indudable, las cosas habían sido así: van Oppen campeón del mundo, joven, con una tuerca irresistible, con viajes que no eran exilios, asediado por ofertas que podían ser rechazadas. Aunque pasadas de moda, desteñidas, ahí estaban las fotografías y las palabras de los diarios, tenaces en su aproximación a la ceniza, irrefutables. Nunca borracho, después de la cuarta o quinta copa, Orsini creía que los testimonios del pasado garantizaban el porvenir. No necesitaba ningún cambio personal para habitar cómodamente el imposible paraíso. Había nacido con cincuenta años de edad, cínico, bondadoso, amigo de la vida, partidario de que sucedieran cosas. El milagro solo exigía la transformación de van Oppen, su regreso a los años anteriores a la guerra, al vientre hundido, a la piel brillante, a la esclerótica limpia en la mañana.

Sí, la futura turca —una mujercita, con todo respeto, simpática y porfiada— había estado en El Liberal para formalizar el desafío. El jefe de Deportivas ya tenía fotos de Mario haciendo gimnasia; pero las fotografías costaron un discurso sobre la libertad de prensa, la democracia y la libre información. También sobre el patriotismo, contaba Deportivas: —Y el turco nos hubiera roto la cabeza, a mí y al fotógrafo, a pesar de todo, si no interviene la novia y lo calma con dos palabras. Estuvieron cuchicheando en la trastienda y después salió el turco, no tan grande, creo, como van Oppen, pero mucho más bruto, más peligroso. Bueno, usted entiende de esto mejor que yo.

—Entiendo —sonrió el príncipe—. Pobre muchacho. No es el primero —paseó su tristeza encima de las papas fritas y las aceitunas del Berna.

—El hombre estaba furioso pero se aguantó y se puso los pantalones cortos de ir a pescar y se dedicó a hacer gimnasia al sol; toda la que Humberto, el fotógrafo, quiso o estuvo inventando, solo por venganza y para desquitarse del susto que había pasado. Y todo el tiempo ella sentada en un barril, como si fuera la madre o la maestra, fumando, sin decir una palabra pero mirándolo. Y cuando uno piensa que ella no mide ni un metro cincuenta, ni pesa cuarenta kilos…

—Conozco a la señorita —asintió Orsini con nostalgia—. Y he visto tantos ejemplos… Ah, la personalidad es una cosa misteriosa; no sale de los músculos.

—No era para publicar, claro —dijo Deportivas—, ¿pero van a hacer el depósito?

—¿El depósito? —el príncipe, piadoso, abrió las manos—. Esta tarde, mañana de mañana. Depende del Banco. ¿Le parece bien, mañana de mañana, en El Liberal? Será una buena propaganda, y gratis. Resistirle tres minutos a Jacob van Oppen… Como yo digo siempre —mostró las muelas doradas y llamó al mozo—: El deporte de un lado, el negocio del otro. Qué puede hacer uno, qué podemos hacer nosotros, si al final de esta gira de entrenamiento aparece de golpe, un suicida. Y si además lo ayudan…

4

La viuda había sido siempre difícil y hermosa, insustituible, y el príncipe Orsini no tenía los quinientos pesos. Conocía a la mujer, presentía un adjetivo exacto para definirla y llevarla al pasado; ahora comenzaba a pensar en el hombre que la mujer representaba y escondía, en el turco que había aceptado el desafío. Así que dio vacaciones a la displicencia y a la dicha y al caer la noche, luego de mentirle al campeón, vigilarle el ánimo y el pulso, empezó a caminar hacia el almacén de Porfilio Hnos., con el álbum amarillo bajo el brazo.

Primero el ombú carcomido, luego el farol que colgaba del árbol y su círculo de luz intimidada. En seguida los perros ladradores y los gritos de contención: juega, quieto, cucha. Orsini cruzó la luz primera, pudo ver la luna redonda y aguada, llegó hasta el letrero del almacén y entró con respeto. Un hombre de bombachas y alpargatas terminaba su ginebra junto al mostrador y se despedía. Quedaron solos, él, príncipe Orsini, el turco y la mujer.

—Buenas noches, señorita —volvió a reír Orsini con una reverencia. La mujer estaba sentada en un sillón de paja, tejiendo, apartó los ojos de las agujas para mirarlo, mover la cabeza y, tal vez, sonreírle. “Balitas —pensó Orsini indignado—; está preñada, está haciendo el ajuar del hijo, por eso quiere casarse, por eso me quiere robar los quinientos pesos.”

Avanzó recto hacia el hombre que había dejado de llenar bolsas de papel con yerba y lo esperaba estólido del otro lado del mostrador.

—Éste es el que te dije —pronunció la mujer—. El empresario.

—Empresario y amigo —corrigió Orsini—. Después de tantos años…

Estrechó la mano abierta y rígida del hombre, adelantó el brazo izquierdo para golpearle la espalda.

—A la orden —dijo el almacenero y levantó los gruesos bigotes negros para mostrar los dientes.

—Tanto gusto, tanto gusto —pero ya había respirado el olor agrio y mortecino de la derrota, ya había calculado la juventud sin desgaste del turco, la manera perfecta en que tenía distribuidos en el cuerpo los cien kilos de peso. “No hay ni un gramo de grasa de más, ni un gramo de inteligencia o sensibilidad; no hay esperanzas. Tres minutos; pobre Jacob van Oppen.”

—Venía por esos quinientos pesos —empezó Orsini, tanteando la densidad del aire, la pobreza de la luz, la hostilidad de la pareja. “No es contra mí; es contra la vida”—. Venía a tranquilizarlos; mañana, en cuanto reciba un giro de la capital, el dinero quedará depositado en El Liberal. Pero también quería hablar de otras cosas.

—¿No hablamos ya todo? —preguntó la muchacha. Era demasiado pequeña para el sillón movedizo de paja; las agujas resplandecientes con que tejía, demasiado largas. Podía ser buena o mala; ahora había elegido ser implacable, superar alguna oscura y larga postergación, tomarse una revancha. A la luz de la lámpara, el dibujo de la nariz era perfecto y los ojos claros brillaban como vidrio.

—Todo, es cierto, señorita. No pienso decir nada que ya no haya dicho. Pero consideré mi deber decirlo de manera directa. Decirle la verdad al señor Mario —sonreía repitiendo los saludos con la cabeza; la truculencia vibraba apenas, honda y con sordina—. Por eso le pido, patrón, que sirva una vuelta para los tres. Yo invito, claro; pidan lo que gusten.

—Él no toma —dijo la mujer, sin apresurarse, sin levantar los ojos del tejido, anidada en su clima de hielo y de ironía.

La bestia peluda de atrás del mostrador terminó de cerrar un paquete de yerba y se volvió lentamente para mirar a la mujer. “El pecho de un gorila, dos centímetros de frente, nunca tuvo expresión en los ojos”, anotó Orsini. “Nunca pensó de verdad, ni pudo sufrir, ni se imaginó que el mañana puede ser una sorpresa o puede no venir.”

—Adriana —barboteó el turco y se mantuvo inmóvil hasta que la mujer alzó los ojos—. Adriana, yo, vermut, sí tomo.

Ella le sonrió rápidamente y encogió los hombros. El turco redondeaba la boca para tomar el vermut a sorbitos. Apoyado en el mostrador, con el caluroso sombrero verde echado hacia la nuca, rozando el envoltorio del álbum, buscando inspiración y simpatía, el príncipe habló de cosechas, de lluvias y de sequías, de métodos de explotación y de líneas de transporte, de la belleza envejecida de Europa y de la juventud de América. Improvisaba, repartiendo presagios y esperanzas, mientras el turco asentía silencioso.

—El Apolo estuvo lleno esta tarde —atacó el príncipe de golpe—; desde que se supo que usted acepta el desafío, todos quieren ver el entrenamiento del campeón. Para que no lo molestaran demasiado, aumenté el precio de las entradas; pero la gente sigue pagando. Ahora —empezó a separar los papeles que envolvían el álbum— me gustaría que mirara un poco esto —acarició la tapa de cuero y la levantó—. Casi todo está en idioma; pero las fotos ayudan. Vea, se entiende. Campeón del mundo, cinturón de oro.

—Era, campeón del mundo —aclaró la mujer desde el crujido del sillón de paja.

—Oh, señorita —dijo Orsini sin volverse, exclusivamente para el turco, mientras movía las páginas de recortes cariados—. Volverá a serlo antes de seis meses. Un fallo equivocado, ya intervino la Federación Internacional de Lucha… Vea los títulos, ocho columnas, primeras páginas, vea las fotografías. Esto es un campeón, mire; no hay quien pueda con él en todo el mundo. No hay nadie que pueda aguantarle tres minutos sin la puesta de espaldas. Vamos: un solo minuto y ya sería un milagro. No podría el campeón de Europa, no podría el campeón de los Estados. Le estoy hablando en serio, de hombre a hombre; he venido a verlo porque en cuanto hablé con la señorita comprendí el problema, la situación.

—Adriana —corrigió el turco.

—Eso —dijo el príncipe—. Comprendí todo. Pero las cosas siempre tienen solución. Si usted sube el sábado al ring del Apolo… Jacob van Oppen es mi amigo y esta amistad solo tiene un límite; esta amistad desaparece en cuanto suena la campana y él se pone a luchar. Entonces no es mi amigo, no es un hombre; es el campeón del mundo, tiene que ganar y sabe cómo hacerlo.

Decenas de viajantes habían detenido el Ford frente al almacén de Porfilio Hnos. para sonreír a los propietarios difuntos o a Mario, tomar un trago, exhibir muestras, catálogos y listas, vender azúcar, arroz, vinos y maíz. Pero el príncipe Orsini se afanaba, entre sonrisas, golpes amistosos y excepciones compasivas, por venderle al turco una mercadería extraña y difícil: el miedo. Alertado por la presencia de la mujer, avisado por los recuerdos y el instinto, se limitó a vender la prudencia, a intentar el trato.

Al turco le quedaba aún medio vaso de vermut; lo alzó para mojarse la boca pequeña y rosada, sin beber.

—Son quinientos pesos —dijo Adriana desde el sillón—. Es hora de cerrar.

—Usted dijo… —empezó el turco; la voz y el pensamiento intentaban comprender, acercarse a la ecuanimidad, separarse de tres generaciones de estupidez y codicia—. Adriana, primero tengo que bajar la yerba. Usted dijo si yo subo el sábado al escenario del Apolo.

—Dije. Si usted sube, el campeón le romperá algunas costillas, algún hueso; lo pondrá de espaldas en medio minuto. No hay quinientos pesos, entonces; aunque tal vez usted tenga que gastarse mucho más con los médicos. ¿Y quién le atiende el negocio mientras esté en el hospital? Todo esto sin hablar del desprestigio, del ridículo. —Orsini consideró que el momento era oportuno para la pausa y la meditación; pidió ginebra, espió la cara impasible del turco, sus movimientos preocupados; escuchó una risita de la mujer que había dejado el tejido sobre los muslos.

Orsini bebió un trago de ginebra y se puso a envolver lentamente el álbum desvencijado. El turco olía el vermut y trataba de pensar.

—Y no quiero decir con esto —murmuró el príncipe en voz baja y distraída, que sonaba como la de un epílogo mutuamente aceptado—, no quiero decir que usted no sea más fuerte que Jacob van Oppen. Entiendo mucho de eso, he dedicado mi vida y mi dinero a descubrir hombres fuertes. Además, como me ha dicho inteligentemente la señorita Adriana, usted es mucho más joven que el campeón. Más vigor, más juventud; estoy dispuesto a escribirlo y firmarlo. Si el campeón —es un ejemplo— comprara este negocio, a los seis meses saldría a pedir limosna. Usted, en cambio, se hará rico antes de dos años. Porque usted, mi amigo Mario, entiende del negocio y el campeón no —el álbum ya estaba envuelto; lo puso en el mostrador y se apoyó sobre él para continuar con la ginebra y la charla—. De la misma manera, el campeón entiende de cómo romper huesos, de cómo doblarle las rodillas y la cintura para ponerlo de espaldas sobre el tapiz. Así se dice, o se decía. La alfombra. Cada cual en su oficio.

La mujer se había levantado y apagó una luz en un rincón; ahora estaba de pie, con el tejido entre su vientre y el mostrador, pequeña y dura, sin mirar a ninguno de los hombres.

El turco le examinó la cara y después gruñó:

—Usted dijo que si yo subía el sábado al escenario del Apolo…

—¿Dije? —preguntó Orsini con sorpresa—. Creo haberles dado un consejo. Pero en todo caso, si usted retira el desafío, puede haber un acuerdo, alguna compensación. Conversaríamos.

—¿Cuánto? —preguntó el turco.

La mujer alzó una mano y fue clavando las uñas en el brazo peludo de la bestia; cuando el hombre volvió la cabeza para mirarla, dijo: —No hay más ni menos que quinientos pesos, ¿sí? No los vamos a perder. Si no vas el sábado, toda Santa María va a saber que tuviste miedo. Yo lo voy a decir, casa por casa, persona por persona.

No hablaba con pasión; seguía clavando las uñas en el brazo pero le conversaba al turco con paciencia y broma, como una madre conversa con su hijo, lo reprende y lo amenaza.

—Un momento —dijo Orsini; alzó una mano y con la otra se puso en la boca la copa de ginebra hasta vaciarla—. También en eso había pensado. En los comentarios del pueblo, de la ciudad, si usted no aparece el sábado por el Apolo. Pero todo se puede arreglar —sonrió a las caras hostiles de la mujer y el hombre, aumentó la cautela de su voz—. Por ejemplo… Supongamos en cambio que usted va, sube al ring. No trata de enfurecerlo al campeón, porque eso sería fatal para lo que planeamos. Usted sube al ring, reconoce al primer abrazo que el campeón sabe, y se deja poner de espaldas, limpiamente, sin un rasguño.

La mujer clavaba otra vez las uñas en el gigantesco brazo peludo; con un ladrido, el turco la apartó.

—Comprendo —dijo después—. Voy y pierdo. ¿Cuánto?

Repentinamente, Orsini aceptó lo que había estado sospechando desde el principio de la entrevista: que cualquiera fuese el acuerdo que lograra con el turco, la mujercita flaca y empecinada lo borraría en el resto de la noche. Comprendió, sin dudas, que Jacob van Oppen estaba condenado a luchar el sábado con el turco.

—Cuánto… —murmuró mientras se acomodaba el álbum bajo el brazo—. Podemos hablar de cien, de ciento cincuenta pesos. Usted sube al ring…

La mujer se apartó un paso del mostrador y clavó las agujas en la pelota de lana. Miraba hacia el piso de tierra y cemento y la voz le sonó tranquila y con sueño: —Necesitamos quinientos pesos y él se los va a ganar el sábado sin trampas, sin arreglos. No hay hombre más fuerte, nadie puede doblarlo. Menos que nadie ese viejo acabado, por más campeón que haya sido. ¿Vamos a cerrar?

—Tengo que bajar la yerba —volvió a decir el turco.

—Bueno, entonces es así —dijo Orsini—. Cóbrese y déme la última copa —puso un billete de diez pesos encima del mostrador y encendió un cigarrillo—. Vamos a celebrarlo; también ustedes están invitados.

Pero la mujer volvió a encender la luz del rincón y se instaló en el sillón de paja para seguir tejiendo y fumar un cigarrillo; y el turco solo sirvió un vaso de ginebra. Empezó, bostezando, a llevar las bolsas de yerba, apiladas contra una pared, hacia la trampa del sótano.

Sin saber por qué, Orsini tiró una de sus tarjetas encima del mostrador. Estuvo diez minutos más en el almacén, fumando y bebiendo el gusto a pan de la ginebra, mirando con asombrado terror, con los ojos nublados, sudando, el trabajo metódico del turco con las bolsas, viendo que las movía con tanta facilidad, con tan visible esfuerzo como él, príncipe Orsini, movería un cartón de cigarrillos o una botella.

“Pobre Jacob van Oppen —meditó Orsini—. Hacerse viejo es un buen oficio para mí. Pero él nació para tener siempre veinte años; y ahora, en cambio, los tiene este gigante hijo de perra que gira alrededor del meñique de ese feto encinta. Los tiene este animal, nadie puede quitárselos para restituirlos, y los seguirá teniendo el sábado de noche en el Apolo.”

5

Desde la redacción de El Liberal, casi codo a codo con Deportivas, el príncipe llamó por teléfono a la capital, reclamando el envío urgente de mil pesos. Usó el teléfono directo para evitar la curiosidad de la telefonista; mintió a gritos frente a la redacción, poblada ahora por jóvenes flacos y bigotudos, alguna señorita que fumaba con boquilla. Eran las siete de la tarde; llegó casi a la grosería cuando se hizo evidente el titubeo del hombre que lo escuchaba en el teléfono remoto, en una habitación que no podía ser imaginada, muequeando su desconcierto en cualquier cubículo de la gran ciudad, en un anochecer de octubre.

Cortó la comunicación con una sonrisa de tolerancia y fastidio.

—Por fin —dijo, soplando el pañuelo de hilo—. Mañana de mañana tenemos el dinero. Contratiempos. Mañana a mediodía hago el depósito en la administración. En la administración me parece más serio, ¿no?… Aquí está el mozo. El que quiera pedir algo para refrescarse…

Le dieron las gracias, alguna de las máquinas de escribir interrumpió su ruido; pero nadie aceptó la invitación. Deportivas inclinaba sobre su mesa los gruesos anteojos mientras marcaba fotografías.

Apoyado en una mesa, fumando un cigarrillo, Orsini miró a los hombres doblados hacia las máquinas y la tarea. Supo que para ellos él ya no existía, que no estaba en la redacción. “Y tampoco mañana”, pensó con débil tristeza, sonriente y resignado. Porque todo había sido postergado hasta la noche del viernes y la noche del viernes empezaba a crecer, en el fin de un crepúsculo rojizo y dulce, fuera de los ventanales de El Liberal, en el río, encima de la primera sombra que rodeaba las sirenas graves de las barcazas.

Atravesó la indiferencia y la desconfianza, obligó a Deportivas a estrecharle la mano.

—Espero que mañana será una gran noche para Santa María; espero que gane el mejor.

Esa frase no sería reproducida por el diario, no serviría de soporte a su cara sonriente y bondadosa. Desde el vestíbulo del Apolo —Jacob van Oppen, Campeón del Mundo, se entrena aquí de 18 a 20, tres pesos la entrada— oyó los murmullos del público y el golpeteo de los pies del campeón sobre el ring improvisado. Van Oppen no podía luchar, romper huesos o arriesgar que se los rompieran. Pero podía saltar a la cuerda, infinitamente, sin cansancio.

Sentado en la estrecha oficina de la boletería, Orsini revisó el borderó y sacó cuentas. Sin considerar la noche triunfal del sábado, plateas a cinco pesos, la visita a Santa María dejaba alguna ganancia. Orsini convidó con café y puso su firma al pie de las planillas luego de contar el dinero.

Quedó solo en la oficina oscura y mal oliente. Llegaba el ruido a compás de los pies de van Oppen en la madera.

—Ciento diez animales abriendo la boca porque el campeón salta a la cuerda, como saltan, y mejor, todas las niñas en los patios de las escuelas.

Recordó a van Oppen joven, o por lo menos aún no envejecido; pensó en Europa y en los Estados, en el verdadero mundo perdido; trató de convencerse de que van Oppen era tan responsable del paso de los años, de la decadencia y la repugnante vejez, como de un vicio que hubiera adquirido y aceptado. Trató de odiar a van Oppen para protegerse.

“Tendría que haberle hablado antes, en alguna de esas caminatas por la rambla que hace con pasitos de mujer gorda; ayer o esta mañana; hablarle al aire libre, el río, árboles, el cielo, todo eso que los alemanes llaman naturaleza. Pero llegó el viernes: la noche del viernes.”

Palpó suavemente los billetes en el bolsillo y se puso de pie. Afuera, puntual y tibia, lo estaba esperando la noche del viernes. Los ciento diez imbéciles gritaban dentro del cine-teatro; el campeón habría empezado el número final, la sesión de gimnasia en que todos los músculos crecían y desbordaban.

Orsini caminó lentamente hacia el hotel, las manos en la espalda, buscando detalles de la ciudad para recordar y despedirse, para mezclarlos con los de otras ciudades lejanas, para unir todo y continuar viviendo.

El mostrador del bar del hotel se alargaba hasta tocar el del conserje. Mientras bebía un trago con mucha soda, el príncipe organizó su batalla. Ocupar una colina puede ser más importante que perder un parque de municiones. Puso unos billetes sobre el mostrador y pidió la cuenta de los días vividos en el hotel.

—Es por mañana, excúseme, para evitarme apuros. Mañana, en cuanto termine la lucha, tenemos que salir en automóvil, a medianoche o en la madrugada. Hoy hablé por teléfono desde El Liberal y supe que hay nuevos contratos. Todo el mundo quiere ver al campeón, se explica, antes del torneo en Amberes.

Pagó con una propina exagerada y subió al cuarto con una botella de ginebra bajo el brazo para hacer las valijas. Había una negra y vieja, de Jacob, que no podía tocarse; estaba, además, el montón de objetos impresionantes —batas, tricotas, tensores, sogas, zapatos con forro de piel— en el escenario del Apolo. Pero todo esto podía ser recogido después con cualquier pretexto. Terminó con sus valijas y con las que Jacob no había declarado sagradas; estaba bajo la ducha, resoplando de alivio, barrigón y resuelto, cuando oyó el golpe de la puerta del cuarto. Más allá del rumor del agua escuchó los pasos y el silencio. “Es la noche del viernes; y ni siquiera sé si es mejor emborracharlo antes o después de hablarle. O antes y después.”

Jacob estaba sentado en la cama, con las piernas cruzadas, mirando con alegría infantil la marca en la suela de sus zapatos, la palabra Champion; alguien, acaso el mismo Orsini, había dicho alguna vez en broma que esos zapatos se fabricaban exclusivamente para uso de van Oppen, para recordarlo y rendirle homenaje en millares de pies ajenos.

Envuelto en el ropón de baño, chorreando agua, Orsini entró en la habitación, jovial y dicharachero. El campeón había manoteado la botella de ginebra y después de tomar un trago continuó mirándose el zapato sin escuchar a Orsini.

—¿Por qué hiciste las valijas? La pelea es mañana.

—Para ganar tiempo —dijo Orsini—. Empecé a hacerlas por eso. Pero después…

—¿Es a las nueve? Pero siempre empieza más tarde. Y después de los tres minutos tengo que hacer clavas y levantar las pesas. Y también festejar.

—Bueno —dijo Orsini, mirando la botella inclinada contra la boca del campeón, contando los tragos, calculando—. Claro que vamos a festejar.

El campeón dejó la botella y estuvo sobándose la suela de goma blanca del zapato. Sonreía, misterioso e incrédulo, como si estuviera escuchando una música lejana y no oída desde la infancia. De pronto se puso serio, tomó con ambas manos el pie con la marca que lo aludía y lo bajó lentamente hasta colocar la suela contra la estrecha alfombra junto a la cama. Orsini vio la mueca corta y seca que había quedado en el lugar de la desvanecida sonrisa; se fue aproximando indeciso a la cama del campeón y alzó la botella. Mientras fingía beber pudo comprobar, por el ruido y el peso, que quedaban dos tercios del litro de ginebra.

Inmóvil, derrumbado, con los codos apoyados en las piernas, el campeón rezaba: — Verdammt, verdammt, verdammt.

Sin hacer ruido, Orsini arrastró los pies por el suelo; de espaldas al campeón, con un bostezo, extrajo el revólver de su saco colgado en la silla y lo guardó en un bolsillo de la bata de baño. Luego se sentó en su cama y esperó. Nunca había tenido necesidad del revólver, ni siquiera de mostrarlo, frente a Jacob. Pero los años le enseñaron a prever las acciones y las reacciones del campeón, a estimar su violencia, su grado de locura y también el punto exacto de la brújula que señala el principio de la locura.

—Verdammt —siguió rezando Jacob. Se llenó los pulmones de aire y se puso de pie. Juntó las manos en la nuca y balanceó el tórax, pesadamente, bajando por la izquierda y la derecha hacia la cintura.

—Verdammt —gritó, como si mirara a alguien desairándolo; luego rehizo la sonrisa desconfiada y empezó a desnudarse. Orsini encendió un cigarrillo y puso una mano en el bolsillo de la bata, los nudillos quietos contra la frescura del revólver. El campeón se quitaba la tricota, la camiseta, los pantalones, los zapatos con su marca; todo golpeaba contra el ángulo del placard y la pared y formaba un montón en el piso.

Apoyado en la cama y en las almohadas, Orsini buscaba otras cóleras, otros prólogos, y quería compararlos con lo que estaba viendo. “Nadie le dijo que nos vamos. ¿Quién puede haberle dicho que nos vamos esta noche?.”

Jacob solo tenía puesto el slip de combate. Levantó la botella y bebió la mitad del resto. Después, manteniendo su sonrisa de misterio, de alusiones y recuerdo, se puso a hacer gimnasia estirando y doblando los brazos mientras doblaba las rodillas para agacharse.

“Toda esta carne —pensaba Orsini, con el dedo en el gatillo del revólver—; los mismos músculos, o más, de los veinte años; un poco de grasa en el vientre, en el lomo, en la cintura. Blanco, enemigo temeroso del sol, gringo y mujer. Pero esos brazos y esas piernas tienen la misma fuerza de antes, o más. Los años no pasaron por allí; pero siempre pasan, siempre buscan y encuentran un sitio para entrar y quedarse. A todos nos prometieron, de golpe o tartamudeando, la vejez y la muerte. Este pobre diablo no creyó en promesas; por lo tanto el resultado es injusto.”

Iluminado por la última luz del viernes en la ventana y por la luz que Orsini había dejado encendida en el baño, el gigante brillaba de sudor. Terminó la sesión de gimnasia tirándose de espaldas al suelo y rebotando en las manos. Luego hizo un breve y lento saludo con la cabeza hacia el montón de ropas junto al placard. Jadeante, volvió a beber de la botella, la levantó en el aire ceniciento, y sin dejar de mirarla fue acercándose a la cama que ocupaba Orsini. Quedó de pie, enorme y sudoroso, respirando con esfuerzo y ruido, con una expresión boquiabierta de principio a final de furia. Seguía mirando la botella, buscaba explicaciones en la etiqueta, en la forma redonda y secreta.

—Campeón —dijo Orsini retrocediendo hasta tocar la pared, levantando una pierna para empuñar el revólver más cómodamente—. Campeón. Tenemos que pedir otra botella. Tenemos que festejar desde ahora.

—¿Festejar? Yo gano siempre.

—Sí, el campeón gana siempre. Y también va a ganar en Europa.

Orsini se incorporó en la cama y fue ayudándose con las piernas hasta quedar sentado, la mano siempre hundida en el bolsillo de la bata.

Frente a él se abrían los enormes muslos de Jacob, los músculos contraídos. “No hubo piernas mejores que éstas”, pensó Orsini con miedo y tristeza. “Le basta bajar la botella para aplastarme; para romper una cabeza con el fondo de una botella se necesita mucho menos de un minuto.” Se levantó despacio y fue rengueando, exhibiendo una sonrisa paternal y feliz hasta el otro rincón de la pieza. Se apoyó en el borde de la mesita y estuvo un momento con los ojos entornados, bisbiseando una fórmula católica y mágica.

Jacob no se había movido; continuaba de pie junto a la cama, dándole ahora la espalda, la botella siempre en el aire. La habitación estaba casi en penumbra, la luz del cuarto de baño era débil y amarilla.

Maniobrando con la mano izquierda Orsini encendió un cigarrillo. “Nunca hice esta prueba.”

—Podemos festejar ahora mismo, campeón. Festejamos hasta la madrugada y a las cuatro tomamos el ómnibus. Adiós Santa María. Y muchas gracias, no nos fue mal del todo.

Blanco, agrandado por la sombra, Jacob bajó lentamente el brazo con la botella e hizo sonar el vidrio contra una rodilla.

—Nos vamos, campeón —agregó Orsini. “Ahora está pensando. Tal vez comprenda antes de tres minutos.”

Jacob giró el cuerpo como en una pileta de agua salada y lo dobló para sentarse en la cama. El pelo escaso pero aún sin canas señalaba en la noche la inclinación de la cabeza.

—Tenemos contratos, verdaderos contratos —continuó Orsini— si viajamos hacia el sur. Pero tiene que ser en seguida, tienen que ser en el ómnibus de las cuatro. Esta tarde hablé por teléfono desde el diario con un empresario de la capital, campeón.

—Hoy. Ahora es viernes —dijo Jacob lentamente, sin borrachera en la voz—. Entonces, la lucha es mañana de noche. No nos podemos ir a las cuatro.

—No hay lucha, campeón. No hay problemas. Nos vamos a las cuatro; pero primero festejamos. Ahora mismo pido otra botella.

—No —dijo Jacob.

Orsini volvió a inmovilizarse contra la mesa. De la lástima al campeón, tan exacerbada y sufrida durante los últimos meses, pasó a compadecer al príncipe Orsini, condenado a cuidar, mentir y aburrirse como una niñera con la criatura que le tocó en suerte para ganarse la vida. Después su lástima se hizo despersonalizada, casi universal. “Aquí, en un pueblito de Sudamérica que solo tiene nombre porque alguien quiso cumplir con la costumbre de bautizar cualquier montón de casas. Él, más perdido y agotado que yo; yo, más viejo y más alegre y más inteligente, vigilándolo con un revólver que no sé si funciona o no, dispuesto a mostrar el revólver si se hace necesario, pero seguro de que nunca apretaré el gatillo. Lástima por la existencia de los hombres, lástima por quien combina las cosas de esta manera torpe y absurda. Lástima por la gente que he tenido que engañar solo para seguir viviendo. Lástima por el turco del almacén y por su novia, por todos los que no tienen de verdad el privilegio de elegir.”

Llegaba desde lejos, interrumpido, el piano del conservatorio; a pesar de la hora, se sentía aumentar el calor en la pieza, en las calles arboladas.

—No entiendo —dijo Jacob—. Hoy es viernes. Si el loco ese ya no quiere el desafío, igual tengo que hacer la exhibición, a cinco pesos la entrada.

—El loco ese… —empezó Orsini; de la lástima pasaba a la rabia y al odio—. No; somos nosotros. No tenemos interés en el desafío. Nos vamos a las cuatro.

—¿El hombre quiere luchar? ¿No se arrepintió?

—El hombre quiere luchar y no le dan permiso para arrepentirse. Pero nosotros nos vamos.

—¿Sin luchar, antes de mañana?

—Campeón… —dijo Orsini. La cabeza de Jacob se movía colgada y negadora.

—Yo me quedo. Mañana a las nueve lo estaré esperando en el ring. ¿Voy a estar solo?

—Campeón —repitió Orsini mientras se acercaba a la cama; rozó cariñoso un hombro de Jacob y levantó la botella para tomar un pequeño trago—. Nos vamos.

—Yo no —dijo el gigante, y empezó a levantarse, a crecer—. Voy a estar solo en el ring. Déjeme la mitad del dinero y váyase. Dígame por qué quiere escapar, por qué quiere que también yo me escape.

Olvidado del revólver, sin dejar de apretarlo, el príncipe hablaba contra el arco de las costillas del campeón.

—Porque hay contratos que nos esperan. Porque lo de mañana no es una lucha, es un desafío estúpido.

Sin mostrar apuro, Orsini se alejó hacia la ventana, hacia la cama de Jacob van Oppen. No se atrevía a encender la luz, no tenía ánimos para conquistar con sonrisas y muecas.

Prefirió la sombra y la persuasión de los tonos de voz. “Acaso sea mejor terminar con todo esto ahora mismo. Siempre tuve suerte, siempre apareció algo nuevo y muchas veces mejor que lo recién perdido. No mirar hacia atrás, dejarlo como a un elefante sin dueño.”

—Pero el desafío lo hicimos nosotros —decía la voz de Jacob, sorprendida, casi riendo—. Siempre lo hacemos nosotros. Tres minutos. En los diarios, en las plazas. Dinero al que aguante tres minutos. Y yo gané siempre, Jacob van Oppen gana siempre.

—Siempre —dijo Orsini; de pronto se sintió débil y hastiado; puso el revólver sobre la cama y juntó las manos entre las rodillas desnudas—. Siempre gana el campeón. Pero también, todas las veces, yo vi antes al hombre que había aceptado el desafío. Tres minutos sin ser puesto de espaldas sobre el tapiz —recitó—. Y nunca nadie duró medio minuto y yo lo sabía mucho antes de que sonara la campana. “No puedo decirle que alguna vez tuve éxito amenazando y también pagué para que la cosa no durara más de treinta segundos; pero acaso no tenga más remedio que decírselo”. Y ahora, también, cumplí con mi deber. Fui a ver al hombre que había aceptado el desafío, lo pesé y lo medí. Con los ojos. Por eso hice las valijas, por eso aconsejo tomar el ómnibus de las cuatro.

Van Oppen se había estirado en el piso, la cabeza apoyada en la pared, entre la mesa de noche y la luz del cuarto de baño.

—No entiendo. Y éste sí, este almacenero de un pueblo cualquiera, que nunca vio una lucha, ¿éste le va a ganar a Jacob van Oppen?

—Nadie puede ganarle una lucha al campeón —pronunció Orsini con paciencia—. Pero no se trata de una lucha.

—Es un desafío —exclamó Jacob.

—Eso mismo. Un desafío. Quinientos pesos si aguanta de pie tres minutos. Yo lo vi al hombre —Orsini hizo una pausa y encendió otro cigarrillo; estaba tranquilo y desinteresado; era como contar una historia a un niño para ayudarlo a dormir, era como cantar Lili Marlen.

—¿Y éste me aguanta tres minutos? —se burló van Oppen.

—Bueno. Es una bestia. Veinte años, ciento diez kilos; no hice más que calcular, pero nunca me equivoco.

Jacob dobló las piernas hasta quedar sentado en el suelo. Orsini lo oyó respirar.

—Veinte años —dijo el campeón—. Yo también tuve veinte años y era menos fuerte que ahora, sabía menos.

—Veinte años —repitió el príncipe, transformando un bostezo en suspiro.

—¿Y eso es todo? ¿No hay nada más? ¿A cuántos hombres de veinte años puse de espaldas en menos de veinte segundos? ¿Y por qué este imbécil va a durar tres minutos?

“Es así —pensaba Orsini con el cigarrillo en la boca—; tan sencillo y terrible como descubrir de golpe que una mujer no nos gusta y quedarse impotente y comprender que nada puede corregirse o ser aliviado por medio de explicaciones; tan sencillo y terrible como decirle a un enfermo la verdad. Todo es sencillo cuando le ocurre a los otros, cuando nos conservamos ajenos y podemos comprender y lamentar, repetir consuelos.”

El pianito del conservatorio había desaparecido en el calor de la noche retinta; se oían grillos, giraba, mucho más lejos, un disco de jazz.

—¿Me va a durar tres minutos? —insistió Jacob—. Yo también vi. Vi las fotografías en el diario. Un buen cuerpo para mover barriles.

—No —repuso Orsini, sincero y ecuánime—. Nadie puede resistirle tres minutos al campeón del mundo.

—No entiendo —dijo Jacob—. Entonces no entiendo. ¿Hay algo más?

—El hombre no puede aguantar tres minutos. Pero estoy seguro de que aguanta más de uno. Y hoy, cosa pasajera pero indiscutible, el campeón del mundo no tiene aliento para luchar más de un minuto.

—¿Yo? —Jacob se había puesto de rodillas, apoyándose en los puños—. ¿Yo?

—Sí —dijo Orsini; hablaba con suavidad e indiferencia, quitándole importancia al tema—. Cuando terminemos esta gira de entrenamiento, todo cambiará. También será necesario suprimir el alcohol. Pero hoy, mañana, sábado de noche en Santa María o como se llame este agujero del mundo, Jacob van Oppen no puede abrazar y resistir un abrazo por más de un minuto. El pecho de van Oppen no puede; los pulmones no pueden. Y esa bestia no se deja voltear en un minuto. Por eso tenemos que tomar el ómnibus de las cuatro de la mañana. Las valijas están hechas, pagué la cuenta del hotel. Todo arreglado.

Orsini oyó el gruñido y la tos a su izquierda, fue midiendo la extensión del silencio en el cuarto. Volvió a tomar el revólver y lo calentó entre las rodillas.

“Después de todo —pensó— es curioso haber dado tantos rodeos, tomar tantas precauciones. Él lo sabe mejor que yo y desde hace tiempo. Pero tal vez haya sido justamente por eso que elegí rodeos y busqué precauciones. Y aquí estoy, a mi edad, tan lamentable y ridículo como si le hubiera dicho a una mujer que se acabó el amor y estuviese esperando, con aprensiones y curiosidad, la reacción, las lágrimas, las amenazas.”

Jacob había replegado el cuerpo; pero la franja de luz del cuarto de baño revelaba, en la cabeza echada hacia atrás, el brillo del llanto. Orsini guardó el revólver y fue hasta el teléfono para pedir otra botella. Rozó al pasar el cabello cortado al rape del campeón y regresó a la cama. Alzando las piernas, podía sentir contra los muslos la rotunda pesadez de su barriga. Del hombre arrodillado le llegaba el rumor de un jadeo, como si van Oppen hubiera llegado al epílogo de una jornada de entrenamiento o de una lucha particularmente larga y difícil.

“No es el corazón —recordó Orsini—, no son los pulmones. Es todo; un metro noventa y cinco de hombre que empezó a envejecer.”

—No, no —dijo en voz alta—. Solo un descanso en el camino. Dentro de unos meses todo volverá a ser como antes. La calidad; eso es lo definitivo, eso es lo que nunca puede perderse. Aunque uno quiera, aunque se empeñe en perderla. Porque en toda vida de hombre hay períodos de suicidio. Pero esto se supera, esto se olvida. La música de baile se había ido fortaleciendo a medida que crecía la noche. La voz de Orsini vibraba satisfecha, demorándose, en la garganta y el paladar.

Llamaron a la puerta y el príncipe caminó silencioso para recibir la bandeja con la botella, los vasos y el hielo. La dejó en la mesita y prefirió montarse en una silla para continuar la velada y la lección de optimismo.

El campeón se había sentado en la sombra, en el suelo, apoyado en la pared; ya no se le escuchaba respirar; solo existía para Orsini por medio de su enorme, indudable presencia agazapada.

—La calidad, eso —reanudó el príncipe—. ¿Quién la tiene? Se nace con calidad o se muere sin calidad. Por algo todos se inventan un sobrenombre imbécil y cómico, unas palabritas, para que las pongan en los carteles. El Búfalo de Arkansas, el Triturador de Lieja, el Mihura de Granada. Pero Jacob van Oppen solo se llama, además, el Campeón del Mundo. Calidad.

El discurso de Orsini desfalleció en el silencio y en la fatiga. El príncipe llenó un vaso, puso la lengua dentro y se levantó para llevárselo al campeón.

—Orsini —dijo Jacob—. Mi amigo el príncipe Orsini.

Van Oppen se oprimía las rodillas con las grandes manos; como los dientes de una trampa, las rodillas sujetaban la cabeza inclinada. Orsini dejó el vaso en el suelo después de arrastrarlo por la nuca y la espalda del gigante.

—Un trago, campeón —murmuró dulce y paternal—. Siempre hace bien.

Se incorporaba con una mueca, tocándose el cansancio en la cintura, cuando sintió los dedos que le rodeaban un tobillo y lo clavaban al piso. Oyó la voz lenta, alegre, despreocupada y perezosa de Jacob: —Ahora el príncipe se toma todo el trago de un solo trago.

Orsini echó el cuerpo hacia atrás para asegurar el equilibrio. “Era lo poco que me faltaba; que esta bestia crea que lo quiero dormir o envenenar.” Se fue agachando despacio, recogió el vaso y lo bebió rápidamente, sintiendo que los dedos de Jacob se le aflojaban en el tobillo.

—¿Está bien, campeón? —preguntó. Ahora veía los ojos del otro, un pedazo de sonrisa levantada.

—Bien, príncipe. Un vaso lleno para mí.

Con las piernas separadas, buscando no tambalearse, Orsini fue hasta la mesita y llenó nuevamente el vaso. Se apoyó para prender un cigarrillo y pudo ver, en la pequeña luz del encendedor, que las manos le temblaban de odio. Regresó con el vaso, el cigarrillo en la boca, un dedo en el gatillo del revólver escondido en la bata de baño. Cruzó la franja de luz amarilla y vio a Jacob de pie, blanco y enorme, balanceándose con suavidad.

—Salud, campeón —dijo Orsini ofreciendo la bebida con el brazo izquierdo.

—Salud —repitió desde arriba la voz de van Oppen con un rastro débil de excitación—. Yo sabía que iban a llegar. Yo estuve en la iglesia pidiendo que llegaran.

—Sí —dijo Orsini.

Hubo una pausa, el campeón suspiró, la noche les trajo gritos y aplausos desde la sala de baile lejana, un remolcador llamó tres veces en el río.

—Ahora —pronunció Jacob con dificultad— el príncipe se toma el vaso de un trago. Los dos somos borrachos. Pero yo no tomo esta noche porque es viernes. El príncipe tiene un revólver.

Durante un segundo, con el vaso en el aire y mirando el ombligo de van Oppen, Orsini se inventó una biografía de humillación perpetua, saboreó el gusto del asco, supo que el gigante no estaba siquiera desafiándolo, que solo le ofrecía un blanco para el revólver enderezado en el bolsillo.

—Sí —dijo un segundo después; escupió el cigarrillo y volvió a tragarse la ginebra. El estómago le subía en el pecho mientras tiraba el vaso vacío hacia la cama, mientras retrocedía trabajosamente para dejar el revólver encima de la mesa.

Van Oppen no había cambiado de lugar; continuaba balanceándose en la penumbra, con lentitud burlona, como si remedara la gimnasia clásica para los músculos de la cintura.

—Estamos locos —dijo Orsini. No le servían para nada los recuerdos, el débil hervor de la noche de verano que tocaba la ventana, los planes del futuro.

—Lili Marlen, por favor —aconsejó Jacob.

Apoyado en la mesita, Orsini abandonó el cigarrillo que pensaba encender. Cantó con voz asordinada, con una última esperanza, como si nunca hubiera desempeñado otro oficio que canturrear las palabras imbéciles, la música fácil, como si nunca hubiera hecho otra cosa para ganarse la vida. Se sentía más viejo que nunca, empequeñecido y ventrudo, ajeno a sí mismo.

Hubo un silencio y después el campeón dijo “gracias”. Dormido y débil, manoteando el cigarrillo que había dejado sobre la mesa, junto al revólver, Orsini miró acercarse el gran cuerpo blancuzco, aliviado de la edad por la penumbra.

—Gracias —repitió van Oppen, casi tocándolo—. Otra vez.

Atónito, indiferente, Orsini pensó: “Ya no es una canción de cuna, ya no lo obliga a emborracharse, a llorar, a dormir.” Volvió a carraspear y empezó: —Vor der Kaserne, vor dem grossen Tor…

Sin necesidad de mover el cuerpo, el campeón alzó un brazo desde la cadera y golpeó la mandíbula de Orsini con la mano abierta. Una vieja tradición le impedía usar los puños, salvo en circunstancias desesperadas. Con el otro brazo sostuvo el cuerpo del príncipe y lo estiró en la cama.

El calor de la noche y de la fiesta había hecho abrir las ventanas. La música de jazz del baile parecía estar naciendo ahora en el hotel, en el centro de la habitación semioscura.

  1. Cuenta el príncipe

Era una ciudad alzada desde el río, en setiembre, a cinco centímetros más o menos al sur del ecuador. Me desperté, sin dolores, en la mañana del cuarto del hotel, llena de claridad y calor. Jacob me masajeaba el estómago y reía para ayudar la salida de los insultos que terminaron en un solo, repetido hasta que no pude fingir el sueño y me enderecé: —Viejo puerco —en alemán purísimo, casi en prusiano.

El sol lamía ya la pata de la mesita y pensé con tristeza que nada podía salvarse del naufragio. Por lo menos —empezaba a recordar—, eso era lo que convenía ser pensado y a esa tristeza debían ajustarse mi cara y mis palabras. Algo previó van Oppen porque me hizo tragar un vaso de jugo de naranja y me puso un cigarrillo encendido en la boca.

—Viejo puerco —dijo, mientras yo me llenaba los pulmones de humo.

Era la mañana del sábado, estábamos aún en Santa María. Moví la cabeza y lo miré, hice un balance rápido de la sonrisa, la alegría y la amistad. Se había puesto el traje gris claro, los zapatos de antílope, equilibraba en la nuca el Stetson. Pensé de golpe que él tenía razón, que en definitiva la vida siempre tiene razón, sin que importaran las victorias o las derrotas.

—Sí —dije, apartándole la mano—, soy un viejo puerco. Los años pasan y empeoran las cosas. ¿Hay lucha hoy?

—Hay —cabeceó con entusiasmo—. Te dije que iban a volver y volvieron.

Chupé el cigarrillo y me estiré en la cama. Me bastó verle la sonrisa para comprender que Jacob, aunque le rompieran el espinazo en la cálida noche de sábado que cualquiera podía predecir, había ganado. Tenía que ganar en tres minutos; pero yo cobraba más. Me senté en la cama y me estuve sobando la mandíbula.

—Hay lucha —dije—, el Campeón decide. Pero, por desgracia, el manager ya no tiene nada que decir. Ni una botella ni un golpe bastan para suprimir todo.

Van Oppen se puso a reír y el sombrero cayó sobre la cama. Su risa había sido descuidada por los años, era la misma.

—Ni un golpe ni una botella —insistí—. Quedamos en que el Campeón no tiene aliento, por ahora, para soportar una lucha, un esfuerzo verdadero, que dure más de un minuto. Eso queda. El Campeón no podría doblar al turco. El Campeón se morirá de una muerte misteriosa cuando llegue el segundo cincuenta y nueve. Veremos en la autopsia. Creo que, por lo menos, en eso quedamos.

—En eso quedamos. No más de un minuto —asintió van Oppen; alegre otra vez, joven, impaciente. La mañana llenaba ahora toda la habitación y yo me sentía humillado por mi sueño, por mis reparos, por mi bata con el peso del revólver descargado.

—Y hay —dije lentamente, como queriendo vengarme—, que no tenemos los quinientos pesos. De acuerdo, todo el mundo lo sabe, el turco no puede ganar. Pero tenemos que hacer, y ya es sábado, el depósito de quinientos pesos. Solo nos queda para los pasajes y para una semana en la capital. Y después que Dios diga.

Jacob recogió el sombrero y volvió a reírse. Movía la cabeza como un padre sentado en el banco de un parque junto a su pequeño hijo desconfiado.

—¿Dinero? —dijo sin preguntar—. ¿Dinero para hacer el depósito? ¿Quinientos pesos?

Me dio otro cigarrillo encendido y puso el pie izquierdo, que es más sensible, encima de la mesita. Deshizo el nudo del zapato gris, se descalzó y vino para mostrarme un rollo de billetes verdes. Era dinero de verdad. Me dio cinco billetes de diez dólares y tuvo un fanfarronear.

—¿Más?

—Está bien —dije—. Sobra.

Mucho dinero volvió al zapato; entre trescientos y quinientos dólares.

De modo que al mediodía cambié el dinero; y como el campeón había desaparecido —no hubo tricotas con iniciales ni trotecitos por la rambla aquella mañana— me fui al restaurante del Plaza y comí como un caballero, como hacía mucho tiempo no comía. Tuve un café hecho en mi mesa y licores apropiados y un habano muy seco pero que se podía fumar.

Completé el almuerzo con una propina de borracho o de ladrón y llamé al hotel; el campeón no estaba; los restos de la tarde eran frescos y alegres, Santa María iba a tener su gran noche. Dejé al conserje el número del diario para que Jacob combinara conmigo la ida al Apolo y un rato después me senté en la mesita del archivo, con Deportivas y dos caras más. Mostré el dinero: —Para que no haya ninguna duda. Pero prefiero entregarlo personalmente en el ring. Si es que van Oppen muere de un síncope; o si tiene que contribuir a los gastos del velorio del turco.

Jugamos al póker, perdí y gané, hasta que avisaron que van Oppen estaba en el cine. Faltaba media hora larga para las nueve; pero nos pusimos los sacos y tomamos autos viejos, para recorrer las pocas cuadras del pueblito que nos separaban del cine, para acentuar el carnaval, el ridículo.

Entré por la puerta trasera y fui al cuarto abrumado de carteles y fotografías, furiosamente invadido por un olor de mingitorio y engrudo rancio. Allí estaba Jacob: con el slip celeste, color dedicado a Santa María, y el cinturón de Campeón del Mundo que brillaba como el oro, haciendo flexiones. Me bastó verlo —los ojos aniñados, limpios y sin nada; la corta curva de la sonrisa— para entender que no quería hablar conmigo, que no deseaba prólogos, nada que lo separara de lo que había resuelto ser y recordar.

Me senté en un banco, sin escuchar si contestaba o no a mi saludo, y me puse a fumar. Ahora en este momento, dentro de unos minutos, llegaba el final de la historia. De ésta, y la del Campeón Mundial de Lucha. Pero habría otras, habría también una explicación para El Liberal, Santa María y pueblos vecinos.

“Pasajera indisposición física” me gustaba más que “exceso de entrenamiento provocó el fracaso del Campeón”. Pero mañana no publicarían la C mayúscula y acaso ni siquiera el discutible título. Van Oppen continuaba haciendo flexiones y yo combatía el olor a amoníaco encendiendo un cigarrillo con el anterior, sin olvidar que la limpieza del aire es la primera condición para un gimnasio.

Jacob subía y bajaba como si estuviera solo, movía horizontales los brazos, parecía, a la vez, más flaco y más pesado. A través de la catinga, a la que se estaba incorporando su sudor, yo trataba de oírlo respirar. También el ruido de la sala invadía el cuarto maloliente. Tal vez el campeón tuviera resuello para un minuto y medio, nunca para dos o tres. El turco permanecería de pie hasta que sonara la campana, con sus enfurecidos bigotes negros, con los púdicos pantalones hasta media pierna que yo le imaginaba —y no me equivoqué—, con la novia pequeña y dura aullando de triunfo y rabia junto a las tablas del escenario del cine Apolo, junto a la alfombra calva que seguiré llamando tapiz. No quedaban esperanzas, no rescataríamos nunca los quinientos pesos. El ruido chusma de la sala llena e impaciente iba creciendo.

—Hay que ir —le dije al difunto que hacía calistenia. Eran las nueve en punto en mi reloj; salí del mal olor y anduve por los corredores oscuros hasta llegar a la boletería. Antes de las nueve y cuarto había terminado de revisar y firmar el borderó. Volví al cuarto hediondo —el griterío anunciaba que van Oppen ya estaba en el ring—, me puse en mangas de camisa después de guardarme el dinero en un bolsillo del pantalón y anduve al revés los corredores hasta entrar en la sala y subir al escenario. Me aplaudieron y me insultaron, agradecí con cabezadas y sonrisas, seguro de que en el Apolo había más de setenta personas que no habían pagado entrada. Por lo menos, no me llegaría nunca el cincuenta por ciento correspondiente.

Le quité la bata a Jacob, crucé el ring para saludar al turco y tuve tiempo apenas para otro par de payasadas.

Sonó la campana y ya era imposible no respirar y entender el olor de la muchedumbre que llenaba el Apolo. Sonó la campana y dejé a Jacob solo, mucho más solo y para siempre que como lo había dejado en tantas madrugadas, en esquinas y bares, cuando yo empezaba a tener sueño y aburrirme. Lo malo era que aquella noche, mientras me separaba de él para sentarme en una platea de privilegio, no estaba dormido ni me sentía aburrido. La primera campana era para despejar el ring. La segunda para que empezara la lucha. Engrasado, casi joven, sin mostrar los kilos, Jacob fue girando, encorvado, hasta ocupar el centro del ring y esperó con una sonrisa.

Abrió los brazos y esperó al turco que parecía haberse ensanchado. Lo esperó sonriendo hasta que lo tuvo cerca, hizo un paso hacia atrás y de pronto avanzó para dejarse abrazar. Contra todas las reglas, Jacob mantuvo los brazos altos durante diez segundos. Después afirmó las piernas y giró; puso una mano en la espalda del desafiante y la otra, también el antebrazo, contra un muslo. Yo no entendía aquello y seguí sin entender durante el exacto medio minuto que duró la lucha. Entonces vi que el turco salía volando del ring atravesando con esfuerzo los aullidos de los sanmarianos y desaparecía en el fondo oscuro de la platea.

Había volado, con los grandes bigotes, con la absurda flexión de las piernas que buscaban en el aire sucio apoyo y estabilidad. Lo vi pasar cerca del techo, entre los reflectores, manoteando. No habíamos llegado a los cincuenta segundos y el campeón había ganado o no, según se mirara. Subí al ring para ayudarlo a ponerse la bata, como un niño, no escuchaba los gritos y los insultos del público, el clamor creciente. Estaba sudado pero poco; y en cuanto le oí la respiración supe que la fatiga le venía de los nervios y no del cansancio.

En seguida empezaron a caer sobre el ring pedazos de madera y botellas vacías; yo tenía mi discurso completo, mi exagerada sonrisa para extranjeros. Pero continuaban cayendo los proyectiles y los gritos no me hubieran dejado hablar.

Entonces los milicos se movieron con entusiasmo, como si no hubieran hecho otra cosa desde el día en que consiguieron empleo, dirigidos o no, supieron distribuirse y organizarse y comenzaron a romper cabezas con los palos flamantes hasta que solo quedamos en el Apolo el campeón, el juez y yo sobre el ring, los milicos en la sala, el pobre muchacho muerto, de veinte años, colgado sobre dos sillas. Fue entonces, y nadie supo de dónde, y yo sé menos que nadie, que apareció junto al turco la mujer chiquita, la novia, y se dedicó a patear y a escupir al hombre que había perdido, al otro, mientras yo felicitaba a Jacob sin alardes y asomaban por la puerta los enfermeros o médicos cargados con la camilla.

Juan Carlos Onetti, escritor uruguayo. 
(Archivo / La Voz)

Juan Carlos Onetti, escritor uruguayo. (Archivo / La Voz)


Hola amigas/amigos

Compartimos las lecturas del fin de semana, que el equipo de Masticadores ha preparado.

Esta semana presentamos Caníbales —08: ESPACIOS COMPARTIDOS de Lucas Corso: “Tengo un vecino que vive en el piso de abajo. Es uno de esos vecinos que parece que le están haciendo un favor a uno cuando se los cruza por la escalera y lo saludan. Parece que lo hacen con asco, es un saludo murmurado, escupido al suelo para que lo recojas. Son de esos que en las juntas de vecinos tienen el papel del perdonavidas, el que te explica las cosa”

Link de Lectura

En FEM, VIOLENCIA Y PODER CONTRA LA MUJER EN “UN AMOR”, DE SARA MESA. Por Paula Barba del Pozo

Link de Lectura

El Relato Semanal: La esencia del jaguar— By Marcos B. Tanis.

“Tras la muerte de Ameel; Kayet, el heredero del trono y regente del clan Víboras venenosas se había vuelto más sabio y más audaz. Todos sabían que, aunque siempre fue un sujeto aventurero y sin un ápice de miedo, ahora, la esencia del jaguar hizo despertar en él algo inefable.

Incluso, Kayet empezó a manifestar ese deseo de gobernar más allá de los límites que siempre le inculcaron respetar. Eligió a los hombres más poderosos del clan…”

Link de Lectura

Humor&Adosados: Humor&Adosados: ENTREVISTA AL HUECO DE MI CALLE by Reuben Morales

Link de Lectura

En “A La Contra”, ¿Somos instantes tutelados? by Ana de Lacalle

“El instante se impone como absoluto en cuanto percibimos la incertidumbre de que sea seguido por otro instante. Esta concatenación de instantes, que constatamos como…”

Link de Lectura…

Lecturas del Verano: LOS FANTASMAS— By Isa Navarrete

Link…

Y si les gusta leer, Masticadores publica en seis idiomas.

En Inglés:

MasticadoresUSA

ChewersMasticadores,

Hotel ,

Gobblers

En francés:

En rumano

En italiano

En portugués

Feliz fin de semana J re crivello

https://Masticadores.com

Brasil, USA, México, Argentina, Chewers, Gobblers Europa, Francia, Rumania, Italia

FEM, Archipiélago, Sur, Letras desde el Desván, Misterio, Focus, Global


«Golpe a Wall Strett», con Paul Dano y Seth Rogen, primeras fotos. Próximo estreno por DeAPlaneta

La distribuidora DeAPlaneta nos ha enviado las primeras imágenes de Golpe a Wall Street, una comedia dramática que se basa en la fascinante historia que sacudió Wall Street en 2021: el caso GameStop. Dirigida por Craig Gillespie, el reparto de lujo está encabezado por Paul Dano, al que acompañan Seth Rogen, Nick Offerman, Shailene Woodley, Sebastian Stan, Vincent D’Onofrio, Anthony Ramos, America Ferrera, Pete Davidson, Myha’la Herrold y Dane DeHaan, entre otros.

Sinopsis: Golpe a Wall Street nos descubre el disparatado caso real de gente corriente que consiguió jugársela a Wall Street y se hizo rica convirtiendo GameStop (una popular tienda de videojuegos y electrónica) en la empresa más candente del mundo. La historia definitiva de David contra Goliat. En medio de todo este embrollo se encuentra Keith Gill (Paul Dano), un tipo cualquiera que invirtió los ahorros de su vida en acciones y empezó a publicar sobre ello en redes sociales. Gracias a sus consejos bursátiles, su popularidad estalló, al igual que lo hizo su vida y la de todos sus seguidores, que empezaron a enriquecerse de la noche a la mañana. No obstante, los multimillonarios no tardaron en contraatacar, desencadenando una de las batallas financieras más feroces vividas en Wall Street.

La película se basa en el libro «La red antisocial» del escritor superventas Ben Mezrich (también autor de los libros que inspiraron La red social (2010) y 21: Black Jack (2008) respectivamente) y escrita por Lauren Schuker Blum y Rebecca Angelo, Golpe a Wall Street explica como, a principios de 2021, un grupo de inversores privados y trolls de Internet que intercambiaban mensajes sobre acciones y mercados en la página web de Reddit consiguieron tumbar uno de los fondos de alto riesgo más importantes de Wall Street.

La batalla se forjó en torno a GameStop, una cadena de tiendas de videojuegos y electrónica cuyas acciones se dispararon. Lo que empezó siendo un juego, generando memes y emojis por doquier, acabó poniendo en jaque al sistema, reportando beneficios millonarios a los participantes.

Golpe a Wall Street será estrenada en las pantallas españolas próximamente por DeAPlaneta.

Fotos: Gentileza de DeAPlaneta


Gráfica y música sublime del underground argentino: «Fiambre Moderno» by Aldana Muñoz

Fiambre Moderno – –

Demasiado viejos para el pop

El dúo que conforma el músico y performer Electrochongo con el ilustrador y cantante Gustavo Sala publicó su primer álbum de pura fosforescencia, humor y nerviosismo. Una oda a la libertad que fusiona elementos de la electrónica, el synthpop y el postpunk. Demasiado viejos para el pop es un álbum filoso y filosófico en partes iguales, al poner sobre la mesa temáticas adversas que se disipan antes de arrojarnos a la pista de baile.

Gráficas de Gustavo Salas

El duó está formado por Juampi Malvasio ( electrochongo) en teclados, programaciones, coros, gráficas, voz y creación de líricas: Gustavo Salas.

La banda toca en vivo desde marzo de 2022. Pisa los escenarios porteños de » El Tano Cabrón», «Otra Historia«, «El Resurgimiento», «Feliza«. También hace presentaciones en ferias nacionales como, por ejemplo, en «La Feria del libro de la Rural» o en librerías de Calle Corrientes. En mayo de este año, lanzaron su disco debut de doce canciones propias: » Demasiado viejos para el pop» producido por Juampi Malvasio y gráficas de Gustavo Salas .

Gustavo sala es dibujante, humorista gráfico,músico y conductor de radio. Publicó historietas en medios como página 12, revista Barcelona, Rolling stone y Orsai. Editó más de veinte libros , entre ellos los cinco volúmenes de » Bife angosto», » ¡Viva la caca!», » Tumor gráfico» , » Desgracias totales» y » Buenos aires en pelotas». Protagonizó y escribió los espectáculos de humor » Levadura bailable» y » Ensalada de Sala» y es el cantante del dúo de pop electrónico Fiambre Moderno.

Presentación en «La noche de las librerías»

https://www.facebook.com/profile.php?id=100045450876726&mibextid=ZbWKwL


Economía: Reparar, reparar, y reparar by Francisco J. Martín (blog Lo mejors está al caer)

Electrodomésticos en una tienda expuestos para su venta

En línea con mi entrada «Derecho a la reparación de productos electrónicos«, hoy les traigo un artículo publicado en la web de ecoavant en el que se informa de algunos de los pasos que se están dando en Europa para obligar a los fabricantes a reparar los electrodomésticos hasta 10 años después de su compra, vean:

La CE ha presentado este miércoles una propuesta para reforzar los derechos de los consumidores cuando se averían los electrodomésticos

Origen: Reparar electrodomésticos hasta 10 años desde su compra

Es una  práctica que iría contra la obsolescencia programada, que reduciría la gran cantidad de residuos que se generan.

Como decía en mi anterior entrada: «Ya saben, a reparar todo lo reparable.»

¡Saludos!

#UniónEuropea #ObsolescenciaProgramada #Reparación #DerechoaReparación #ProductosElectrónicos #Residuos


La IA ¿Es realmente una amenaza para el arte? by Rosa Boschetti

(Blog de Rosa)

En los tiempos que corren existen sentimientos encontrados ante el avance de la IA. Hay quienes temen que desplace a la humanidad y otros la ven como una gran herramienta para lograr abarcar campos hasta ahora desconocidos, pero el artista, ¿cómo la enfoca?

Muchos se han planteado si el arte se ha visto modificado, alterado y/o suplantado por ella, pero yo me pregunto si existe otra amenaza que ya está presente, pero de una manera tan sutil que pasa desapercibida y no nos hemos percatado de ello, por lo cotidiano que se ha hecho.

Es imposible abarcar todas las manifestaciones artísticas en estas líneas así que, para desarrollar esta idea me voy a enfocar en una muy particular, extendida y que suele pasar desapercibida, aunque está presente en nuestro paisaje diario.

Si miramos a un pasado muy remoto podemos constatar que el ser humano ha plasmado su pensamiento a través de diferentes expresiones del arte y quizás la más llamativa de ellas es el comunicarse a través de pintadas o de mensajes encriptados en las paredes.

Lo encontramos en cuevas, restos arquitectónicos de antiguos imperios, en fin, las personas lo hemos utilizado desde todos los tiempos para expresar nuestros pensamientos de forma anónima y por lo general subversiva.

Imagen de mi calle, un pueblo cerca de Sevilla.

Hoy conocemos esta expresión artística con el nombre de graffiti (marca o inscripción hecha al rascar o rayar un muro). Este término fue divulgado en medios académicos internacionales por el arqueólogo Raffaele Garrucci, a mediados del siglo XIX. Luego de usarse en periódicos neoyorquinos, por los años setenta, se popularizó y pasó a al inglés coloquial.

Recordemos lo que significa:

El Grafiti es una modalidad de pintura libre destacada por su ilegalidad, generalmente se realiza en espacios urbanos. Su origen se remonta al Imperio Romano, que tenían la costumbre de escribir sobre muros y columnas consignas políticas, insultos, declaraciones de amor, etc. junto a un amplio repertorio de caricaturas y dibujos. El ichtus fue empleado por los primeros cristianos como un símbolo secreto y el uso de la sigla (IXΘΥΣ: I=Jesús; X=Christos; Θ=de Dios; Y = Hijo; Σ=Salvador) es una forma bastante contemporánea de comunicarse. El ichtus o ichthys (en griego ΙΧΘΥΣ ijcís «pez») es un símbolo que consiste en dos arcos que se interceptan de forma que parece el perfil de un pez a modo de una vesica piscis horizontal, (dos círculos del mismo radio que se cruzan en un punto de manera que el centro de cada círculo está en la circunferencia del otro. También se denomina mandorla, que significa «almendra» en italiano.

IXΘΥΣ: Iota I=Jesús, Ji X=Christos, Theta Θ=Theou (de Dios), Ípsilon Υ=Uios (Hijo), Sigma Σ=Soter (Salvador)

Ya lo había definido Arte viral en donde hago un recorrido por el arte reciente. Si deseas leer más información sobre este tema puedes ir luego al enlace.

Como podemos apreciar esta expresión del arte es un fuerte medio de comunicación, cuyo poder lo hace susceptible para ser usado a manera de publicidad y esto se ha llevado más allá de las marcas comerciales. En los tiempos que corren lo que no se publicita no existe, así que las ideologías también se valen de medios que tengan impacto para divulgar su doctrina de forma «espontánea», «popular» y de ese modo, organizar las posibles protestas dentro de lo que convenga (aunque esa práctica tampoco es nada nuevo, la verdad). Entonces surge un artista cuyas obras se hacen virales y que representa los «nuevos» valores que se izan, cual bandera, para las nuevas generaciones. Su identidad se mantiene anónima, emplea un seudónimo y se crean leyendas sobre él.

Aunque nadie dice saber con exactitud quién es, se publican declaraciones suyas (¿…?): «Cada vez que creo que he pintado algo ligeramente original, me doy cuenta de que Blek le Rat lo hizo mejor, sólo que veinte años antes». Esta cita fue tomada de la portada del DVD «Original Stencil Pioneer» de King Adz y se lee en la Wikipedia.

Un aspecto curioso es que mientras este artista «anónimo» es reconocido por expertos, es premiado y su obra es respetada, otros artistas del mismo género son perseguidos y en la mayoría de los casos, sus trabajos no son considerados obras de arte. Con excepciones, claro está, como por ejemplo, Xavier Prou (al cual ese «desconocido» hace referencia).

«Portrait» de Blek le Rat (Xavier Prou), París, 1951

Manifiesto de Blek Le Rat: «Intento exponer las mejores cosas de la vida mediante inesperadas imágenes que distraen y deleitan a los peatones, sacándolos de sus preocupaciones cotidianas. A pesar de las represalias por parte de la policía en contra del graffiti, continuaré asaltando las calles en la oscuridad, ya que para mí, llevar el trabajo directamente a las calles es parte primordial de la evolución del arte…» BLEK Le Rat.

Al pasar un tiempo, esta expresión del arte quedó al margen, ya no es popular. Tan solo permanecen (aparte del «anónimo»), los artistas que adornan las calles de algunas ciudades, previa solicitud y aprobación de permisos correspondientes y son muy, pero muy pocos los que se aventuran a realizar graffitis como en los viejos tiempos (me refiero aquellos cuyas propuestas artísticas son tales y no simple vandalismo, aunque en ambos casos deberán correr para no ser apresados).

De esta misma forma quedaron muy lejos las representaciones de cualquier expresión artística en vivo que involucren los cuatro elementos básicos: tiempo, espacio, presencia del autor y la relación/reacción de los asistentes. Que además exponga alguna idea que resulte incómoda para el discurso «oficial» y para el «contra-discurso», (también oficial).

Cabe recordar que el Performance (década de los 50) irrumpía la cotidianeidad al presentarse en lugares públicos y exigía, con su propuesta, la participación activa de la concurrencia.

Del mismo modo que el teatro de la calle, que usualmente tomaba de sorpresa al espectador, hasta que se comenzó a regular su representación y con los años, el contenido de su mensaje. También ocurrió con el happening (ligado al Performance y en general al Arte Conceptual).

Puedes verlo después 😉

Puedes verlo después en El arte en la calle

En estos movimientos, las temáticas suelen estar ligada a procesos vitales del propio artista y a la denuncia o la crítica social; sin embargo, al ser «reguladas» por los organismos oficiales, sus propuestas desaparecen y se convierten en mensajeros de lo que sea conveniente decir. Así, podemos disfrutar de esculturas humanas que, previos permisos correspondientes, decoran las calles a manera de muestras «espontáneas del arte», pero sin posibilidad de manifestar una crítica o reflexión.

Todas las expresiones que hemos mencionado anteriormente permanecen en el recuerdo, como manifestaciones artísticas que obedecen a otras épocas.

Ahora bien, esta cohesión entre las propuestas artísticas, el orden público, el control de cómo se debe obrar o no, lo políticamente correcto y la protesta regulada, afectó no solo a las artes plásticas, a las conceptuales, al teatro, también se reflejó en la escritura, la música, el cine, en fin, en todas las actividades del arte que se plantearan una posible «nueva visión» de una sociedad controlada por hilos, en apariencia, invisibles.

Es posible que, en el afán de ser aceptado y reconocido, el individuo que se halla dentro del medio artístico se deje influenciar por los que aconsejan que se complazca a un público determinado. Así se recomienda la búsqueda de palabras claves, que se enfoque a un sector concreto de la población… y todos los recursos de marketing aplicables a cualquier tipo de producto, asegurando que de esa manera se tendrá éxito. Habrá los que dejan de lado sus propias propuestas y capacidades, limitándose a lo que la industria le pide, a lo que el género/corriente al cual quieran adherirse les exija aunque puedan dar mucho más de sí mismos.

Cualquier salida de tono amenaza los ingresos y la permeancia en el «mercado». «Al público hay que darle lo que quiere y conoce» se dice, aunque, eso signifique repetir el mismo argumento por enésima vez, pero con diferente intérprete, la novedad está en su color de piel (la del intérprete, que además se encuentra obligado a calcar las representaciones anteriores de su papel, no sea que el espectador lo perciba distinto y se confunda). No hay ideas nuevas.

Parece que se hubiese acabado el tiempo de la experimentación del artista activo y que este aspecto fue sustituido por el estudio de la mercadotecnia, que es algo muy diferente a ensayar con otros medios de expresión. Tal vez esto pueda ser tema para un futuro post con las diferencias entre experimentar y buscar un mercado en el ámbito artístico, pero mientras, sigo con el asunto de la inteligencia artificial amenazado la creatividad del artista, o sustituyéndola.

El Chombo presenta: Cómo Se Hace Una Canción Urbana? video completo

También es común encontrar párrafos llenos de vocablos que terminan igual, para componer una rima y con ellas crear una poesía moderna o una balada que todos canten luego.

Algo como «Mira a la ventana y mañana llama… lejana Ana» que puede ser parte de un libro o de una canción si se le añade la musicalidad conveniente para generar nostalgia o cualquier otro sentimiento que vaya acorde a lo deseado y si la música va con vídeo, pues se usarán los colores, paisajes y trajes apropiados que despiertan en el espectador sentimientos muy fuertes, aunque sean efímeros.

Sin embargo, no podemos olvidar que la técnica solo es eso: instrumentos que se usan para generar «cosas», pero la idea que se expresa no está en la tecnología, sino en el artista que busca crear magia con ella.

Hoy en día aplaudimos maravillados ante el despliegue técnico y ovacionamos al que usa mejor los recursos para despertar la emoción o aparente controversia, que son pasajeros. Luego descubrimos (a veces muy tarde) que no existía un pensamiento detrás que nos sirviera de espejo.

La «libertad artística» tiene unos grilletes que ya no se ven. Si quieres publicidad (lo que no se publicita no existe, básicamente) debes estar en alguna de las dos aguas: en el discurso oficial o con el contra-discurso, también oficial. Todo lo que salga de ese rango es ignorado, callado y quien sabe si hay algo más terrible que ser tratado como el niño aquel que gritaba «el Rey está desnudo».

Y la amenaza de la IA en el arte actual, ¿En dónde está?

Te habrás dado cuenta de que en todos estos ejemplos no hay nada que apunte a la IA como “culpable” de alguna alteración en las artes. Sin embargo, en la actualidad, la pintura sobre lienzo, pintada en un caballete, es algo menos frecuente. Ahora es más usual la ilustración digital. Por otro lado, los cantantes populares ya no necesitan una buena o bella voz, tampoco es necesario que sean rítmicos, ni siquiera se les pide que modulen, para eso están los programas informáticos. También podemos disfrutar en una serie o película las imágenes de artistas que fallecieron o asistir a un concierto de algún holograma. ¿Entonces, la tecnología está presente en las artes? Por supuesto, lleva mucho tiempo ganando terreno.

La IA se ha colado poco a poco, de manera «divertida», no para ejecutar trabajos rutinarios y básicos en los cuales todos fantaseamos que fuese sustituida la humanidad, sino que llegó pisando fuerte. Directo a la yugular de la especie, es decir, a la expresión artística. Hará mucho mejor las rimas fáciles, los ritmos pegadizos y las imágenes perfectas.

Como yo lo comprendo el problema no es la IA, sino lo que estamos haciendo.

Al buscar la aprobación de la mayoría y desear ser reconocidos como parte de un grupo, vivimos en un eterno juego de «estar dentro de lo políticamente correcto»

y de tanto practicar, ya es natural la careta que nos invitaron a usar y que por alguna razón (comodidad, para estar en la actualidad o lo que sea) ya es parte de nuestro rostro.

Todo lo que esté dentro de este juego es aceptado como una verdad irrefutable. Por esa razón hemos «limitado» la expresión al efecto de la primera impresión, a lo que se supone que debe impactar, a repetir fórmulas argumentales y propuestas que respondían a otras circunstancias. Eso lo puede realizar perfectamente una herramienta y la IA lo ejecuta a la perfección, hasta es posible que reproduzca algún error propio de humanos para ser más convincente.

Sin embargo, hay que recordar que ella es un recurso. Un nuevo paso. En la pintura, por ejemplo, hubo una evolución en la elaboración de los pigmentos: inicialmente elaborados con arena, cal, grasa animal y aglutinados con saliva, pasaron (en el renacimiento) a ser básicamente aceites, así el óleo obtiene la corona como la técnica dominante. Luego avanzó la comprensión de la química y con ella surgen los esmaltes y el acrílico.

Hasta entonces la tecnología es un medio que en nada había afectado la propuesta , se uso para darle forma a las nuevas perspectivas que traen los avances, se buscan nuevos colores, otras formas de captar la luz

Cuando llegó la fotografía muchos pensaron que la pintura (y en especial el retrato) dejarían de existir, sin embargo los artistas encontraron otras preguntas que responder y sus propuestas dieron origen a otros movimientos. Luego otra revolución: la digital y llegó Photoshop, otro instrumento. Esta era trajo una explosión de creatividad que se fue apagando, algo pasó que estandariza los discursos, todo empieza a parecer igual. Ahora que llega la IA nos asustamos.

Hay temor a ser reemplazados en el trabajo que nos corresponde y el cual no podemos delegar en ninguna otra especie o creación. Este trabajo es el de la toma de conciencia, la reflexión, la distancia y el análisis no solo de datos, sino de la intención, de la expectativa. Sin esto el artista no es tal, es un humano que interpreta, un instrumento más al servicio del que sí está pensando, interpretando, empapado en la circunstancias y a la vez lo suficientemente lejos como para darse cuenta. Imperfecto y capaz del error al experimentar, pero que tal vez no sea artista sino comerciante, empresario.

Que no se mal interpreten mis palabras, no hay nada en contra de lo económico, ni del mundo del dinero, ni los negocios. Órganos vitales para nuestro sistema de vida, pero el arte no es industria, aunque forme parte de ella. Tiene sus propias reglas de expresión, sus necesidades y necesita su espacio. En cualquier caso la humanidad propone y la técnica dispone, no al contrario.

Por lo tanto, aunque la IA es capaz de elaborar escritos muy bien estructurados; canciones con bellas letras y armónicas melodías; pinturas y graffitis constituidos con una gama de colores que nos enamoren; en fin, pueda exponer toda una variedad de manifestaciones artísticas, pero no puede crear una propuesta, ya que esta nace de la necesidad del artista de encontrar respuestas a sus experiencias vitales. Por esa razón, estoy convencida de que el humano que se dedique al arte por vocación, sabe o sabrá hallar el camino para utilizar la IA como una gran herramienta para desarrollar su obra.

Si nos lamentamos por el avance de una tecnología, corremos el riesgo de quedarnos en una añoranza de otros tiempos y hay que recordar que no todo pasado fue mejor. Los movimientos artísticos de otras épocas nos dejaron un legado y una enseñanza, pero no por ello debemos permanecer evocando lo ocurrido. El artista debe mirar al futuro sin olvidar lo sucedido antes, tomando en cuenta y comprendiendo su momento actual, para poder exponer su propuesta.


Economía: Lectura: ¿lo sabías? by Francisco J. Martín (Link al blog Lo mejor esta al Caer)

Previamente a explicarles lo que traigo hoy, les animo a leer mi entrada «El cambiante panorama literario» que incluye un artículo de Jacinta Escudos sobre la producción de libros, las editoriales, los lectores, y su relación con las redes sociales.

Me llamó la atención una frase: «La cultura de las redes sociales nos ha mal acostumbrado a la rapidez, a lo inmediato, a lo breve. Esto ha generado pereza lectora.«. Si se da por sentado que los jóvenes son los que más interactúan en las redes sociales, podría pensarse que son los que pueden tener mayor «pereza lectora» de libros.

Pero parece que puede no ser así según el artículo que les traigo hoy, publicado en la sección de Cultura del diario El Español, en el que se afirma que «Los niños y adolescentes son los que más leen en España…»

Vean:

El Barómetro de Hábitos de Lectura desvela que, desde 2012, el índice de lectura en tiempo libre ha experimentado un crecimiento de 5,7 puntos porcentuales (de 57,9% a 64,8%)

Origen: Los niños y adolescentes son los que más leen en España, pero un tercio de la población no coge un libro

¿Qué impresión tienen sobre este tema según lo que ven a su alrededor?

La mía no era esta, aunque me alegro de no haber acertado, y también de que la tendencia del índice de lectura en tiempo libre sea creciente desde 2012.

¡Saludos!

#Libros #Lectura #Niños #Adolescentes #España


Maternidad por conveninencia — By Diego Miguel Alba

—Si te sientas sobre mí, te inseminaré por la fuerza y no creo que eso vaya a gustarte, fortachón.
La siseante voz provenía del asiento aparentemente vacío donde el mercenario estaba a punto de sentarse. Era una advertencia insultante anque certera, todos conocían el vigor reproductivo de los günger de Humfi. –
El áspero mercenario imaginó quedar embarazado por esa aberración invisible. Comenzado con la fortísima picazón en los genitales, luego vendrían los mareos por inhalación de hormonas, después le crecerían los pechos y debería soportar el vientre hinchado durante trece semanas hasta que alguno de los orificios de su cuerpo expulsara varias nubecillas gaseosas que tendrían su mismo aspecto. Cuatro por lo menos serían muy venenosas y tal vez un par tendría poderes de desintegración molecular.
Sopesó la idea de contar con esos angelitos vengadores revoloteando a su alrededor hasta entrada la adolescencia, atacando a cualquiera que representara el mínimo peligro. Lo volverían un mercenario mucho más peligroso, podría cobrar una fortuna por sus servicios. Ya no veía la idea de la maternidad tan vergonzosa.

Esperó a que el transporte militar diera un bandazo para caer sentado sobre el asiento vacío.

https://h2minutos.blogspot.com.

38. Y en las charcas brillantes, el sapo taciturno

Antonio y Antonia dispusieron un dulce epílogo de vermús a la noche ritual de Moretti y sus becados, que llegaban al comedor del Cerro con los pies chorreando, porque el particular e institucional Caronte no atinó con el embarcadero. Moretti no acababa uno y ya lo empalmaba con otro, fiel a su camino por la vida.

—A ver, ahora que estamos todos, cuéntenme lo del suicidio de esta niña.

A más de uno se le atragantaron las hebras de limón que despedían los cócteles. Era el estilo de direct


o de Moretti.

—Poco sabemos —terció Juárez—. Apenas lo publicado…

—De lo publicado no me vaya a hablar, amigo Néstor, porque lo he publicado yo. Anduvo por aquí un inspector hasta hace no mucho, ¿no?

—Anduvo —se sacudió Litti—. Aunque no podemos mostrarle una sola foto suya. Escurridizo.

Ifigenia y Rosa se miraron. Ya una noche se había encargado de mostrarles, entre otras cosas, todo un álbum de secuencias donde no se veía imagen alguna de Carreter. Que debía de estar en ellas.

—¿Y qué sacó en claro? ¿Se mató? —mientras preguntaba, Moretti seguía ordenando con el índice que se llenaran las copas menos llenas. A esto entraba Dukas, que regresaba de su sendero antropológico, en compañía de los lugareños y con los pies secos. Moretti ni se inmutó.

—No hay pruebas. Tenía igual la cuchillada en el pecho. Pero poco más —apostilló Rosa, mientras Manchón movía la cabeza como el perrito que ponen en la trasera de los automóviles.

—Técnicamente —alzó la voz Dukas, que siempre parecía añadir a sus palabras una notación entre paréntesis— ha sido un infarto. Así lo han dictaminado los forenses.

—Pues si ha sido un infarto ha sido un infarto. Le rendiremos el debido homenaje en el acto de clausura —sentenció Moretti sobre las últimas heces de la postrera variante de negroni que le habían servido Antonio y Antonia.

—A ello nos remitiremos en el acto —aseguró Dukas.

—Veladamente. Pero mejor hablaremos de suicidio, si alguien nos pregunta. No saben lo que abulta un suicidio en la biografía de un poeta.

Casi los seis (y hasta Antonio y Antonia) miraron para otro lado. Se hizo un silencio que parecía una sopa hirviendo.

—Bueno, como me dicen poca cosa, me voy a descansar. O quien dice a descansar dice a tomarse un mezclado de algo con más variación que en esta cantina  —lanzó el ofrecimiento a una sala con la mirada de huidizas golondrinas—. ¿Quién se apunta a una salida al extrarradio?

Nadie se apuntó, al menos verbalmente. Porque Juárez, Litti e Ifigenia dieron unos pasos evidentes casi hasta el rosedal que introducía el comedor. Rosa y Lucas no se acababan de reponer del hundimiento que deja un prócer de estos, con su marabunta de abusos y de criterios. Dukas parecía querer reponerse de los vermús perdidos.

Pero Moretti estimó considerable el número y el sexo de los agregados a su fin de fiesta.


EL ARTE ABSTRACTO by Francisco Bravo cabrera

Se supuso, por muchos años, que el arte abstracto lo había inventado Wassily Kandinsky, pintor ruso, nacido en Moscú en 1866. Además se dijo que su “Acuarela abstracta” pintada entre 1910 y 1913, fue la primera obra abstracta en la historia del arte. Pero no fue así…

(“Acuarela abstracta”/Kandinsky/Foto Centre Pompidou)

Resulta que fue Hilma Af Klint, una mujer, la primera que pintó un cuadro abstracto…

(Foto Sydney Morning Herald)

Me alegré mucho al conocer la noticia porque a las mujeres artistas se les ha dado tan poco crédito en la historia del arte y este hecho como que las reivindica de cierto modo. Hilma Af Klint nació en Suecia en 1862 y murió en 1944. Pero lo más importante es que se ha reconocido que todos sus cuadros abstractos fueron hechos antes de los de Malevich, Kandinsky o Mondrian.

Quizá por sus creencias ella no quiso que sus cuadros se conocieran hasta pasados cincuenta años de su muerte, y así fue. Klint pertenecía a un grupo esotérico llamado “Las Cinco” y eran mujeres seguidoras, o inspiradas, por la Teosofía. Se comunicaban con sus maestros ascendidos a través de sesiones de espiritismo y sus cuadros contenían los símbolos que ellas utilizaban para explicar o representar sus ideas espirituales.

(Caos primordial/1906-07/Foto Dominio publico)

A Hilma le interesó mucho la botánica y la matemática pero como demostró habilidades para el dibujo sus padres la mandaron a Tekniska, ahora llamada Konstfack, en Estocolmo donde estudió arte, especializándose en retratos y en paisajes. En 1882 la admitieron en la Real Academia de Bellas Artes donde estudio la carrera completa graduándose en 1887. Fue durante esos años en la academia que conoció a Anna Cassel y a las otras mujeres artistas que formarían el grupo de Las Cinco. Todas se unieron a la Edelweiss Society, una sociedad que creía en las enseñanzas de Helena Blavatsky, la fundadora de la Teosofía y espiritista.  Así empezó a crear sus pinturas afirmando que una fuerza espiritual era la que las pintaba a través de su mano, sin bocetos y sin dibujos. Fue en 1906 cuando Klint pintó su primera serie de abstracciones.

El arte tiende a confundir ya que muchos no tienen muy claro todos los cambios, adelantos, y vanguardias por las cuales ha pasado la historia del arte. Y, digo yo, la historia del arte es orgánica y la estamos haciendo historia en estos mismos momentos. Pero lo que más confunde es la abstracción aunque, os prometo, es la cosa más sencilla del mundo.

Venga, os daré una breve cátedra sobre el arte (la pintura, la fotografía y la escultura). El arte se divide en solo dos mitades, el arte figurativo y la abstracción. La abstracción es todo cuadro, con referente interno, que no tenga nada en su composición que se asemeje a la vida real. El arte figurativo es todo lo demás. Espero haberos aclarado las dudas.

En mi blog, VALENCIARTIST (www.paintinginvalencia.com) yo he publicado una serie dedicada a las mujeres artistas que si han existido y han pintado mucho a través de los siglos, pero que no se les ha reconocido adecuadamente. Ademas, en mi canal de YouTube (www.YouTube.com/@FranciscoBravoCabrera), también tengo muchos vídeos dedicados a dar a conocer muchas de estas grandes artistas que hay que conocer y entre ellos esta este, dedicado a la abstracción:  https://youtu.be/GAWWG7do-cY.

Francisco Bravo Cabrera, 08 de junio de 2023, Valencia, España


Seis cosas terriblemente trágicas de Marilyn Monroe — By Aldana Muñoz

Marilyn Monroe es una de las grandes leyendas que ha dado Hollywood al mundo. Además de su peculiar y exuberante belleza, la encantadora actriz ni aún después de su muerte dejó el halo de misterio que envolvió su vida privada.

Alrededor del símbolo sexual más famoso de todos los tiempos que forma parte del imaginario popular estadounidense, existen muchos mitos, como todas esas frases que se le atribuyen y que en realidad nadie puede asegurar que las pronunció alguna vez, o que era sólo una rubia tonta, cuando era una fanática de la lectura y dueña de una enorme colección de arte. Pero no todo en su vida fue miel y dulzura. Estos son algunos de los hechos más trágicos que rodearon la vida de Norma Jean Baker, mejor conocida como Marilyn Monroe.

Su madre era enferma mental

La razón por la cual no se sabe mucho sobre Gladys Baker es muy simple: su agente no quería que nadie supiera de ella. Para triunfar en Hollywood, le indicaron a Marilyn que no podía hablar de ella porque eso le haría mala publicidad. En lugar de ello, si alguien le preguntaba sobre su madre, tenía que decir que estaba muerta. Norma Jane pasó su niñez entre orfanatos y casas de adopción porque Gladys no era capaz de cuidar de ella.

Cuando tenía 7 y vivía con una pareja llamada los Bolenders, Gladys se presentó un día para “llevarla a casa”. Ida Bolender se negó, pues sabía que Gladys no estaba bien, y trató de conservar a Norma Jeane lejos de ella. Gladys desapareció un tiempo y cuando regresó parecía un poco más estable y había comprado una casa, así que Norma Jean se fue a vivir con ella otra vez por un tiempo. Finalmente, Gladys fue diagnosticada con esquizofrenia paranoide y fue internada en un hospital para enfermos mentales, en donde paso la mayor parte de su vida.

Tenía problemas con papá

Resulta increíble que a estas alturas aún se desconoce la identidad del padre de Marilyn Monroe. Como es sabido, su madre nunca fue mentalmente estable y sólo se sabe que dio el nombre de su ex esposo Martin Mortensen en el certificado de nacimiento de Norma Jean, pero la realidad es que ellos se habían separado mucho antes de que Gladys se embarazara. Alguna vez le mostró a Norma una fotografía de un hombre llamado Charles Stanley Gifford, de quien dijo era su padre. La joven encontró un parecido con el actor Clark Gable y comenzó a fantasear con él.

Años más tarde, Marilyn filmó The Misfits, protagonizada con Clark Gable. Como es de imaginarse, el cuadro era de lo más extraño: después de años de fantasías, de pronto filmaba con él. Dicha filmación coincidió con uno de los momentos más tumultuosos en la vida de la actriz. Por si fuera poco, a los 10 días de haber terminado la filmación, Gable fue víctima de un ataque al corazón masivo y murió.

Su más legendaria escena precedió a una pesadilla

Todo mundo conoce la clásica foto de Marilyn Monroe de pie en una puerta del metro mientras una ráfaga de aire levanta el vaporoso vestido blanco mostrando sus torneadas piernas. Se ve tan perfecta y feliz, que jamás imaginarías cual fue el costo para hacerla posible. Interpretar a ‘La chica’ en La comezón del Séptimo Año implicó filmar en locaciones externas en Nueva York ante la mirada de 5 mil espectadores curiosos, entre quienes estaba su esposo Joe DiMaggio, firme católico que enfureció al ver cómo traspasaba la luz los dos pares de ropa interior de su mujer.

Esa misma noche la pareja tuvo una pelea tan grande que algunos huéspedes alertaron a la gerencia porque se ‘preocupaban de alguien terminara seriamente herido’. Al día siguiente, el equipo de maquillaje cubrió los moretones en hombros y espalda de la actriz, y menos de un mes después, le pidió divorcio a la estrella de béisbol.

Ella era su mejor personaje

En todas las fotografías lucía radiante y sonriente. Sin embargo, Marilyn Monroe era una persona profundamente triste. Tiene sentido cuando piensas en que la mujer más deseada y admirada del mundo no podía encontrar la felicidad con ningún hombre; increíblemente famosa y su propia madre no la reconocía; deseosa de tener una familia e incapaz de mantener un embarazo. En ese entonces, lejos del alcance de las redes sociales y los reality shows, el público no tenía idea de la lucha de la actriz porque la parte más importante de su imagen era mostrar a una estrella sexi y feliz.

El escritor y amigo Truman Capote, comentó la vez que durante una comida Marilyn desapareció en el baño durante tanto tiempo que fue a buscarla. La encontró mirándose en el espejo y cuando le preguntó qué estaba haciendo, ella respondió: “mirándola”.

Su “suicidio” no tiene sentido

El rumor que ha persistido con los años es que su muerte fue más a causa de un asesinato que de un suicidio. Hasta la fecha hay muchas circunstancias extrañas que rodean el ‘asesinato’ de la actriz, como el hecho de que horas antes de su muerte, ella habló con Joe DiMaggio Jr., quien dijo haberla escuchado ‘alegre y optimista’. A pesar de las 40 píldoras en su estómago, la policía notó que no había un vaso de agua en la mesa de noche, cerca de los botes de pastillas. Marilyn, como era sabido, siempre tomaba las pastillas con agua. Después fue descubierto un vaso en el piso cerca de la cama y la policía declaró que no estaba ahí a su llegada.

Además, el patólogo que condujo su autopsia inicial quería hacer otras pruebas específicas para ver cómo las pastillas entraron en el sistema de la actriz. Cuando solicitó sus órganos, le dijeron que el toxicólogo los había destruido. Entonces pidió ver las diapositivas de los órganos y las fotos mostrando los cortes usuales y le dijeron que habían ‘desaparecido’.

Su muerte sacudió el mundo

El día de su muerte, Marilyn Monroe fue la noticia de todas las primeras planas del mundo. Simplemente nadie creía que alguien tan bella, talentosa, exitosa y aparentemente feliz hubiera cometido suicidio. Fueron días sombríos en la gran manzana; después de su muerte, tan sólo en la ciudad se reportaron 12 suicidios en un sólo día. La nota de una persona que se mató a raíz de la muerte de Marilyn decía: ‘si la cosa más hermosa y maravillosa en mundo no tiene nada porqué vivir en el mundo, yo tampoco”.

El actor Marlon Brando notó que los días siguientes al anuncio del fallecimiento de la diva, Hollywood se sentía lento y muy triste. Después de su divorcio, Joe DiMaggio y Marilyn fueron muy buenos amigos y ella le hizo prometer que si moría antes, el le llevaría flores. Fiel a su palabra, DiMaggio llevaba rosas a su tumba tres veces a la semana durante 20 años. Sus últimas palabras cuando estuvo a punto de morir en 1999 fueron “finalmente podré ver a Marilyn”.

— By Aldana Muñoz.


Viaje Literario: Camilo Sánchez, la viuda de Van Gogh by Pina Bertoli

La viuda Van Gogh, de Camilo Sánchez, Marcos y Marcos 2016, traducción de Francesca Conte, ilustración de portada de Lorenzo Lanzi (Edición en Español Link)

“Theo no quería hablar de la agonía de Vincent. Apenas me dijo que parecía tranquilo, en el ataúd levantado sobre la mesa de billar de la posada Ravoux. Y que había sido una buena idea haber expuesto algunos de los últimos trabajos en torno a su flamante cadáver. Me las arreglé para reprimir la broma despiadada que se me había pasado por la cabeza: que finalmente había logrado conseguir su primera exposición individual. Me quedé en silencio y Theo se fue a dormir. Han pasado seis horas desde que durmió su primer descanso prolongado sin su hermano en el mundo”.

Theo no quería hablar de la agonía de Vincent. Apenas me dijo que parecía tranquilo, en el ataúd levantado sobre la mesa de billar de la posada Ravoux. Y que había sido una buena idea haber expuesto algunos de los últimos trabajos en torno a su flamante cadáver. Me las arreglé para reprimir la broma despiadada que se me había pasado por la cabeza: que finalmente había logrado conseguir su primera exposición individual. Me quedé en silencio y Theo se fue a dormir. Han pasado seis horas desde que durmió su primer descanso prolongado sin su hermano en el mundo.

La viuda Van Gogh, de Camilo Sánchez, Marcos y Marcos 2016, traducción de Francesca Conte, ilustración de portada de Lorenzo Lanzi

La historia viene de Johanna van Gogh-Bonger, esposa de Theo Van Gogh y cuñada de Vincent, protagonista de la novela de Sánchez: la mujer que entregó la obra del más grande y querido artista a la historia del arte y a toda la humanidad visionaria de la modernidad. La viuda Van Gogh, viuda de ambos hermanos porque si es cierto que era la mujer de Theo, también lo es que era ella quien coleccionaba las obras de su cuñado como y más como podía haberlo hecho una mujer. Por Vincent su cuñado y por Vincent su hijo, para que no se perdiera el inmenso patrimonio creativo que el artista Vincent supo concebir y crear.

La muerte de Vincent arroja a su hermano Theo a un estado de postración del que no podrá recuperarse: de hecho, apenas seis meses después de la pérdida de su hermano, Theo también muere. El suyo era un vínculo fuerte, visceral, y Theo, que ayudó a su hermano en todos los sentidos durante su vida, estaba desgarrado por la idea de no haber podido salvar a su hermano y por el deseo de demostrar a todos el valor del trabajo. del artista que para la mayoría de los críticos -en ese momento- era sólo un loco.

Johanna es testigo de la agonía de su esposo y trata de ayudarlo a sanar; ella también cree que la obra de Vincent -con quien pasó solo cuatro días juntos en su casa de París, y a quien nunca volvió a ver- debe ser preservada y valorada y guarda cuidadosamente los cientos de lienzos enrollados y apilados en casa, tratando de ordenarlos y empezar a enmarcarlos; sin embargo, también le preocupa la salud de su joven esposo, padre de Vincent, su hijo de pocos meses. Desafortunadamente, nada puede salvar a Theo; solo le queda a Johanna comenzar una nueva vida, regresando a Holanda, primero con sus padres, y luego a Bussum, un pequeño pueblo a veinte kilómetros de Ámsterdam, donde, con la ayuda económica de su padre, compra Villa Helma, transformando convertirlo en una posada y empapelarlo con las extraordinarias obras de su cuñado.

Johanna es consciente de la importancia de avanzar por el buen camino, de proponer las obras adecuadas en el momento adecuado: las conoce bien, y en la intimidad de su hogar las observa mientras lee las más de seiscientas cartas que Vincent y Theo han intercambiado a lo largo de los años. Ella entiende lo importante que es para ella conocer el alma de Vincent para poder dirigir sus esfuerzos en la dirección correcta. Y al hacerlo, descubre una personalidad que conocía superficialmente y se sorprende por muchos aspectos, como la poesía que impregna los escritos de Vincent, las descripciones de las pinturas, sus reflexiones sobre el uso del color; según ella, bien podría haberse convertido en poeta, si no se hubiera embarcado en el camino del arte. Esto es lo que anota en su diario:

Dejar las confesiones a un lado y aísla los pasajes donde aparece. Completamente abierto a las emociones y crea, casi sin darse cuenta, textos de inmenso valor poético. Cuando describe un cuadro, propio o ajeno, y lo vive con palabras, Van Gogh es un escritor formidable. Dice, por ejemplo, para describir un dibujo de mineros:

Arbonai / hacia la mina / en la nieve / a lo largo de un camino / bordeado / de un asedio de espinas: sombras pasajeras / apenas se distinguen / en declive / de la civilización

“Escribo como quien saca un pie de las sábanas y se cobija mientras duerme, para mantenerse a flote en medio de la noche. Para encontrar el camino de regreso de un sueño”.

Su esfuerzo por recuperar su independencia económica también surge en el diario; además, transcribe sus impresiones a medida que avanza en la lectura de la correspondencia entre los dos hermanos Van Gogh y anota sus elecciones para encauzar los esfuerzos encaminados a dar a conocer la obra de su cuñado. A través de estas páginas comprendemos las relaciones familiares tanto con sus padres y con su hermano André, como con las hermanas Van Gogh, en especial con Willemina, feminista emprendedora y admiradora de la obra de su hermano Vincent.

Aquí Camilo Sánchez nos regala una novela verdaderamente intrigante, testimonio del esfuerzo de esta extraordinaria mujer sin la cual hoy quizás no conoceríamos la obra de Van Gogh; lo hace alternando la narración con el relato en primera persona: un desvelamiento que viene de la propia Johanna y que la autora ha sabido armar y hacer creíble, a través de un enorme trabajo de estudio y lectura de todo lo relacionado con esta mujer.

Johanna siempre ha llevado un diario, al que confía sus pensamientos y reflexiones relacionados con la vida familiar -con pensamientos delicados dirigidos a su pequeño hijo y su crecimiento- y su denodado esfuerzo por ayudar a su marido durante su enfermedad. Son momentos duros, dolorosos, y escribir la ayuda a resistir:

Sánchez abrió con citación

Un personaje, el de Johanna, bien perfilado, que el lector va conociendo poco a poco, a través de sus palabras y de lo que hace: su vida íntima y familiar, su capacidad para superar la enfermedad y la muerte de su marido, su papel de madre y la gran entereza que, unida a una determinación igualmente increíble, la hacen capaz de hacer justicia a la obra de su cuñado.

El libro se despide justo cuando Johanna obtiene sus primeros éxitos de crítica y público, a través de las exhibiciones de las obras de su cuñado: y en realidad es sólo el comienzo, ya que el corpus total aún está por exhibirse. Como sabemos por la historia de su vida, logrará con creces su propósito: entregará al mundo las pinturas, dibujos y cartas y allanará el camino de un futuro lleno de satisfacciones para el tercer Vicente, su hijo, que participó en la construcción del museo de Ámsterdam dedicado al pintor, donde hoy se conservan más de 250 cuadros, 500 dibujos y acuarelas y más de 700 cartas. ¡Imprescindible para cualquiera que visite Ámsterdam!

Camilo Sánchez nació en Mar del Plata y vive en Buenos Aires. Periodista y poeta, ha colaborado con los más prestigiosos diarios argentinos –desde «Página 12» pasando por «Clarín» pasando por «Ñ»– tanto como editor como escribiendo reportajes de todo el mundo. Actualmente dirige «Dang Dai», una revista de intercambio cultural entre Argentina y China.

Mientras miraba un documental de la BBC, le llamó la atención una imagen de Johanna van Gogh-Bonger, mencionada fugazmente como la custodia de las pinturas y las cartas; durante una larga estancia en Nueva York, recorriendo museos y bibliotecas, descubrió su papel fundamental, nunca contado, en la defensa del olvido de la obra de Van Gogh. Era la historia que Sánchez esperaba para su primera novela, La viuda de Van Gogh: una homenaje al extraordinario pintor que murió solo, se suicidó, ya la mujer que luchó por hacerlo inmortal como artista.


Viaje Literario: Australia, Picnic en Hanging Rock by Pina Bertoli

Ignorada durante mucho tiempo por el panorama literario internacional, la literatura australiana, al igual que la literatura neozelandesa, se ha extendido más allá de sus fronteras geográficas desde los últimos veinte años del siglo pasado tras la concesión del Premio Nobel de Literatura por parte del australiano Patrick White (1973). Y gracias a la fama internacional adquirida por novelistas pertenecientes a la siguiente generación como David Malouf, Peter Carey y Tim Winton.

El año 1988 representó un momento significativo en la historia del continente australiano, la fecha del bicentenario del asentamiento británico en la colonia de Nueva Gales del Sur, y marcó también un punto de inflexión para la cultura australiana que, traspasando sus fronteras geográficas, se proyectó hacia una internacionalización más decisiva. No es casualidad que en 1988 el escritor Peter Carey ganara el premio literario inglés más prestigioso, el Booker Prize, sellando esta difusión literaria de Australia en el mundo. (Sugiero leer el ensayo completo, de la autora Serena Baiesi, que recorre en profundidad la historia literaria de este continente).

Una de las novelas que muchos han conocido sobre todo a través de la película del director australiano Peter Weir (que firmó, entre otras, Dead Poets Society y The Truman Show, además de Master and Commander), es Picnic at Hanging Rock, de la escritora Joan lindsay

La novela descansa sobre la poderosa dicotomía entre naturaleza y cultura. La trama narra el viaje de una clase de alumnas del aristocrático colegio femenino Appleyard -cerca de Melbourne- a Hanging Rock, un grupo de rocas volcánicas con vistas al estado australiano de Victoria, el día de San Valentín. Estamos a principios de 1900 y algunas de las chicas protagonistas, frustradas por una cultura rígida y respetable y castigada hasta en la ropa, son irresistiblemente atraídas por el insondable misterio de la naturaleza y se pierden en ella para siempre. Incluso los relojes se detienen: la naturaleza se traga la cultura, el mito se traga la historia, la eterna sucesión de amaneceres, atardeceres y estaciones trastorna el transcurso cronológico regular del tiempo.

También en la década de 1970, una serie de televisión basada en la novela de Colleen McCullough The Thorn Birds causó sensación; aunque sigue siendo el libro más vendido en Australia, personalmente no lo aprecié del todo.

Los decanos de letras australianas son Henry Lawson y A.B. Banjo Paterson.

Henry Lawson es uno de los escritores del período colonial. La mayoría de sus obras se centran en la estepa australiana, como la desolada “Past Carin'”, y algunos lo consideran el primero en ofrecer una visión precisa de la vida en Australia tal como era en ese momento.

Andrew Barton-Paterson, conocido como “Banjo”, fue poeta y periodista. Escribió muchas baladas y poemas sobre la vida australiana, centrados principalmente en el entorno interior del interior. Sus obras presentan una visión idealizada y romántica del campo australiano y sus habitantes, vistos como héroes que se enfrentan con valentía a las penurias de ese entorno. Esta visión ciertamente también estuvo condicionada por los sentimientos fuertemente nacionalistas de Paterson.

En las nuevas generaciones destacan Tim Winton y Doris Pilkington


Reseñas: Tarzán de los monos de Edgar Rice Burroughs. by Paula Emmerich

Un libro excitante hasta que el autor domestica al hombre-mono

La primera parte del libro es una excitante y coherente narración de eventos extraordinarios: la llegada de los Clayton (los padres de Tarzán) al continente africano después de una desafortunada travesía; el nacimiento del niño y la muerte de los padres; la adopción y crianza del niño por una mona; el desarrollo de increíbles habilidades del hombre-mono; su lucha por el dominio de la selva… Estos capítulos están escritos con tal vigor y suspense que crees ser testigo presencial de aquella realidad asombrosa de contiendas desgarradoras entre fieras y el hombre-mono, de situaciones de supervivencia y de proezas físicas y mentales.

Y así como la musculatura, la inteligencia y las habilidades de Tarzán son formidables, todo en la narración resulta de impactante fuerza… hasta que la historia se derrumba, porque lo que habíamos pasado por alto para mantener en vivo el mito de Tarzán alcanza el extremo de lo inverosímil y se rompe el sueño en el que estábamos sumergidos.

***Spoiler Alert***

Empecemos por lo sencillo. Tarzán aprende a leer y escribir por sí mismo como un competente maestro: Tarzán lee libros y cartas en inglés a la perfección (aunque no habla el idioma). Pude haber pasado por alto este aprendizaje fantástico, pero, cuando el hombre-mono empieza un proceso acelerado y absoluto de domesticación, ya no pude creer en la fábula. El autor convierte a Tarzán en un caballero francés de la noche a la mañana con el único fin de propulsar el romance entre Tarzán y Jane.

Una pena, porque por ¾ partes lees con excitación, aceptando con gusto, asombro y curiosidad el mito del hombre-mono y de sus habilidades asombrosas… Y al final te das de narices con un romance ordinario. Lo interesante hubiera sido ver cómo procede el romance de la jungla, entre el salvaje y la mujer civilizada, cuyo encuentro inicial es narrado con extraordinaria fuerza. Igualmente, lo interesante hubiera sido ver el proceso ―exitoso o no― de adaptación del Tarzán primitivo, verlo debatirse emocional y mentalmente entre su jungla y el mundo civilizado. Pero el autor acelera el proceso y se pasa por alto cuestiones fundamentales.

Otro tema que me ha incomodado es el racismo. Ahora, si tuviéramos que quemar los libros de los siglos pasados que exhiben algún «ismo», no quedaría literatura alguna, así que suelo tolerar estos sesgos. Sin embargo, en esta oportunidad, es un racismo tajante. Rice Burroughs nos muestra una villa de africanos salvajes, caníbales, incompetentes y supersticiosos, y a un Tarzán que les roba, los mata y los humilla, pero que es presentado como superior.

Es cierto que el autor menciona que los aldeanos huían de la mano cruel e inhumana de los belgas y pinta a algunos de los personajes europeos como seres de la peor calaña; sin embargo, la esencia de su racismo es este: Tarzán, criado por monos agresivos y caníbales, fue presentado como superior en inteligencia, ética y espíritu sobre aquellos aldeanos africanos, y nadie en la comunidad lo hizo sentir «humano». Tarzán descubre su identidad humana con el hombre blanco.

A mi modo de ver, el problema principal del libro es que, entre las escenas de excitante acción y los momentos de reflexión del súper héroe, parecían vislumbrarse los grandes temas de la naturaleza ambivalente del hombre y de la posible victoria del raciocinio y de la compasión humana sobre la bestia; sin embargo, estas cuestiones quedan enmarañadas y degradadas con la idea de la superioridad europea (con una predilección por la cultura inglesa). Y, hacia el final, el autor abandona la aventura de la selva, la que había sido la fuente principal de nuestra excitación y asombro, y nos escribe un cliché romántico, civilizado, raudo e inconcluso. Aparentemente, lo hizo para que continuemos la lectura de la serie (incluye veintitantas novelas más). Sin embargo, el desenlace absurdo y artificial de la obra original no me llama a proseguir.


La obsesión por los muertos en estupendas obras de arte — By Aldana Muñoz

El espejo de la muerte, hacia 1929
Óleo sobre lienzo, 83 × 66 cm
Firmado en el ángulo inferior izquierdo: «J. Solana» Inscripción en rojo al dorso, en el bastidor: «El espejo de la muerte»

Desde Dante hasta Lovecraft, nuestra pasión por las cosas ocultas siempre ha sido un tema recurrente en cualquier expresión artística. Esto se debe quizá a que el humano es un ser curioso por naturaleza; siempre está allí buscando algo nuevo o una explicación para todo lo que se le ponga enfrente, esa cualidad muchas veces le ha impedido la posibilidad de dejarse sorprender por las cosas del universo.

Pirámide de cráneos»- Paul Cézanne

Tal y como si se tratase de frutas sobre una mesa, estas calaveras apiladas representan una especie de naturaleza muerta. La imagen monótona que Cézanne tenía sobre la vida, hacía que su interés se volcara hacia la muerte, es por ello que constantemente veremos en su obra muchas alusiones hacia esta msiteriosa transición.

A pesar de los esfuerzos del hombre por abarcar todos los campos del conocimiento y la naturaleza, existe un misterio que hasta nuestros días nadie ha podido develar: la muerte. Esta etapa de la vida en la que dejamos atrás nuestro ser corpóreo ha fascinado a miles de intelectuales a lo largo de la historia de nuestro planeta; todo mundo se pregunta qué hay después de la muerte y sin embargo nadie ha podido descifrarlo.

“Asunción de la Virgen” (1475-76) de Francesco Botticini»: no se trata de cualquier muerte; es el deceso de la madre del dios católico y no merecía menos homenaje visual que situarla en un paso divino al eterno lugar donde será coronada. Claro, este sitio no se limita a la Virgen María, es también la promesa y la esperanza de un porvenir sobrenatural mejor.

El hombre niega que la muerte sea el final de todo. Los antiguos aztecas creían que la muerte era sólo el paso hacia otra dimensión en la que los seres humanos tenían la posibilidad de mantener contacto directo con los dioses; es por eso que esta fase del ciclo vital era tan celebrada por nuestros antepasados. Es por eso que los cráneos, como representación definitiva de la muerte, tenían gran importancia en las sociedades prehispánicas tanto como para ser retratados con los materiales más preciosos que ofrecía cada región.

La Calavera Catrina»- José Guadalupe Posada

La postura del pueblo mexicano frente a la muerte nunca ha sido negativa y eso es lo que Posada quiere remarcar en su grabado. Pintar a la muerte como alguien bello y sonriente nos da esa paz que necesitamos en aquellos angustiantes momentos en los que pensamos en nuestro fin como algo inminente. Esta obra hace que queramos abrazar a esta señora tan elegante aunque en ello se nos vaya la vida.

Todas las culturas alrededor del mundo han tenido su propia visión de la muerte; este concepto depende directamente del contexto en el que se genera. Muchas de estas ideas además de estar plasmadas en libros y tratados sobre el tema, también se encuentran retratadas en obras de arte cuyos personajes principales son cráneos que nos recuerdan con una amable sonrisa la fragilidad de nuestra existencia.

Gran escena de la muerte” (1906) de Max Beckamnn

La pintura que se encarga de representar a la perdida del hálito vital no podría estar completa en su paso por la historia si no encontrara en algún cuadro la posibilidad de mostrar fielmente el lamento, la tristeza y el dolor que le embargan.

«El hombre que no percibe el drama de su propio fin no está en la normalidad sino en la patología, y tendría que tenderse en la camilla y dejarse curar”. (Carl Jung)

Meat Magi»- Mark Ryden

Ni siquiera el arte contemporáneo se salva de tener a la muerte como uno de sus protagonistas más entrañables. En esta pintura de Mark Ryden podemos ver la manera en la que la muerte es retratada: ya no es esa figura macabra y acechante a la que estábamos acostumbrados sino que es incluso una especie de amiga cuya llegada esperamos con ansias.


Arte: André Butzer En el Museo Thyssen-Bornemisza by Francisco Bravo Cabrera

Bueno, se dice que este artista alemán, (Stuttgart 1973), es un expresionista, y que se nutre del arte pop y del comic.  Es posible y acepto esa explicación, hasta cierto punto, pues me parece que su mayor influencia es del comic y menos la del expresionismo, pero bueno, ahí lo dejo.  Sus cuadros son muy infantiles, pintados, a mi juicio, al lo naif, utilizando principalmente colores primarios probablemente sacados directamente del tubo. No creo que haya tenido que pensárselo mucho, este pintor alemán, para pintar un cuadro y ni siquiera se ha tenido que currar el titulo ya que a la mayoría le pone “Sin titular.”

Pero bueno, el Thyssen-Bornemisza expondrá 22 de los cuadros de Butzer, en cuatro salas, y también presentará…a la venta, supongo…un libro, de la editorial Taschen, de 400 páginas que narra la evolución de la obra de este artista comenzando en la década de los 1990 y llegando hasta el presente. El libro supuestamente explora como usa la fuerza del color.

Algunos, por ahí en el “mundo del arte” han llegado a decir que Andre Butzer es el pintor que ha logrado la fusión del expresionismo europeo con el pop art Americano. Me parece un planteamiento un poquitín optimista. Personalmente no lo veo así. Vosotros lo veréis ya que la expo será hasta el próximo 10 de septiembre 2023.  Esta es, sin ser otra cosa, la primera retrospectiva de Butzer en un país que no fuera el suyo.  El curador es el director artístico del museo, Guillermo Solana que para esta exposición ha colaborado muy cercanamente con los del atelier particular del artista.

La exposición incluye dos obras que recientemente fueron añadidas a la colección de Blanca y Borja Thyssen-Bornemisza: “La lámpara mágica” (2010) y “Sin titular” (2022).


Los mandamases y la maestra by Carmen Romeo Pemán

Las fragolinas de mis ayeres.

A mi madre y a todas las maestras que han pasado por El Frago.

Aquella tarde estaba jugando al guiñote con el maestro, contra el secretario y el veterinario. Durante la partida, en el café de Rosendo, no se habló de otra cosa. De doña Filomena, la nueva maestra. La tercera en lo que iba de curso. Eran todas iguales, unas postineras. Pero esta, además de joven y presumida, era una sabelotodo que se enfrentaba al lucero del alba. Y eso yo no lo podía permitir en un pueblo de orden y la mandé llamar.

—¡Buenos días, doña Filomena! No tenga miedo que no le voy echar ninguna regañina.

—¡Buenos días, mosén! La verdad es que no sé por qué me ha llamado.

Me llamó la atención la calma con que me respondió.

—Pues verá. Me parece que no presta mucha atención a la enseñanza religiosa.

—No se confunda, mosén. Yo soy creyente y rezo con las niñas que quieren.

—Pues a eso voy. En religión hay que obligar. Estas libertades pueden traernos libertinajes.

—Yo… yo creo que si les damos un poco de libertad sus creencias se harán más fuertes.

—Espero que me haga caso. Además, le guardo mismo regalo que a las maestras anteriores. —Me giré hacia la mesa de la sacristía y tomé dos libros—. Aquí tiene El Año Cristiano y Flos sanctorum para lecturas de clase.

Antes de seguir con el asunto, me callé un momento. Esperé a que el veterinario, el maestro y el secretario levantaran la vista de las cartas.

Les conté cómo, aquella misma mañana, me había rechazado los libros. De forma altanera me dijo que solo ella se ocupaba de los asuntos de la escuela. Pero yo no lo tomé a mal, que el confesonario me había enseñado mucho en eso de la soberbia de las mujeres. Es más, para ver si la traía a buenas, a media mañana me acerqué a la escuela con La perfecta casada de Fray Luis de León. Y delante de las chicas me dijo que no pensaba leer ese panfleto.

En ese momento todos dejaron las cartas encima de la mesa. Y el maestro, que había notado que la nueva maestra solo tenía ojos para el médico, se animó.

—No llevaba aquí ni dos días cuando los chicos ya me dijeron que no querían rezar. Y uno de los pequeños fue el que se atrevió a decirme que la maestra había colgado un crucifijo pero que ella no rezaba ni obligaba a las chicas.

—Esto es motivo para echarla del pueblo —exclamó el dueño del café desde el mostrador.

Yo, como si no lo hubiera oído, seguí con mi cantinela.

—A mí no me la pega. Que cuando le he preguntado por qué se había llevado el crucifijo en la cartera y no lo había dejado en la escuela, me ha contestado: “Es que no quiero que se manché con el hollín de las paredes de ese antro que me han asignado como escuela. Además, en mi casa estará mejor guardado”.

Respiré un poco para ver las caras. Se estaba caldeando el ambiente, y seguí:

—Pues yo sé de buena tinta que los masones arramblan con las vírgenes y santos. Así que igual estaba metida en el robo del Niño Jesús de Praga, que acababa de desaparecer de la iglesia.

Al oír esto el veterinario y el maestro, que iba de pareja conmigo, se santiguaron.

—Bueno, mosén, que esto son palabras mayores. Vamos a acabar la partida y luego hablaremos —dijo el veterinario.

—¡Las cuarenta! —grité.

Entonces el secretario, que jugaba contra mí, se puso de pie.

—Espero que no se haya inventado la patraña del Niño Jesús para despistarnos y ganarnos la partida.

—Y yo espero que esto sea un arrebato de mal perdedor. —Me puse de pie y levanté la voz—. No me gustaría tener que ir a la caza de brujas y de masones.

—¡Por Dios, mosén Genaro! —me respondió el secretario y yo me volví a sentar—. No me esperaba esto de usted después de tantos años juntos.

—Tenga cuidado con lo que dice —le contesté—. Aquí sabemos de qué pie cojea cada uno. Y más cuando usted prefiere ir a confesarse con otros curas fuera del pueblo.

—Venga, sigamos con lo nuestro. Que me parece a mí que esta maestra nos está sacando a todos de nuestras casillas —dijo el maestro.

—No será para tanto. —El dueño del bar le pasó una mano por el hombro al secretario—. Todos conocemos a mosén Genaro y gracias a él van las cosas bien en este pueblo.

Rosendo se sentó a mirar en una esquina de la mesa y cuando acabamos de jugar comenzó con una de sus monsergas.

—¡Dónde se ha visto que unas alumnas manden más que la maestra! Si ustedes que tienen autoridad no tercian en el asunto, pronto se nos habrán subido a las barbas las crías, la maestra y las mujeres.

—¡Eso no lo permitiremos nunca! No dejaremos que Satanás entre en nuestras casas. —Me subía tanto calor desde el pecho que me sofocaba—. Lo mejor será que el domingo la amoneste desde el púlpito.

—¡Un poco de calma! —terció el veterinario—.No saquemos las cosas de quicio.

—A mí me va bien que sigan viniendo a mi café. Pero, si algún día me las tengo que ver con mi mujer y con mis hijas y ustedes no han hecho nada, me cagaré en sus muertos —se envalentonó el dueño del bar.

Entonces entró el médico. Rosendo volvió al mostrador a servirle un carajillo bien cargado de ron. Mientras se lo preparaba pensaba: “Con este, como con el secretario, no sé a qué carta quedarme. Unas veces la critican y otras dicen que con ella ha llegado un aire fresco. No sé, no sé, me tienen un poco mosca”.

Don Valero aprovechó la espera y me dijo al oído:

—He hablado con doña Filomena y está descontenta con lo que le ha dicho esta mañana.

Acto seguido, continuó en voz alta para que lo oyéramos todos:

—Esto se está pasando de castaño oscuro.

El medico se acercó a la estufa y mientras se calentaba las manos y me contestó:

—Pues ahora el que me voy a pasar soy yo. Quiero que sepa que a mí, y a muchos del pueblo que no se atreven a hablar, nos parece que la Iglesia no tendría que meterse tanto en estos asuntillos mundanos, como los  llaman ustedes.

—¡Quéé diice! Hasta hace unos años las escuelas estaban en manos de la Iglesia para evitar los desatinos de los liberales en la formación de las almas de los niños. Cuando nos las quitaron nos pareció mal que entraran maestros, pero luego, con las maestras, las cosas fueron de mal en peor. Y no sé adónde nos llevara el señor Romanones con el nuevo Ministerio de Educación. Algún día se acordarán de mosén Genaro.

Después de aquella tarde me pareció que la maestra se había calmado, aunque el cartero me dijo que un día sin otro enviaba cartas de protesta a la Inspección. Así que una mañana, cerca ya de Semana Santa, me presenté en el Ayuntamiento. Cuando comencé a hablar el alcalde me alcanzó una nota que acababa de escribir.

El mes que viene, con el comienzo de la Semana Santa prescindiremos de sus servicios. Ya tenemos contratada otra maestra para la vuelta de vacaciones. El Frago, 12 de febrero de 1902.

Cuando el alguacil le llevó la nota, la vi que salía de su casa hacia El Terrao. Aproveché que estaba ensimismada, escuchando el ruido del río desde la barbacana, y me acerqué. Oyó mis pasos y se volvió como una gripiona.

—Mire, mosén Genaro, por su culpa y los mandamases como usted, las mujeres de este pueblo no irán a la escuela y se pasarán la vida subiendo cántaros de agua por esta trocha de cabras.

Se dio la vuelta y se fue pisando barro con unos zapatos rojos de tacón alto.

Carmen Romeo Pemán

Relato publicado en la revista cultural de El Frago, Entre picarazones. Número III, octubre de 2922Foto de Modesto Montoto.


Arte: Juana Pacheco y Juan de Pareja by Francisco Bravo cabrera

(Francisco Bravo Cabrera, escrito escuchando “Sketches of Spain” de Miles Davis)

¿Habrá pintado Juana Pacheco, la mujer de Diego Velázquez, mucho de los cuadros firmados por el gran maestro barroco? O quizá ¿Los habrá pintado su esclavo, Juan de Pareja? Bueno, eso piensan muchos historiadores de arte, pues se sabe que Velázquez tenía fama de ser un poco flojo para la faena, dada por su propio amigo el Rey Felipe IV, que se quejó de la indolencia del artista.

Pero bueno, hablemos de Juana Pacheco. Nació el uno de junio de 1602 en Sevilla, hija del pintor español, Francisco Pacheco. Aunque no existen obras con la firma de Juana, se sabe que si sabia pintar y es muy posible que hubiera hecho muchas obras y que fueran acreditadas a su esposo, Diego Velázquez, con quien se caso cuando apenas había cumplido quince años. Sabemos que durante esos años a las mujeres no se les dejaba hacer casi nada.

Juana fue modelo de varios cuadros atribuidos a Velazquez como “Sibila,” “Adoración de los Reyes Magos,” ”Cabeza de Muchacha” y algunos otros. En realidad no se sabe a ciencia cierta si los cuadros eran realmente de Velázquez o si era Juana la modelo. Hay muy pocos datos sobre la vida de estos dos grandes personajes de la historia del arte. Pero Juana y Velázquez permanecieron juntos hasta la muerte, 42 años , pues ambos murieron en 1660.

Ahora, si podemos hablar un poquitín de Juan de Pareja, el llamado esclavo de Velázquez, que nació en Antequera, (provincia de Málaga) en 1610. Antonio Palomino, pintor español e historiador de arte, dijo que Pareja era morisco, mestizo y “de color extraño.”  Probablemente aprendió el oficio por su propia cuenta mirando y fijándose en el trabajo de su amo y de otros aprendices del atelier, y se sabe que Velázquez tenía muchísimos. El mismo Rey Felipe IV, quien tuvo ocasión de ver uno de sus cuadros, dijo del que alguien con tal talento debe ser libre y le exigió a Velázquez que le concediera a Juan de Pareja su libertad.

En 1649 Pareja viajó con Velázquez a Italia donde el maestro pintó su retrato que fue expuesto en 1650 en Roma y ese mismo año, en el mes de marzo, Velázquez le otorgó, legalmente, su carta de libertad, válida para el Reino de España.

Juan de Pareja regresó a Madrid donde se ubicó y pintó hasta su muerte en 1670.

Es muy posible que Velázquez, utilizara a sus aprendices, ayudantes, a Juan de Pareja y hasta a su mujer, Juana, para que le ayudasen a pintar sus cuadros y que él le haya puesto los toques finales y, por supuesto, la firma. Se sabe que Pareja era un excelente pintor y que pintaba, claramente, a la manera de Velázquez. Si algún día apareciere alguna obra con la firma de Juana Pacheco, ya entonces supiéramos hasta donde llegó la mano de ella en los cuadros firmados por su marido. Todo es posible en la historia del arte y según vamos adquiriendo mas y mas conocimientos y descubriendo mas y mas cosas del pasado nos vamos enterando de cosas que habían permanecido ocultas.


Diario —03 10:21 hs. by Felicitas Rebaque

Diario de la Feria del Libro de León—03 : La Bruja Burbuja by Susana Fernández Fernández

Preguntas rápidas en la Feria, a… Susana Fernández Fernández

Pregunta:1.- Cómo se siente un escritor perteneciendo al grupo de Masticadores

Respuesta Susana Fernández: Es un honor pertenecer a un grupo de escritores con tanto talento , con quienes compartir lecturas ,eventos e inquietudes literarias.

2.- Cómo has acogido la iniciativa de Masticadores León de participar en La Feria de libro con caseta propia?

Respuesta: . La iniciativa de Masticadores de participar en la Feria la he acogido con gran entusiasmo. Me parece una idea fantástica que aplaudo y apoyo. Si no puedo estar agradecida a los editores y organizadores: Felicitas Rebaque, Mercedes G. Rojo y Juan Re Crivello .

3.- Según las últimas estadísticas publicadas, una gran mayoría de personas que nos leen, lo hacen a través del móvil.  Qué opinas de que te lean cientos de lectores en el tren, en el bus,  en la peluquería, o en la playa?

Respuesta: Creo que es importante que exista la opción de que nos lean a través de las nuevas tecnologías, ya que hoy en día llegan a todo el mundo.

4.- Qué libro presentas en La Feria de Leon? Háblanos un poco de él

Pregunta. En la Feria de León, presento el libro de narrativa infantil : La bruja Burbuja y el karma del Arte ( Editorial Lobo Sapiens) .


Diario —01 08:00 hs. by Felicitas Rebaque

Detrás de ese mostrador está un sueño  compartido y la ilusión de que el nombre y proyecto de Masticadores se conozca y transcienda.  Detrás, hay muchísimas horas de trabajo del equipo, especialmente de Mercedes G. Rojo, José Luis Serrano  y Elvira Martínez Ropero
 Allá vamos, Masticadores  León. Es un orgullo tb representar a todos nuestros compañeros Masticadores


Diario desde la Feria del Libro de León (A partir de mañana publicaremos desde la propia Feria)

Desde el próximo día 4 hasta el 14 de mayo, la caseta de Masticadores León permitirá a los lectores disfrutar de las grandes creaciones literarias de la zona y de sus autores.

En su caseta de la Feria del Libro leonesa de este año, veinte de sus miembros se vestirán con la montera de los libros y, acompañados de una docena de personas relacionadas con el panorama literario de esta provincia, mostrarán al visitante sus obras, permitiéndole un contacto directo con los autores e, incluso, la firma de algún que otro ejemplar.

Les esperamos. mañana comienza este Diario.


Arte // LOS CUADROS FALSOS by Francisco Bravo Cabrera

Cuadros falsos deben haber miles y miles por el mundo entero, en colecciones privadas y ciertamente en el Museo del Prado, Le Louvre, el Metropolitan, el Guggenheim y en casi todos los demás. A Picasso le preocupaba y hasta llego a decir que los galeristas y vendedores deberían tener mucho cuidado, especialmente con sus cuadros, que el mismo sabía eran fáciles de falsificar. Y como siempre, del otro lado de la moneda tenemos a Dalí que se dedicó a firmar hojas en blanco para estimular las falsificaciones queriendo así que su obra continuase ad infinitum después de su desaparición.

Hay que recordar también el caso de Oswald Aulèstia, el que muchos consideran que es el mayor falsificador del mundo. Pero es que es un artista con obras propias, este barcelonés, hijo del escultor y pintor Salvador Aulèstia. Comenzó su vida de pillo haciendo falsificando las obras de su propio padre. El FBI lo considera culpable de inundar el mercado norteamericano con cuadros falsos de Picasso, Miró, Dalí, Chagall y de otros más. Una miniserie de sus hazañas se estrenó en pasado enero, dirigida por Kike Maíllo quien también hizo un documental de largometraje basado en este personaje.

Antes de este se conoció el caso espectacular de Elmyr de Hory, el gran falsificador húngaro, al cual Orson Welles le hizo un documental titulado “Fraude” (“F for Fake”). Este falsificador fue… por un tiempo… considerado un gran pintor, pero la verdad era que ni siquiera pintaba. Eran una pandilla de tres pillos, uno que pintaba, el otro que vendía y de Hory, que falsificaba los sellos y las firmas de aduana para, supuestamente, garantizar la autenticidad de los cuadros falsos que vendían. Pero, muy listo no era porque se descubrió su delito en Franca y sus compradores presentaron una denuncia y muy pronto le llego una orden de extradición, a Ibiza, donde vivía de Hory a la sazón. Parece que sabiendo lo mal que le iría al llegar a Francia, decidió suicidarse en Ibiza el 11 de diciembre de 1976.

Ahora el FBI ha dado a conocer que andan tras la pista de falsificadores del pintor negro norteamericano, Jean Michel Basquiat.  Parece ser que una exposición en el Museo de Arte de Orlando, en la ciudad de Orlando, Florida, titulada “Héroes y Monstruos,” están expuestas obras posiblemente falsas del joven artistas que murió a los 27 años al final de la década de los ochenta.

El señor Aaron De Groft, director del museo floridano ha dicho y asegurado, que los cuadros son auténticos, que son originales. Pero el FBI opina otra cosa sobre estas pinturas hechas en el dorso de cajas de FedEx. La primera señal del fraude es que las letras del logo de la empresa, que aparecen al dorso de las pinturas, no se empezaron a usarse hasta seis años después del fallecimiento del pintor.  Aunque el museo insiste en que si se usaban en vida de Basquiat.

Supuestamente estos cuadros, 25 en total, fueron pintados en Los Ángeles, California, en 1982 y fueron vendidos al director de la serie de televisión norteamericana “MASH.” Desde el fallecimiento de este las obras permanecieron desaparecidas hasta que reaparecieron en 2012 en un almacén que se vendió a ciegas. Hasta ahora estas obras no han recibido interés alguno ni de los coleccionistas ni de otros centros de cultura. ¿Se estará jugando su reputación este museo de Orlando?

Así que la próxima vez que visites uno de los grandes museos del mundo y te pongas a contemplar los grandes cuadros de los maestros del presente y del pasado, piensa que hay una cierta posibilidad que ese Dalí, que te ha gustado tanto, o ese Chagall, Picasso, Monet o Manet, no lo haya pintado su supuesto autor, si no un pillín en un sótano…


Relatos: Bilbo era Jack by Joiel O.

De alguna forma Tolkien supo atraer hasta nuestro mundo al primero y acaso el más importante de sus hijitos literarios de pies peludos, carácter afable y gusto por las cosas sencillas, buenas y hermosas. Bilbo el hobbit, tal era su nombre.

Al igual que ocurrió con Gollum tras hacerse con el Anillo, el mediano se corrompió lejos de la Comarca, pues sufría de frecuentes accesos de melancolía y abatimiento. Añoraba tiernamente a su sobrinillo huérfano y a los amigos con los que había vivido tantísimas aventuras. Ay los enanos, cuánto echaba de menos verse rodeado de enanos fuertes y valientes que le librasen de dragones y criaturas todavía peores.

Jack el Destripador hizo el mal en el barrio de Whitechapel durante el año de nuestro Señor 1888, apenas cuatro años antes del nacimiento del hombre que nos regaló la Tierra Media y sus habitantes, ¿cómo es posible, pues, que sea su criatura Bilbo la culpable de aquellas muertes tan nefandas que causaron espanto y consternación en aquella época que nos parece lejana y las que siguieron?

La explicación es bien sencilla: los sucesos que se narran durante El hobbit y El Señor los Anillos (The Hobbit y The Lord of the Rings en sus versiones originales) transcurren mucho antes de la era en la que el Destripador comenzó a atentar contra las desdichadas rameras, y ya sabemos que los hobbits gozan de largas vidas y que algunos son de naturaleza inquieta. Cuando leemos que el viejo Bilbo marcha en compañía de su familiar más querido, el mago Gandalf (posible referencia al degenerado príncipe Alberto Víctor, quien gustaba de asesinar y destripar animales) y algunos elfos hacia las Tierras Imperecederas, estamos asistiendo a una triquiñuela poética por parte del autor, un pretexto para librar de sospechas al hobbit, de ahí que las hipótesis respecto a la naturaleza del despiadado asesino apunten a sospechosos tan dispares como los judíos, Joseph Merrick (conocido como El Hombre Elefante entre quienes gustan de lo morboso), los indios de los circos, hombres travestidos de afectos poco exquisitos, el citado príncipe o el pintor Walter Sickert, aficionado a retratar meretrices en actitudes diversas. El barco que zarpó de los puertos grises no llegó demasiado lejos. Bilbo se bajó en un puerto fantasma y desde allí tomó rumbo hasta nuestro mundo. Años después hizo lo que hizo y en 1892 asistió al nacimiento de su propio padre.

Es evidente que fue el pequeño Bilbo, hastiado ya de la Inglaterra victoriana y sus gentes, quien decidió hacer de su capa un sayo y lanzarse a las calles de un barrio de mala muerte para dispensar ruina y espanto por doquier, sumido ya en las oscuridades de una mente enferma por culpa de las tragedias vividas tantísimos años atrás, cuando tuvo que portar un anillo de poder que le hizo daño, demasiado daño. Si dejó de matar fue sencillamente porque dejó de ser Jack, no de ser Bilbo. Más tarde tomaría otras personalidades, pero de esto trataré en otro momento si el mal que me aflige no me conduce hacia parajes más sombríos.

¿Acaso puede ser coincidencia que el brutal asesino presente en la producción cinematográfica From Hell, estrenada en el año 2001, guarde tal semejanza con el venerable anciano que se nos presenta al comienzo de El Señor de los Anillos: la Comunidad del Anillo (2001 también) celebrando su ciento once cumpleaños entre fuegos de artificio y gente glotona? Las casualidades no se eligen.

Aún hoy las razones por las que Tolkien decidió engañar a sus lectores son todo un misterio, sin embargo resulta indudable que Bilbo Bolsón y Jack «vamos por partes» el Destripador son un mismo ser.

Cuando Bilbo pregunta a Gollum «¿Qué tengo en el bolsillo?» durante el juego de acertijos en El hobbit, ¿acaso cree el imprudente lector que la respuesta es el puñetero anillo mágico con capacidad de transformar en invisible a su portador? No hijo no, más bien se trata de una broma macabra, una pregunta perversa que el envilecido asesino hobbit lanza a los lectores de aquella y todas las épocas que estaban por venir. Lo que tenía allí escondido era, ni más ni menos, parte del riñón izquierdo de Catherine Eddowes, la cuarta víctima canónica de nuestro Destripador favorito. Demasiado terrible para inventar una canción, ¿verdad John Ronald Reuel?


Magazine, Fin de Semana

Compartimos las lecturas del fin de semana, que el equipo de Masticadores les ha preparado.

Les invitamos a visitar nuestra nueva creación, el Blog Hotel. En inglés y español y participan: Miriam Costa, Barbara Leonhard, Marcello Comitini, Nolcha Fox, Felix Molina, j re crivello, Walter Bargen, Elvira González, Julie A. Dikson, Ken Gienke, Laszlo Aranyi.

Visitar Hotel

Esteban Ierardo nos lleva hasta la histórica visita de Federico Garcia Lorca, en el Buenos Aires de 1930. Dice allí: “El 9 de noviembre de 1929 se inauguró el Hotel Castelar, cuando la Avenida de Mayo irradiaba una pujante vida cultural animada por escritores, actores, músicos y periodistas, en cafés y edificios distinguidos”.

Link de lectura

Entrevistas: Mauricio Patiño Acevedo by Marcela Duque

“Entre la palabra o la lengua o la literatura, o tus cuentos, o tus narrativas, ¿qué es lo que más te ha enamorado de la transmisión oral?

Muricio Patiño: Sin duda lo que me ha enamorado de la transmisión oral está justo por fuera de elementos como la lengua, la palabra, la literatura, los cuentos o mis narrativas. Es la gente. Mi disculpa para explorar los caminos del arte es la narración oral, sin embargo, la intención final es conectar, vivir momentos conjuntos en los que compartamos la imaginación y nos dejemos permear por lo que somos a medida que vivimos cada historia. Me llama poderosamente la atención la forma de vivir las historias que tienen las audiencias alrededor del mundo”.

Link de Lectura

En Arte El arte ¿está en la obligación de educar? by Rosa Boschetti

       Link de lectura

En Submundos, Entre la sal… —01 by Elvira González

“El señor Borsetti, venía de varias generaciones de zapateros, heredó la fábrica junto con los edificios y locales. Un hombre muy educado, gentil, pero con ideas demasiado conservadoras, aún para la época. Casado, su esposa no podía tener hijos, resignado con su destino. Tenía una cordial relación con su mujer, dormían en habitaciones separadas, la pasión extinguida entre ellos tiempo atrás. Había crecido haciendo plantillas para calzado, para ambos sexos, casi dormido podía elaborar cualquier modelo. Varios diseños femeninos los realizó pensando en su esposa, los cuales le parecieron muy atrevidos, nunca los utilizó, lo que le lastimó.”.

Link de Lectura

En Economía, Francisco J. Martín se pregunta que pasará con nuestro Planeta cuando llegeumos a los 10.000 millones.

“Según el informe de Strategy& de la consultora PWC, titulado «The Sustainable Food Revolution» (en castellano, «La revolución alimentaria sostenible«), la propia forma en que fabricamos nuestros alimentos es la que está poniendo en cuestión nuestro potencial para seguir alimentándonos en el futuro.”.

Link de Lectura (disponible a partir del dia domingo)

Feliz fin de semana

J re crivello

https://Masticadores.com

Brasil, USA, México, Argentina, India, Gobblers Europa, Francia, Rumania, Italia

FEM, Archipiélago, Latinos, Sur, Letras desde el Desván, Misterio, Focus, Global

Gracias por vuestro apoyo.


Relatos: Entre la sal… —01 by Elvira González.

Apenas podía sostener los párpados, sintió una punzada en la mano, una uña fracturada observó, luego se percató restos de piel en las demás, esa lucha. Utilizó todas sus fuerzas, para no lograr más que la desesperación ante tal ataque que la desgarró por dentro. Débil para moverse, notó parte de sus prendas rotas con lodo, brotaron gotas de agua salada mezcladas con amargura por todo su golpeado rostro. Las yemas de sus dedos percibían heridas en su delicada epidermis, percibía el sabor a sangre en boca. Comenzó a toser, el dolor agudo en el vientre, colocó las manos tratando de apaciguar la molestia, quería moverse, no lo logró. Se quedó dormida, al despertar, escuchaba el sonido que hacen los rastrillos sobre la sal, voces de hombres, trató de hablar, nadie escuchaba. Un rato después, con la palma de una mano tocó el piso, cristales de sal adheridos, consumió algunos, tenía sed. Minutos después buscaba el colgante dorado que traía en el cuello con su nombre, «Nubia»…

Una fábrica de zapatos en donde quienes daban vida a las creaciones eran mujeres, a excepción de los supervisores y jefes. La empresa les proporcionaba donde vivir, un viejo edificio de pocos departamentos, apenas a unos metros del taller, a espaldas del salinero. Dos torres de apartamentos, uno femenino y el otro masculino, entre ambos había una botica, tienda de abarrotes y cafetería. Todo eso pertenecía al mismo director de la zapatera. Rentaba los locales en una fortuna, los cuales tenían altos ingresos, se encontraban a las afueras de la pequeña ciudad. No tenían muchas opciones para abastecerse, era complicado llegar al centro, sin un automóvil. Cada negocio tenía en la parte de arriba una habitación amplia con baño y cocineta.

El señor Borsetti, venía de varias generaciones de zapateros, heredó la fábrica junto con los edificios y locales. Un hombre muy educado, gentil, pero con ideas demasiado conservadoras, aún para la época. Casado, su esposa no podía tener hijos, resignado con su destino. Tenía una cordial relación con su mujer, dormían en habitaciones separadas, la pasión extinguida entre ellos tiempo atrás. Había crecido haciendo plantillas para calzado, para ambos sexos, casi dormido podía elaborar cualquier modelo. Varios diseños femeninos los realizó pensando en su esposa, los cuales le parecieron muy atrevidos, nunca los utilizó, lo que le lastimó. Él los tenía guardados en sus cajas correspondientes, dentro del armario de su oficina, además de vestidos y joyas obsequios para su Grettel. Ella había aceptado casarse con Benedicto, por interés, era un hombre muy atractivo, elegante, culto, amable caballero, además rico. Ella sabía perfectamente que le sería imposible embarazarse, se había practicado dos abortos clandestinos cuando era muy joven, pese era uno de sus secretos.

Un año atrás… Nubia, joven, curvilínea, piel tostada, cabellera color negro ondulada, hasta los hombros, ojos grandes color verde, pestañas enormes, nariz recta, labios delgados. Estatura mediana, alegre, le gustaba cocinar, bailar, maquillarse, era una persona cariñosa, adoraba la lectura. Había tenido muchos novios, tenía imán para los pretendientes, aunque no creía en el matrimonio. Disfrutaba trabajar en la fábrica, diseñar el calzado era algo fascinante para ella, quería presentar creaciones al director de la empresa, se preparaba para ello. Tenía tres años de antigüedad laboral, sin faltas o retardos. Vivía con otras dos compañeras, Filomena y Hanna.

Filomena, era tan jovial, que siempre le calculaban menos edad, delgada, piel clara cabellera castaña con ondas larga, ojos medianos muy expresivos, nariz pequeña, labios gruesos. Sabía tocar el piano, la música le parecía fascinante, disfrutaba bailar, comer, lo que cocinaba se le quemaba, detallista, observadora, analítica. Tímida si un hombre le gustaba. Solían decirle que podría ser detective, realizaba su trabajo en forma impecable, detectaba cualquier defecto por insignificante que fuera. Tenía cinco años en la zapatera. Encontraba relajante devorar libros.

Hanna, atrevida, directa, sin filtros, morena clara, ojos grandes color miel, nariz chata, labios grandes, cabello caoba oscuro, voluptuosa, lista, alegre, le encantaba la fiesta. Cocinaba delicioso, tenía grandes habilidades con la costura, reparando aparatos eléctricos, era capaz de convencer a una piedra de que era una nube y hacerla volar. Si un hombre le gustaba, lo hacía caer perdidamente enamorado. Sus compañeras eran su familia, las cuidaba como hermanas. Tenía seis años en la fábrica. Disfrutaba mucho cuando le leían un libro, sin embargo era incapaz de leer sola.

Rose, se había quedado viuda joven, pero perdió todo, su difunto marido había apostado hasta la camisa y ella no lo sabía, así que al final salió ganando su libertad. Era la mayor de todas, todavía en edad de vivir, con una cintura diminuta, sus medidas con más curvas, muy femenina, un rostro angelical, cabello rubio cobrizo. Ojos verdes pequeños, nariz respingada, labios gruesos. coqueta natural, simpática, práctica en la cocina y en cada labor que realizaba. Maternal, aunque sin hijos, siempre aconsejaba a sus compañeras, organizaba todo a su paso. Disfrutaba la música, el baile, caminar, hablar, además del amor por los libros, los temas prohibidos eran una invitación para saber más. Llevaba seis años y medio en la fábrica. Vivía con Tessa y Louise.

Tessa, alta, delgada, piel pálida, ojos grandes color café, nariz un poco aguileña, boca grande labios delgados, cabello castaño claro. Parecía muy seria, pero si entraba en confianza, era muy divertida, responsable, conservadora, tranquila, no buscaba problemas. Ella prefería comer que cocinar, pero era organizada con sus cosas. Le gustaba la música, bailar aunque le costaba soltarse en la pista, la historia y la lectura eran apasionantes para ella. Buena compañía, sobre todo si se sentía en un entorno seguro. Tenía el mismo tiempo en la fábrica que Rose.

Louise, estatura mediana, tez clara, cabellera castaño cenizo, ojos expresivos cafés, nariz pequeña boca mediana bien delineada. Delgada con curvas, siempre sonreía, pasar lo que pasara, tenía mucha paz interior, siempre bien y de buenas. Pero el día que se enojaba, volaban hasta las ollas. Le tenían mucho aprecio y respeto, hasta en le trabajo en el cual tenía siete años, conocía la historia de todos. Una mente brillante, hablaba poco, no creía en el matrimonio, había tenido malas experiencias. Cuando se metía a la cocina podía sorprender a cualquiera, dependía de su estado de ánimo, adoraba leer mientras escuchaba música.

Nubia, Filomena y Hanna compartían un departamento, cada una tenía su habitación y baño, eran responsables de mantener el orden. En las áreas comunes se dividía entre tres el trabajo, tenían ciertas reglas que seguir, en el edificio no podían entrar hombres. La persona que se encargaba de limpiar las escaleras, pasillos, la entrada era una señora muy estricta, llamada Magda.

En el departamento justo enfrente, vivían Rose, Tess y Louise, quienes se llevaban muy bien con sus vecinas. Todas trabajaban en la zapatera. Salían juntas y regresaban juntas, por lo general, por lo menos de dos en dos. Se cuidaban bastante, por la zona cuando anochecía pocas personas transitaban. Justo atrás había un salinero, al cual por lo general no se acercaban, ahí trabajaban solamente hombres.

En el edificio que habitaban los compañeros de la zapatera, las reglas eran más relajadas, también había pocos apartamentos, con tres habitaciones cada uno. Ingeniosos, hacían fiestas a las que asistían colaboradoras de la fábrica. La mayoría de ellos eran solteros, divorciados y alguno viudo. Solían ser cordiales en su trato, ese era un requisito para poder desempeñar las labores en la empresa. El director les explicaba que el calzado debía ser confeccionado con amor, pues eso percibirían las personas al utilizar un par de zapatos. Lo mismo pasaba con la comida, las prendas de vestir además de otras cosas. Algo con lo cual no todos estaban de acuerdo.

Siempre tenían un descanso a media mañana, en una mesa había café, té, además de pan, galletas o algún pastel cuando era cumpleaños de algún colaborador. Como era el caso de Rose, cumplía años, le encantaba el bizcocho cubierto de chochos de azúcar con uvas verdes. Una grata sorpresa al ver que el señor Borsetti lo había recordado, la infusión de canela, anís y naranja, el aroma era una verdadera delicia. Quien suspiraba en secreto por el director, además de ella algunas más.

Tenían preparada una fiesta sorpresa para Rose, esa misma noche en el apartamento de Nubia, Filomena y Hanna. Asistirían algunos de los caballeros con quien se llevaban bien, vestidos de mujer, con pañuelos en la cabeza o sombreros. Para no levantar sospecha, llevarían un libro en las manos.

Sentadaen un cojín de meditación, decalza, con una taza de infusión de manzanilla, romero y limón, velas encendidas con buena intención. El aroma a lavanda en el ambiente, una atmósfera relajante, en calma y confortable sofá para recibirte. Mientras escucho a Vanessa Martín – Pídeme feat. Mariza cálidas voces, buen arreglo. Agradezco tu visita ala blog, té o café, bocados dulces, disfruta la experiencia.

Respira tranquilidad. Inhala paz y exhala amor…



Relatos:

Una casa sin hogar by Maya Caravella Castillo

Al escuchar el ruido de las llaves abriendo la puerta se apresura en quitarse las lágrimas que han estado mojando la funda del edredón desde hace media hora. Al tiempo que se frota los ojos, se levanta de la cama de un salto, corre al espejo, se mira.

—Mierda… —Por más que se restriega las palmas contra las mejillas, no hay forma de disimular que su piel, normalmente tan pálida que trasluce el azul de las venas, ahora luzca roja e hinchada. Al igual que su nariz.

Sara camina con el ceño fruncido, los labios apretados y el paso firme hacia su habitación. A cada paso, el suelo retumba y cuando abre la puerta, la manivela da un golpe que hace vibrar la madera. Entra, da un portazo, se sienta en la cama y luego se tumba. Vuelve a incorporarse soltando un bufido y, de nuevo, se pone en pie. Da un par de vueltas a la habitación al tiempo que sacude las manos, coge aire y lo suelta, da un par de saltos y mueve el cuello hasta hacerlo crujir. Vuelve a salir de la habitación, cerrando con un nuevo golpe, y se dirige a la cocina.

—Puta mierda. —Varios mechones de pelo le caen sobre la cara; se han escapado del agarre de la goma de pelo que cae por la mitad de la cabeza sujetando los restos de una coleta. Tiene las mejillas rojas y antes de agacharse frente a la nevera abierta se recoge las mangas del jersey: una mancha marrón de diferentes tonos invade el centro del abdomen. Resopla—. Vaya puta mierda. —Está a punto de cerrar el frigorífico cuando aparece Mavi.

—Hey, hola. —Se sorbe la nariz ligeramente enrojecida. Está en pijama, un pantalón que le hace bolsas y una sudadera tan amplia que el bajo le llega hasta las rodillas. Tiene los brazos cruzados y únicamente los separa del cuerpo para coger con rapidez una hoja de papel de cocina y sonarse—. ¿Cómo estás? —Su voz es apenas un susurro.

—Bien. —Sara aun no ha salido de la balda que le corresponde en la nevera compartida. Vuelve a soltar un bufido—. Qué coño ceno yo ahora.

—Puedes hacerte una tortilla —sugiere Mavi con una suave sonrisa pero manteniendo la distancia con su compañera de piso—. Es rápido, si no estás de humor…

—Que estoy bien, hostia. —Cuando el electrodoméstico se cierra, la despensa se abre. Sara lo observa con los brazos en jarras, las manos apoyadas en la cadera y dando toquecitos en el suelo con la punta del pie—. A chuparla. —Sin sacar nada, traslada sus pasos al fregadero, donde una decena de platos se apila sobre varias cacerolas, una sartén y dos tazas del desayuno—. La puta mierda de los platos. —Mientras habla, estruja el estropajo entre sus manos, sacude la espuma del jabón sobrante y comienza a fregar.

Mavi la observa en una esquina de la cocina, encogida sobre sí misma. Con la mirada gacha, la melena corta que no excede el lóbulo de las orejas le esconde la cara. De vez en cuando separa los labios para iniciar una frase que, al quedar aplacada por los bufidos de Sara, nunca llega a sobrepasar, ni siquiera, sus cuerdas vocales. Deja que su compañera vaya de un lado para otro, cabizbaja, centrando su atención en las zapatillas de estar por casa. Vuelve a sorber por la nariz y se frota los ojos.

—¿Quieres hablar? —Cuando la ve fregando, se acerca por fin.

—No. —La respuesta es directa y cortante. Mavi alza las cejas y asiente.

—Ah. —Da un paso hacia atrás con las manos metidas en los bolsillos de la sudadera. Carraspea antes de volver a hablar—. Si necesitas cualquier cosa voy a estar en el balcón. Necesito un cigarro.

El humo se le queda atascado en el nudo que tiene en la garganta. Intenta tragar, pero tan solo consigue un ataque de tos. El ruido de los coches atravesando la callejuela iluminada por las farolas se entremezcla con los golpes de platos y vasos que provienen de la cocina. De vez en cuando, nota cierta quemazón en los ojos, secundada por un par de lágrimas que se apresura en hacer desaparecer con la mano que le queda libre. Respira profundamente, en silencio. Cuando suelta el aire, el cuerpo le tiembla.

Está apoyada sobre la barandilla, con la barbilla apuntando hacia el cielo y el cigarro sostenido con un par de dedos. Va dándole alguna calada que utiliza para llenar sus pulmones de aire, sostenerlo unos segundos y volver a soltarlo de vuelta. No abre los ojos, sino que siguen apretados con fuerza.

—Hazme un hueco. —Sara se cuela en el balcón dándole un empujón con la cadera. Hay una silla, así que se sienta. Colocada, saca una cartera de la que coge un filtro que se lleva directamente a los labios y un sobre de tabaco de liar. Tras el embiste, Mavi se mueve ligeramente a la derecha hasta que su hombro roza con la pared. Ahora clava su mirada en la calle. Cada medio metro hay restos del paso de algún perro, intercalados con botellines rotos, latas de cerveza o refresco, trozos de comida y bolsas de basura en general. Un suspiro sigue a una nueva calada; niega con la cabeza.

—En fin. —Se mordisquea la cara interna de la mejilla antes de volver a frotarse los ojos y girarse hacia Sara. Ya ha terminado de liar el cigarro y también mira a la calle—. ¿En qué piensas? —Sara se encoge de hombros.

—En que mi vida es una puta mierda. Como siempre. —Se lleva el cigarro a la boca, y cuando absorbe el humo, aprieta los dientes. Mavi la mira durante un par de segundos, pero enseguida vuelve a clavar los ojos en el suelo. Tarda en responder.

—Ya. Entiendo. —Vuelve a morderse la cara interna de la mejilla, dando al mismo tiempo unos toques al cigarro para desprender la ceniza.

Durante varios minutos, ninguna de las dos habla. Mavi acaba por darse la vuelta, volviendo a apoyar los codos sobre la barandilla para fijarse en la calle. Si no fuera por el camión de la basura que la atraviesa llevándose varias ramas de árbol en los retrovisores, el silencio sería sepulcral.

—No me vas a contar nada o qué. —La voz de Sara irrumpe con firmeza—. Tú qué tal el día.

—¿Yo? —Mavi se gira hacia su compañera con los ojos, normalmente rasgados, abiertos y redondos— Yo, pues… —Se queda callada hasta que un ligero temblor en el labio y las lágrimas aparecen. Mira hacia arriba en un acto reflejo y traga saliva de nuevo. Coge aire, lo suelta, aparta las lágrimas con las puntas de los dedos y, mientras, va dejando caer palabras inconexas. Sara, mientras, sigue con la mirada fija en la calle. El humo de su cigarro se extiende cerca de un metro con cada exhalación. Mavi continua— Pues… pues no… yo… —Las lágrimas brotan por fin y caen por sus mejillas— La verdad es que no…

—¿No estás bien? —irrumpe Sara— ¡Ja! Qué me vas a contar. —Tira la colilla por el balcón justo antes de volver a coger el paquete de tabaco de nuevo— Estoy harta de ser pobre, de tener que aguantar a pijos subnormales, de tener que callarme todo, de asentir y poner buena cara. —Mientras habla, sus cejas se juntan hasta tocarse la una con la otra. Mavi se ha quedado boquiabierta. Las lágrimas aun caen por sus mejillas.— No puedo con la falta de empatía de este país, tío, es que me da un coraje que no veas. Pero claro, una tiene que tragar porque tiene que pagar un piso y comer y vivir en este puto mundo de mierda. —En este momento dirige la mirada a Mavi, que asiente repetidamente con las cejas levantadas— Mira —continúa Sara, colocándose en la silla para mostrarle la camiseta. Mavi asiente al tiempo que se seca nariz y rostro con la manga de la sudadera—, mira esto. Un crío me ha tirado media torta de chocolate encima. Mi única camiseta limpia. —Vuelve a recostarse sobre el respaldo para, al instante, volver a incorporarse— ¿Me puedes decir tú qué me voy a poner mañana? Porque yo no lo sé. ¿Tú crees que a estas horas voy a poner yo una lavadora? —Se queda callada mirando a Mavi con los brazos extendidos. Mavi balbucea antes de responder.

—Oh, no. No, claro. No. No, la verdad es que no son horas, no. —Cambia el peso de un pie a otro. Carraspea y vuelve a cruzarse de brazos. Sara da una calada al cigarro— La verdad es que sí que es una mierda. Trabajar de cara al público es de lo peor que podría pa…

—¡Y luego, otra! —Los últimos retazos de humo salen al tiempo que la exclamación— Las horas extra que estoy echando que me las voy a tener que comer con patatas, claro. Te digo yo que de esto no veo ni un duro. Escúchame porque ya te lo diré. Ya te lo diré. —Esta vez, no llega a terminarse el cigarro cuando lo lanza nuevamente por el balcón. Se levanta de un salto de la silla— En fin. Voy a ver si ceno algo. ¿Vienes?

Tras la segunda interrupción, Mavi se ha quedado callada definitivamente. Aprieta los labios, se sienta en el suelo con las rodillas pegadas al pecho y simplemente escucha. Interviene con algún “sí” y algún “claro”, pero no aparta la mirada del cigarro hasta que Sara decide meterse en la casa. Entonces levanta la cabeza y niega, le muestra el cigarro aun por consumir.

—En un rato. —Sara la mira con las cejas levantadas.

—Madre mía, chica, sí que te tomas tu tiempo —dice al entrar—. Cierro aquí, que entra frío. —Y sin esperar respuesta, da un portazo.

Mavi da un respingo que le hace coger y soltar aire con fuerza. En el proceso, su labio vuelve a temblar, las lágrimas surgen de nuevo y esta vez, imbuida por la oscuridad, no se las quita.

—Sí, mami, todo bien. No te preocupes. —Sosteniendo el teléfono con una mano, Mavi da vueltas por la habitación— ¡Sí! En el piso todo genial. Sara y yo hemos hecho muy buenas migas. —En una de las paredes hay un calendario colgado. En él hay diferentes dibujos y fechas señaladas, y cada día pasado está tachado con una cruz. Mavi pellizca una de las esquinas.— No, sí, es guay porque tenemos cada vez más confianza la una con la otra —continúa Mavi—. Y ella se desahoga mucho conmigo. La verdad que tiene muchas cosas encima, me da mucha pena. Así que bueno si al menos tiene a alguien que escuche pues es una carga que puede quitarse. —Al hablar, su voz es apenas un susurro. Gira sobre sí misma, se encuentra con la mesa y comienza a amontonar algunos de los papeles que hay desperdigados por el tablero. Escucha con el ceño ligeramente fruncido y los labios apretados, traga saliva y carraspea antes de responder—. Yo también os echo de menos, mami… que hablamos todos los días pero por teléfono no es lo mismo. —Arruga la nariz: empieza a enrojecerse, al igual que sus ojos. Cada vez parpadea más rápido. Se toma unos segundos para coger aire, soltarlo; sus labios tiemblan cuando lo hace pero vuelve a tragar saliva y carraspear, logrando que su voz suene firme cuando habla—. Pero bueno, no queda casi nada para vernos otra vez. Y ya podremos hablar como siempre y contarnos nuestras cosas… —Las manos le tiemblan mientras recoloca los libros de la mesa. Los de teoría por un lado, los de lectura por otro; los encuadra con los vértices del tablero, al igual que los bolígrafos, que pone en paralelo y siguiendo una fila—. No sabes la de veces que me apetece un abrazo tuyo. —Acto seguido de formular la frase, sus ojos se llenan de lágrimas que se apresura en quitarse con la manga de la sudadera—. Sí, sí. Eso es lo que decía antes. No falta nada. —Respira profundamente y se restriega la nariz, que empieza a moquear—. Sí, sí, eso es lo bueno. Con ella puedo hablar también, sí. —Vuelve a limpiarse con la manga y asiente, esbozando una pequeña sonrisa antes de responder—. ¡Claro! Claro, no te preocupes. Vamos colgando ya que llevamos… —Se separa el móvil de la oreja para mirar la pantalla— Madre. Llevamos casi una hora. Sí, no, pues colgamos ya, si quieres. Sí, vosotros también, cuidaos mucho. Hablamos mañana. —Durante la despedida, se acerca a la cama y se deja caer para quedar tumbada boca arriba—. Yo también os quiero. Mogollón. —Agarra la almohada para abrazarla con fuerza—. Chao. Un beso. Que tengáis buena tarde.

Cuando cuelga deja caer el móvil a un lado, y al mismo tiempo que aprovecha la mano que se le ha quedado libre para apretar la almohada contra su cuerpo, se encoge sobre sí misma, en posición fetal. Se concentra en el silencio de la casa con los ojos cerrados y las mejillas húmedas.

Se despierta con la puerta de su habitación abriéndose con un golpe. Se incorpora y abre los ojos al mismo tiempo. Los tiene hinchados y enrojecidos, también resecos, y se clavan, entrecerrados, en Sara. Espera debajo del marco.

—¿Estabas dormida? —No espera a que Mavi responda—. Quiero fumarme un cigarro, ¿vienes? —La mira con el ceño fruncido, mientras Mavi, que se restriega los ojos con fuerza, pasa a sentarse en el borde de la cama.

—Dame un segundo que me ubique un poco —dice por fin, esbozando una pequeña sonrisa—. Dios, me he quedado muertísima. Estaba hablando con mi madre y…

—Bueno, voy saliendo. —Sara se marcha inmediatamente y Mavi se queda con la boca abierta mirando el hueco que deja.

—Claro. Lo que veas. —Un suspiro y la chica se levanta de la cama directa a la cajonera que se esconde bajo su escritorio; saca el paquete de tabaco del primer cajón y se acerca a la puerta. Justo antes de salir, su mirada se posa sobre el calendario de la pared, pasa a la hoja siguiente, donde al final del mes aparece un recuadro rodeado varias veces y en el que se lee “CASA”. Suspira, deja caer la página, y sorbiéndose una vez más la nariz, sale de la habitación.


Relatos:

Graznidos by Fer Alvarado

Jacinto Bonaval era una persona que sin lugar a equivocarme podría denominar como peculiar. El día que perdió un ojo trabajando en la fábrica de gafas de seguridad se tapó su recién estrenado hueco y, mientras todos gritaban, exclamó con la mayor naturalidad:

—La ironía de la vida acaba de llevarse parte de mi visión pero me ha regalado un lienzo en el que poder contar mis historias.

En ese momento nadie supo a qué se refería pero no tardamos en averiguarlo. Pocos días después del desgraciado accidente, adquirió un ojo de cristal que decoraba cuando salía a pasear. Si era verano, lo pintaba de amarillo convirtiendo aquella pupila vidriosa en un sol sonriente y, en primavera, le añadía pétalos haciéndolo florecer como una margarita. Muchos se escandalizaban cuando veían su obra artística pero para estas aburridas gentes siempre tenía la misma respuesta: «si tenemos algo único, debemos aceptarlo y darle la mejor forma posible». Poco después adquirió el título oficial de borracho del pueblo lo cual no le ayudó a mejorar su imagen. Llegó a perfeccionar tanto su técnica que bebía con la mirada. Imaginad, un hombre entra a un bar, se sienta a tu lado, observa tu copa y el líquido desaparece. Esto le llevó a ganarse muchos enemigos ya que, además, lejos de mantenerlo en secreto, tras vaciar todas las bebidas de la barra eructaba ruidosamente y, sin haber pedido ni una sola consumición, se marchaba del establecimiento con la mirada más vidriosa si cabe mientras andaba en zigzag tratando esquivar, según él, a los gansos que vivían en los alrededores.

—El truco para beber así es que soy daltónico —solía comentar—. Lo que no sé es si lo soy del ojo de cristal o del otro.

La mayoría del pueblo comenzó a darle la espalda y a tratarle de bicho raro. Sin embargo, los niños estábamos encantados con sus ocurrencias. Cuando abandonaba el bar con pasos trastabillados, mis amigos y yo le perseguíamos imitando sus etílicos andares. Él, lejos de enfadarse por nuestras travesuras, sacaba uno de sus pupilas de cristal del bolsillo de su raída chaqueta y, entre risas, siempre nos amenazaba con echarnos mal de ojo.

Este solo fue el principio de nuestra relación con Jacinto. Pronto nos comenzamos a reunir en las afueras. Nos gustaba sentarnos a su alrededor y él, como un juglar de tiempos pasados, nos deleitaba con las historias más extravagantes. Incluso a veces sacaba su colección de ojos de cristal pintados a mano y los usaba como protagonistas de sus relatos. Aquello, lejos de incomodarnos, nos divertía sobremanera. Aún recuerdo como sacaba una manta a cuadros de su zurrón y la colocaba sobre el suelo para, justo después, distribuir a los vidriosos protagonistas de sus historias entre las cuadrículas.

—Cuando los gansos cesan de graznar comienza el teatro de  las miraonietas. Un lugar en el que la vista es la que siempre engaña. —Esa era siempre su entrada antes de iniciar sus cuentos. No entendíamos el por qué de los gansos pero siempre los incluía en sus historias. Los describía como animales ruidosos y molestos; como seres que se unían en bandadas y que atacaban a todos los que no querían formar parte de su grupo. Pensábamos que, cuando hablaba de estas aves, era porque se había entretenido mirando en exceso las bebidas espirituosas ajenas. Hasta que, en una ocasión, acudió a nuestro encuentro con su macuto rajado y su colección de ojos pintados en las manos. Nosotros, preocupados, le preguntamos qué había ocurrido. La respuesta no nos tranquilizó en absoluto:

—Han sido ellos. Vinieron a por mí con los picos más afilados que nunca. Quieren que deje de contar mi historia y que solo se escuchen sus graznidos. —Cruzamos miradas escépticas pensando en que nuestro amigo había terminado de perder la cabeza. Él, al darse cuenta de nuestras dudas, intentó llamar nuestra atención alzando el tono de voz —. Vosotros seréis los siguientes. Por favor, que no os convenzan. Si en algún momento deseáis que deje de contar mis relatos lo haré. No tengo ningún problema en ello. A cambio, solo os pido un favor: nunca os unáis a los gansos.

Tras aquel inusual discurso decidimos dar la reunión por terminada y nos marchamos a nuestras respectivas casas. Cuando llegué a la mía supe que algo no andaba bien. En el salón habían varias personas reunidas y, mi tía, al verme, se levantó y corrió a abrazarme.

—¿Has estado con Jacinto? —Me preguntó sollozando—. No vuelvas a ir con él, no lo vuelvas a hacer. Ha terminado por volverse loco. Cogió sus ojos de cristal y se los lanzó a la gente en mitad de la plaza mientras gritaba que todos eran unas malditas aves. No es una persona de fiar. Dime que no volverás. Prométemelo.

Me quedé observando a mi tía. Al terminar de hablar había unido los labios de tal manera que su boca sobresalía por encima de la barbilla. Me recordó peligrosamente a un pico. En ese momento uno de los allí presentes habló:

—Es cierto muchacho. Yo estuve allí y lo vi todo. Desde que perdió el ojo no estaba bien pero ya ha sobrepasado todos los límites… —.  Giré la cabeza hacia el hombre que acababa de hablar. También tenía esa forma picuda en los labios. Aunque algo me llamó aún más la atención. Estaba jugueteando con un trozo de tela entre sus manos. Lo pasaba de un dedo a otro con rapidez como si disfrutara de su tacto y no quisiera desprenderse de él. Estaba claro que no era un simple trapo. Era un trofeo. Al verlo, lo reconocí en seguida y supe a qué pertenecía: era parte del zurrón que le habían destrozado a Jacinto aquella misma mañana.

En seguida una de las personas que lo acompañaban se dio cuenta de lo que miraba e intentó desviar mi atención. No lo consiguió. Ya no escuchaba sus mentiras, ni sus palabras malintencionadas. Ni siquiera podía decir que el sonido que llegaba a mis oídos era humano. Solo escuchaba graznidos.

Aquel fue el último día que vi a Jacinto Bonaval. Desapareció del pueblo sin dejar rastro. Yo, fiel a sus teatros, acudí a diario durante años al lugar donde solíamos reunirnos. Desesperado, buscaba alguna señal que me ayudara a dar con su paradero: tal vez un camino de cristales coloridos o trozos recortados de los cuadros de su manta que me aportaran una pista. Nunca encontré nada pero, aún así, no falté ni un día al lugar dónde se celebraron sus excéntricos recitales. Recordar sus relatos, sus ojos de cristal coloreados y sus vivencias imposibles me divertía, me relajaba y, sobre todo, conseguía lo que más deseaba: acallaba los graznidos de los malditos gansos.


Relatos:

Relatos falaces, 12: Libros robados by Félix Molina

Para Inma y Lilo, libreros. Incluso amigos

Luego viene ese sentimiento de culpa, cuando te levantás un domingo peludo y la amada no está, o no estuvo nunca. La boca se hace de ginebra gastada, que no bebida, y solo (sólo) pensás en la estúpida noche del sábado, toda la noche practicando el butrón para robar libros en las librerías de los amigos.

A lo peor luego viene también la hora de afeitarse y echarse un chorro de agua de colonia, saco de lana nueva y las visitas, culpables, todas culpables, qué remedio.

La quinta suele ser rosada, con un aire entre gubernamental y estanciero. El whisky suele prodigarse entre tacos de acelga y queso y la congoja par de los propietarios. De modo que os robaron en la librería. La frase no sorprende a nadie. Llega entonces una suerte de asado y la enumeración de lo sustraído. Un Kempis antiguo (los Kempis siempre son antiguos), dos biblias de Roncesvalles y el Decamerón de Boccaccio con las cubiertas de Doré. El Decamerón incluso, pregunto mientras apalillo con fruición la boca. Incluso, se me dice, como una despedida.

Y al llegar a casa viene la búsqueda inmediata y nerviosa, porque yo no recuerdo haber dejado en lugar alguno el Decamerón de la quinta rosada, ni las obras completas de John Keats en edición príncipe del apartamento familiar en Corrientes, ni un breviario de horas, seriado y renacentista, de la mujer que ahora viene a ser mi amante.


Lunas de Lantano —29 By Félix Molina

  1. Para morir basta un ruidillo…

Néstor Juárez —Nes para su familia, también para Inés Menta: estos son los secretos de la omnisciencia— había escamoteado a la vigilancia de Antonio y Antonia sus pastillitas del sueño, de ese sueño que él deseaba eterno cuando la mirada se le perdía por los anchos ventanales del módulo. Pero no tenía las cápsulas suficientes de Rivotril 2 mg para procurárselo. Para que la cosa pasase de siesta a eternidad necesitaba al menos unos 30 mg, como una media cajita bien administrada. Los dos celadores habían sido eficaces y apenas habría unos 10 mg, desperdigados por la habitación: en la funda de un cedé de Benny Carter, en la protectora de su móvil, en la entresuela de unos zapatos que no usaba, en un sobrecito con sus clickbaits redactados…

Pensó que una botella a la mitad de bourbon podría acrecentar la magia de los escuálidos diez miligramos de antiepiléptico. Se sirvió en un vaso que simulaba una calavera de cristal un buen trago y fue tomando también del puño la cosecha de Rivotril, mientras inspeccionaba el sobre con las redacciones de clickbaits. Le lastimaba haber escrito eso. Una actriz que era infeliz y ahora sabrás por qué. Un actor que se había separado y ahora sabrás los motivos. Una presentadora que no querrás saber lo que parece ahora. Un político que ya no tiene que preocuparse por lo que no te puedes ni imaginar… Y todo buscando dilatar la lectura de los internautas mientras las promociones se agolpaban en las pantallas incitantes de una curiosidad nimia, absurda. Destinada además a satisfacer la falsedad de una historia, o lo inocuo de su trama: al final la actriz era infeliz por haber perdido un vuelo. El actor se había separado unos días de su esposa para rodar. La presentadora seguía igual de guapa (o de fea). Y el político no se tenía que preocupar de sus perritos porque ahora los cuidaba su hijo.

Sintió, en un ataque de ironía cósmica, que también las pastillas que estaba tragándose, a pulso de güisqui, eran un placebo. Que sus novelas tampoco significaban nada para nadie (y con un vistazo abarcó los folios impresos de Caballo viejo, que pretendía presentar a los premios Lunas de Lantano). Que la Fundación y hasta la beca eran también un clickbait, una trama inane, urdida para dilatar una mentira o una vanidad.

Con cólera recordó la vergüenza que sintió el día que Inés descubrió un sobre como el que ahora manchaba de bourbon. Solo es un pasatiempo, Inés. Me divierte y, además, me paga mis extras. Y ella, siempre por encima de todo, siempre única, veraz, bella. Buena. Tú no escribes pasatiempos, Nes. Tú escribes novelas.

Llenó la calaverita de cristal con lo que quedaba del líquido orinegro y se tragó las dos últimas cápsulas. Esperaba al menos la gravidez del sueño, la paz sin alas y el yunque narcótico de la droga familiar. En su lugar, distinguió claramente dos toques en la puerta.

—¿Néstor, está ahí?

—¡Eso creo!

Se inclinó con toda su ebriedad sobre la puerta de polímero del módulo, donde una pequeña apertura modernamente diseñada hacía las veces de la mirilla de toda la vida. Ahora es cuando la soberbia omnisciente se encuentra con la cualidad bonachona de la primera persona.

—Soy el inspector Carreter. Llevo unos cuantos días queriendo hacerle unas preguntas.


Semana Santa en Sevilla by Rick Steves


En España, la Semana Santa se celebra con esplendor y emoción sin igual, más famoso en Sevilla. Aquí, Semana Santa es un evento épico que conmueve el alma y cautiva a todos los que participan.

El Domingo de Ramos, el primer día de la Semana Santa, las familias vestidas para este importante día se dirigen a su iglesia parroquial para la misa. Luego, paseando con ramas de palma y olivo, recorren el vecindario y finalmente regresan a su iglesia de origen. Luego, visitan otras iglesias en toda la ciudad, cada una con carrozas elaboradas.

Sevilla tiene muchas hermandades religiosas (o “cofradías”) que se encargan del cuidado de venerables carrozas que llevan estatuas de Cristo y la Virgen María por las calles durante la Semana Santa.

Los sevillanos tienen un lugar especial en sus corazones para María. Las carrozas con María evocan grandes emociones y les recuerdan a la madre afligida que ha perdido a su único hijo.

Cada iglesia de barrio tiene su María única, todas son las madres dolientes de Cristo crucificado, pero cada una representa un aspecto diferente de su dolor. Y hay otros flotadores. Este, apodado “La Borriquita” (o “La burrita”), representa la gran entrada de Jesús a Jerusalén.

La Borriquita sale de su iglesia y comienza su procesión por las estrechas calles. Esto marca el inicio oficial de la Semana Santa. A partir de ahora, todos los días hasta el Domingo de Resurrección, la ciudad se anima con decenas de procesiones de este tipo. Estos desfiles rituales llenaron por primera vez las calles de Sevilla hace 400 años. Están diseñados para presentar la historia de la Pasión, la muerte y resurrección de Jesús, de una manera que la persona promedio pueda entender.

Hoy, unas 60 fraternidades hacen cada una el viaje a pie, llevando carrozas en procesiones como estas desde sus parroquias hasta la catedral de la ciudad y viceversa. El viaje, a través de kilómetros de multitudes apasionadas, puede durar hasta 14 horas. Los hombres fuertes llamados “costaleros” trabajan por turnos. Como equipo, soportan dos toneladas de peso en la nuca, una experiencia que consideran un gran honor a pesar del dolor que implica, y de hecho debido a él.

A medida que las carrozas avanzan lentamente hacia la catedral, los momentos de gran pasión ocasionalmente hacen que todo se detenga. Siglos de cantaores de flamenco han dado serenatas a María y Jesús con canciones de amor mientras recorren la ciudad. Tradicionalmente espontáneas, estas canciones apasionadas ocurren cuando un cantante está tan abrumado por la emoción que debe comenzar a cantar.

Cuando el anochecer cae sobre Sevilla, una larga fila de penitentes silenciosos y vestidos de negro escoltan una de las carrozas más conmovedoras de la ciudad hacia la catedral. La carroza representa a Jesús muerto bajado de la cruz y llorado por las personas que más lo amaban. Entre las más dramáticas de las procesiones de la semana, la carroza está decorada con sencillez, con iris púrpura y una sola rosa roja, que simboliza la sangre que derramó Jesús.

A medida que se acerca la noche, las velas de los penitentes se balancean como luciérnagas que bailan en la oscuridad. Toda la Semana Santa en España es un espectáculo glorioso. Después de un día completo, es difícil imaginar más, y luego aparece la María conocida como “Estrella”, etérea y radiante. Una lluvia de pétalos cae sobre ella como si el mismo cielo le agradeciera su inmenso y amoroso sacrificio.

Puedes leer en inglés aquí en Gobblers

Artículos:

 Palomares. Las ruinas de los campos en soledad. – 03. Por Mercedes G. Rojo y Olga Orallo /Guía secreta de Barcelona: Café La Opera by j re crivello / Saltos de Moconá, la joya oculta de la selva misionera argentina / Borges y la Buenos Aires secreta By Esteban Ierardo / Las ruinas que deja el mar —02. Por Mercedes G. Rojo y Olga Orallo / Barcelona secreta El fantasma de Markus by j re crivello La Memorias de las ruinas —01 / Buenos Aires: La influencia de Gaudi by Esteban Ierardo


Palomares. Las ruinas de los campos en soledad. – 03. Por Mercedes G. Rojo y Olga Orallo (fotografía)

Serie: Viajes. La memoria de las ruinas. 3

Ruinas de palomar en Villagómez la Nueva (Valladolid). Foto de Olga Orallo

Hoy vamos a comenzar nuestro viaje a través de una serie de ruinas que acompañan el paisaje de determinadas zonas por las que discurren rutas tan conocidas como puede ser el Camino de Santiago, principalmente en su variante más conocida que es el Camino Francés, ya a su paso por tierras de Castilla y León, y sobre todo por tierras palentinas y del sur de León. Esas ruinas, que conviven en ocasiones con otras edificaciones del mismo tipo que aún siguen en pie o con otras que comienzan a ser restauradas más como reclamo turístico que como otra cosa, no son otras que las de los palomares que jalonan estos territorios. Ligados a la provisión de grano para las palomas que los poblaban, en no pocas ocasiones estos espacios se construían en mitad de terrenos dedicados a la siembra, aunque en otros casos puedan aparecer mucho más cercanos a los propios núcleos poblacionales. Su tipología es muy variada, como se puede apreciar en la galería fotográfica que les ofrecemos, incluso aunque falten muchos de esos modelos.  Cilíndricos, cuadrados, rectangulares, construidos en adobe o tapial o incluso en piedra, a pesar de su uso totalmente utilitario y de la aparente simpleza de los mismos, muestran en muchas ocasiones una inaudita belleza sobre todo en lo relativo a sus remates.

Palomar de planta rectangular en Villagómez la Nueva (Valladolid). Fotos de Olga Orallo

Amante de la arquitectura del barro y la paja, de ese adobe característico de las construcciones de algunas zonas de nuestras provincia y de otras aledañas, la fotografía de los palomares surge en Olga Orallo unida sobre todo a algunos domingos de invierno en que el día es más corto y la dura meteorología vuelve al ánimo perezoso a la hora de buscar paisajes por los que transitar en busca de nuevas ruinas que fotografiar. Y así, metida en el coche, deja que el mismo se deslice  al azar hacia tierras de la vecina Palencia o tierras más próximas de los Oteros, de Tierra de Campos (comarca que bajo la misma denominación comparten hasta tres provincias León, Palencia y Valladolid), en la zona sur de la provincia leonesa donde se encuentra con “palomares, palomares de todo tipo y tamaño; algunos conservados, otros derruidos; y me llaman la atención todos y me pongo a fotografiarlos”. Y es en ese momento cuando comienza la odisea, porque algunos de ellos tienen fácil acceso desde la carretera desde la que se divisan mientras que para llegar a otros hay que atravesar tierras a menudo aradas que hace que cuando consigues alcanzarlos “llegas ya de barro hasta las cejas”. Y es que algunos de los momentos más hermosos plásticamente hablando para inmortalizar estos lugares son aquellos en los que la lluvia ha estado presente, precisamente por la especial tonalidad que adquieren esos materiales en los que están construidos, o lo que ella denomina la “hora dorada”.

Entre todos ellos, los que más llaman la atención de nuestra fotógrafa, los que más le gustan son los palomares de forma cilíndrica, otro detalle más en el que coincidimos respecto a estas ruinosas construcciones, “no sé por qué motivo pero me gustan muchísimo; pero es que además tú entras en uno de esos palomares –los que están abiertos, los que están abandonados- y es como un laberinto, es como una espiral por dentro (son diferentes a los rectangulares o cuadrados que quizá son los que más acostumbrados estamos a ver) que a medida que la recorres te muestra las paredes cubiertas de esos huecos, nichos,…, en los que anidaban las palomas”. Fotográficamente hablando reconoce que para ella los que más gancho tienen son los que están aislados en mitad de las tierras, siendo su hora preferida para fotografiarlos “al atardecer, cuando baja el sol; la luz  del atardecer cuando incide sobre el barro le da como un color dorado, que queda espectacular”, esa “hora dorada”, que ya comentamos;  y eso aún cuando -incluso con ellos- siga prefiriendo el trabajo en blanco y negro, . Sus preferidos, precisamente por esa debilidad que siente por la arquitectura del barro, son los que ha encontrado  por la zona de Palencia, la zona de Zamora y el sur de León, aún cuando es consciente de que hay otros que salpican otras zonas geográficas de nuestra provincia, con tipologías diferentes ligadas a la piedra y la pizarra, como puede ser el Bierzo, la Cabrera, la Montaña e incluso alguno perdido en la misma Maragatería.

Palomar de planta circular en Villamartín de Campos (Palencia). Fotos de Olga Orallo

Aunque parece que ahora mismo hay un cierto movimiento hacia la recuperación de algunas de estas construcciones, la verdad es que lo que sigue predominando en nuestros campos es la presencia de palomares más o menos en ruinas (los que más le llaman la atención)  algunos en peor estado que en otros, que al mismo tiempo que nos muestran su belleza exterior, nos ponen al descubierto esos espacios interiores en los que bullía una vida avícola que durante siglos ha sido una forma de complemento alimentario para las gentes que poblaban las tierras en las que se erigen. Y es que parece que la introducción de los palomares podría venirnos ya de la época del asentamiento romano en nuestras tierras, pues eran muy aficionados al consumo de estas aves. Durante el medievo y épocas posteriores,  el disfrute de palomares para su explotación, estaría sobre todo destinado a órdenes religiosas y a hijosdalgo; y ya en pleno siglo XX, con la llegada de la posguerra española, este tipo de edificaciones proliferarían en muchos lugares de nuestra geografía como una forma para combatir el hambre y proveer de alimentación complementaria a muchas familias. Posteriormente, ya en las últimas décadas del siglo, el cambio en los usos agrícolas y otras cuestiones socioeconómicas darían al traste con el interés por las mismas cayendo muchas de estas construcciones en un total estado de abandono que ha provocado ese paisaje de ruinas que se extiende a lo largo de muchos campos, por no hablar de los que han desaparecido totalmente, un aspecto a mi entender bastante deplorable habida cuenta de que son parte de nuestra memoria histórica y de nuestro paisaje más particular. En este sentido, su presencia no solo en estas tierras sino en otras del resto de la geografía española, así como su importancia para señalar la riqueza de ciertas clases sociales en épocas anteriores, se nos señala ya en citas literarias como las de La vida del Lazarillo de Tormes (1554), donde se nos cuenta “Y tengo un palomar, que de no estar derruido como está, daría cada año más de doscientos palominos”, (lo que nos habla ya de que esta situación de dejar que acaben en situación ruinosa no es un fenómeno de ahora); o en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1605), donde en su primer capítulo nos habla de los hábitos alimenticios del mismo,  “ Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos…”, lo que bien podría indicar –a juicio de algunos expertos- que esos pichones sería cazados por el propio Alonso de Quijano, aficionado a la caza, que bien pudiese tener un palomar, fruto de  ese privilegio que en la época se otorgaba a los hidalgos y a las órdenes religiosas.

Pedraza de Campos (Palencia)

Revilla de Campos (Palencia)

Tierra de Campos

Villafrade de Campos (Valladolid)

Algunos ejemplos de palomares de planta circular en la comarca de Tierra de Campos (interprovincial). Fotos de Olga Orallo.

Personalmente y aunque paisajísticamente hablando soy muy de volver mi mirada y mi corazón hacia tierras presididas por el monte Teleno, donde la planicie del terreno comienza a elevarse en suaves lomas  rompiendo la uniformidad del horizonte, entiendo perfectamente la fascinación de Olga por estas humildes, a la vez que bellas en su sencillez construcciones. He de reconocer que en mi retina están prendidas algunas imágenes provocadas por el juego de luz sobre las mismas que más de una vez me han llevado a detener mi viaje para disfrutar del hermoso espectáculo de los rayos de sol rompiendo las luces para iluminar, o de un arco iris enmarcando su silueta  en medio de esos campos inmensos, donde es raro que un árbol rompa el horizonte y que , no sé muy bien por qué parecen hablar de soledad al tiempo que de duros trabajos, aún bajo un cierto aire poético .

Espero que un sábado más, este viaje que hemos querido compartir con ustedes les haya resultado sugerente y les invito  buscarlos y a disfrutar de su presencia antes de que desaparezca de su paisaje, no sin antes recomendarles –si sienten interés por estas singulares construcciones-  para la lectura de Los palomares en la provincia de León, de Santiago Diez Anta. Deduzco que habrá más, quizá ligados a las otras provincias,  pero ya saben que a una le gusta  “barrer para casa” siempre que tiene ocasión de ello. También les comento de la existencia de Irma Basarte, una profunda enamorada de este tipo de construcciones, fundadora y presidenta de la Asociación de Amigos de los Palomares, que lleva varios años catalogando los existentes en la provincia de León, parte de cuyo trabajo podrán ver en https://www.facebook.com/groups/palomaressingulares/ , por si quieren indagar al respecto.

Feliz viaje a la memoria de nuestras ruinas.

Guía secreta de Barcelona: Café La Opera by j re crivello

Casi a la mitad del largo paseo que lleva al final de La Rambla, se encuentra este estrecho y particular café. Rodeado de espejos, en forma de tubo y con mesas a cada lado hasta toparnos con una barra que da entrada a un cuadrado amplio. Pero su fuerza está en los primeros cuatro metros, esas codiciadas seis mesas que ofrece al visitante para tan solo sentarse y… mirar.

Hace años el dueño un señor bajito y estrecho de miras nos quería quitar de la maratoniana espera. Del colega. De la amada. Del hombre salido hace poco del armario. Con un brazo de hierro, de aquellos que utilizaban antiguamente para bajar las persianas utilizaba su estilo para disciplinar a la clientela. Hoy a sus persianas las bajan con electricidad y esperan a su lado, para que la oxidada estirpe nos libere del ¿día de trabajo?

En esa época pasábamos largas horas, en aquel denso espacio pero estrecho. Era ojear, mirar, contemplar. A decir verdad, su espacio fue poco a poco colonizado por la fauna de mariquitas y su estilo. Pero los neo-hippies y los progres seguimos viendo –y recordando- aquello como el puré que acompaña al bistec, y ellos le reemplazaron por la ensalada verde, grácil, genial de atrevido color y movimiento.

Hace días estuve allí, ¿es que estoy recorriendo el pasado?, ¿o mirando el futuro?  Los turistas le visitan como un lecho de ámbar, dispuestos a navegar en el para al regreso contar a sus amigos: ¡he estado allí! ¡He visitado uno de los templos de Barcelona! (1) Pero los garitos de moda se desplazan como los cuernos de la señora o el señor que desea platicar y sexo. Así que el café ha quedado varado en mitad de la Rambla, hasta el llegan ahora, los árabes, las fulanas y los carteristas, esta marea avanza en la crisis y desaparece una vez llegada la buena racha.

La depresión económica ha permitido que crezca esta suerte de morada de los señuelos de sexo y robo en mitad de este orgulloso paseo, y el visitante pueda ver las nalgas de las meretrices en plena Rambla. Mientras el bar La Opera aguanta vendiendo lo de siempre: mirones, cuernos, y ambiguos. Todo ello con coca colas o cervezas, o cortados.

¿Y su dueño? Se ha ido a pegar saltos al otro mundo  indiferente a su fauna. Y,  los jubilados sin perra gorda se han metido en los clásicos hogares de las caixas o bancos, ahora allí hay timba, ordenadores con internet, calefacción gratis y alguna cosilla más. Faltan eso sí, las carnes ambiguas, ¡ellas daban mucho atrevimiento! Pero si Ud. le visita, recuerde a su dueño, fiel del poder del franquismo muerto y la democracia ansiosa de sexo sin condón.

(1)    Tal vez el otro sea la Sagrada Familia

Como llegar:

Dirección: La Rambla, 74, 08002 Barcelona

Horario:

Abierto ⋅ Cierra a las 2:30

Teléfono: 933 17 75 85

Saltos de Moconá, la joya oculta de la selva misionera argentina

Ubicados a 300 kilómetros de las famosas cataratas del Iguazú, estos saltos de agua son una invitación al turismo de aventura y a conocer la tranquila vida de El Soberbio y la selva Paranaense

By Federico Rivas Molina publicado en El País

En un punto perdido de la provincia argentina de Misiones, 1.200 kilómetros al norte de Buenos Aires, al final de una larga carretera asfaltada, hay un sitio que se llama El Soberbio. Como todo pueblo con aspiraciones de progreso, tiene un semáforo. Podría no estar allí, porque el Soberbio es un sitio tranquilo en la orilla del río Uruguay, con calles de tierra roja, casas bajas y niños que corren por las veredas. Como basta cruzar el río para llegar a Brasil, muchos de sus habitantes hablan en un español mezclado con portugués que da un aire de irrealidad colectiva a los sonidos, las comidas y las costumbres. Estamos en el corazón de la selva Paranaense, o lo que queda de ella, y a solo tres horas por carretera al sur de las cataratas del Iguazú. El turista conoce aquellos saltos rugientes, marca registrada del turismo internacional en Argentina. Pero la mayoría desconoce que en El Soberbio hay una joya oculta que vale la pena descubrir: los saltos de Moconá.

Los saltos de Moconá son una anomalía geológica única en su especie. Una falla que corre a lo largo del río Uruguay ha creado unos balcones de hasta 15 metros de altura y tres kilómetros de largo. El viajero los recorre en navegación desde abajo, acompañando el agua que se desploma en paralelo al cauce. El aroma y los sonidos de la selva se mezclan en una experiencia inolvidable que, vale advertirlo, de tan salvaje tiene sus pormenores. Si ha llovido mucho, el río crecerá hasta tapar los saltos y donde había cascadas rugientes solo se verán aguas plácidas. Ese es el costo de enfrentarse a la selva virgen. Pero a no hay que desesperar, porque en El Soberbio hay mucho más que saltos de agua.

Senderistas durante una visita a la Reserva de la Biosfera Yabotí, en El Soberbio, (Misiones).
Senderistas durante una visita a la Reserva de la Biosfera Yabotí, en El Soberbio, (Misiones).

Este pueblo misionero es hijo de la industria de la madera. Muchos colonos brasileños de origen alemán eligieron el paraje para desarrollar el negocio. Sobraba la materia prima y el río Uruguay servía como medio barato de transporte. El pueblo creció, pero no demasiado. Hoy tiene unos pocos miles de habitantes que viven del cultivo de tabaco, la citronela y la yerba mate y que buscan en el turismo una nueva oportunidad de desarrollo. Quienes elijan visitarlo verán un proyecto en pleno crecimiento que tiene el desafío de no morir de éxito. El encanto de lugar es, justamente, que no llegan buses cargados de turistas y las grandes cadenas hoteleras se concentran en las cataratas del Iguazú. Pero no por ello falta infraestructura.

A lo largo de la ruta 2, que recorre la vera del río Uruguay hasta los saltos, hay sitios para dormir y visitar cargados de historia. Como la casa de la familia de Adelmar Galiano, descendiente de emigrantes italianos y ucranios que están en El Soberbio desde la época de su fundación. En la finca se cultiva la citronela (Cymbopogon nardus), una gramínea asiática de la que se extrae un aceite que se utiliza como desinfectante y repelente de mosquitos. Galiano ama su trabajo, y muestra al visitante la cascada que cae sobre su terreno y las plantas de citronela que seca al sol antes de destilar el aceite con un alambique de su invención. “Ahora somos pocos los que nos dedicamos a la citronela”, dice lamentándose, “porque muchas familias se han pasado al tabaco. Y el tabaco volvió escasa la leña y el agua”.

La selva está en una tensión constante con el progreso. Por eso el desafío de las autoridades locales es garantizar un turismo sostenible, como explica Víctor Motta, director del modelo de desarrollo: “Acá no entran buses de dos pisos y no tenemos hoteles cinco estrellas. Incluso no hay autobuses que recorran la ruta 2 hasta los saltos”. En el camino hay una reserva privada de unas 40 hectáreas llamada Yasí-Yateré, obra de Leo Rangel Olivera, un uruguayo que cultiva más de 300 tipos de frutas y otras plantas comestibles. Machete en mano, Rangel corta los frutos aún chorreantes para que el turista los pruebe con sus manos. Ha intentado incluso con el café, rescatando del olvido plantas que un visionario trajo a mediados del siglo pasado sin demasiada fortuna. “Soñamos con un sitio de cultivo que conviva con la selva”, dice. “Cuando arrancas la selva se acaba la materia orgánica. Luego de unos años la tierra se vuelve estéril y solo sirve para ganado, por eso trabajamos con un modelo de agricultura permanente”, explica.

Leo Rangel corta un fruto en la reserva Yasí-Yateré, de su propiedad.
Leo Rangel corta un fruto en la reserva Yasí-Yateré, de su propiedad.

Para visitar la reserva de Rangel Olivera conviene alojarse en el lodge La Misión Moconá, con habitaciones burbuja con vistas al río que sumergen al visitante en la noche húmeda y estrellada. Desde allí parten excursiones en Unimog, un transporte militar todoterreno que se adentra en viejos caminos de tierra entre la maleza. La guía Gloria Gómez mostrará con paciencia lo que queda de la Mata Atlántica Paranaense, diezmada del lado brasileño por el agronegocio. En El Soberbio se camina entre paraísos, palmeras pindós, cedros e inciensos, ante la mirada de decenas de tucanes. Gómez contará entonces la historia del Pombero, un protector del bosque que “emite sonidos del monte, en ese silencio que no es silencio”. “Mi abuela me decía que el Pombero me iba a cuidar, y le dejaba tabaco y caña en agradecimiento”, cuenta.

Si se andan otros 20 kilómetros hacia los saltos se llega al Moconá Virgin Lodge, 14 habitaciones conectadas por pasarelas de madera que se pierden entre los árboles. Durante el día se puede practicar tirolina, navegar en kayak por el río y hacer senderismo. Por la noche se corta la luz eléctrica y el cielo estalla de estrellas.


Borges y la Buenos Aires secreta By Esteban Ierardo

En su vagabundear por la ciudad de antaño, al escritor no le atraía la arquitectura que imita a París, Madrid, o Viena. Por el contrario, en sus historias se funden los tranvías a caballo, los carros del aguatero y el lechero, y las casas con patio, zaguán y jardín… El arrabal, en definitiva.

Borges camina por las calles del Buenos Aires perdido, el de las casas bajas y el mucho cielo. No la ciudad con los muchos edificios afrancesados en su centro, sino la de los suburbios, los arrabales que se desvanecen en la pampa.  

Los latidos del escritor terminaron en un hospital de Ginebra, Suiza, en 1986. El Buenos Aires que siempre agitó su memoria era el de los tranvías a caballo y de los primeros tranvías eléctricos, los carros del aguatero y el lechero, y las casas con patio, zaguán y jardín; no la urbe de “las torres de cemento y el talado obelisco”.

Varios escritores célebres inspiraron su literatura en ciudades, o sus narrativas contribuyeron a modelar sus ambientes: la Praga de Kafka, el Dublín de Joyce, la Lisboa de Pessoa, el Edimburgo de Stevenson, la Estambul de Pamuk. La de Borges es “la secreta ciudad de Buenos Aires”, según reza el epílogo de su poemario La cifra.

Esa urbe secreta es lo perdido, pero también lo preservado entre cuentos, poemas, entrevistas y versos del autor de El Aleph.

En los bordes             

En la casa de la calle Tucumán 840, entre Suipacha y Esmeralda, nació, en 1899, Jorge Francisco Isidoro Luis Borges en el hogar de sus abuelos por la línea de su madre Leonor. Borges recordará luego que hacia fines del siglo XIX la calle Viamonte “se llamaba calle del Temple, y estaba llena de lupanares”. Su lugar de nacimiento era ya la casa arquetípica de un Buenos Aires mítico que luego el escritor evocará con nostalgia, la casa baja, con aljibe, patio, puerta cancel y un húmedo zaguán.

Pero la cosmovisión borgiana nació en su casa de la infancia, ya perdida, en la calle Soler (hoy calle Jorge Luis Borges) en un Palermo que era la transición entre la ciudad céntrica y el suburbio que, en sus límites, albergaba todavía almacenes de ramos generales, galpones, prostíbulos, esquinas en las que los compadritos esgrimían su puñal y su coraje, y donde el arroyo Maldonado fluía todavía como serpiente de agua escurridiza bajo un cielo ancho, con el horizonte visible, de los amaneceres y ponientes.

En aquellos años infantiles Borges conoció la Enciclopedia Británica que lo sumergirá en su pasión cosmopolita por las muchas filosofías, religiones, literaturas, saberes. Y la imagen del tigre. El felino de Asia, con sus rayas y magnetismo que también visitaba en el cercano zoológico. Su casa infantil tenía dos plantas, se encontraba junto a la de su abuela Fanny Haslam, madre de su padre Jorge Guillermo Borges, que era “muy inteligente” y, por lo tanto, como toda persona inteligente, tolerante, y libre pensador que le transmitió una vehemencia casi anarquista por la libertad individual.

Conoció entonces a quien lo introducirá en la ciudad mítica, Evaristo Carriego, joven que murió a los 29 años dejando un solo libro, Misas herejes, con versos en los que se exalta el tango, los compadritos, el ambiente del arrabal, lo que será parte de la mitología de Buenos Aires que el escritor empieza a modelar luego del regreso de un viaje a Europa, en 1921, a través de sus primeros libros de poemas Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929).

Libros de versos nacidos al ritmo de su caminar por las calles del sur, o de Villa Ortúzar, Palermo, Chacarita, Recoleta o Balvanera. Recorridos urbanos impregnados de filosofía. En Fervor de Buenos Aires, por ejemplo, en su poema “Amanecer”, en ese momento cercano a un nuevo sol, luego de una larga caminata nocturna sabe que él y otros pocos noctámbulos impiden que la ciudad desaparezca. La urbe sobrevive porque alguien la está pensando. Los entornos de seres y cosas solo existen por el pensamiento de una mente individual o universal, como lo propone en su cuento “Tlön,  Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones.

Y al recorrer las calles durante el día y la noche, el joven Borges descifrará también una sabiduría popular en la inscripción en los carros, uno de los textos de Evaristo Carriego, 1930, la biografía no solo de un amigo, sino también de Palermo.

En su vagabundear por la ciudad de antaño, al escritor no le atrae la arquitectura que imita a París, Madrid, o Viena, sino que, como manifiesta Carlos Alberto Zito en El Buenos Aires de Borges, “el joven poeta quiere ver el Buenos Aires profundo, rioplatense, pampeano, el que se hace solo, sin consultar a los europeos, en los bordes de la ciudad”. Y en “Las calles”, poema también de Fervor de Buenos aires, se rubricará con claridad el lazo del escritor con la ciudad ya que “las calles de Buenos Aires/ya son mi entraña /No las ávidas calles, incómoda de turba y ajetreo/ Sino las calles desganadas del barrio/ Casi invisibles de habituales…”

Las calles humildes del barrio encienden de íntima pasión al poeta. De ahí el desdén por el edificio señorial y por el art Nouveau, o “los reticentes cajoncitos” del estilo art decó de Alejandro Virasoro. La Buenos Aires más ostentosa se apartó de la herencia española, pero la que rebullía en el suburbio era la “arquitectura instintiva” del capataz italiano. Y el goce con la construcción más espontánea también lo buscará en el tango, que valora cuando surge de la rusticidad y no desde la pieza con pretensión de género artístico.

La ética del puñal  

El arroyo Maldonado era la frontera natural entre la ciudad y el campo, ya antes de que Belgrano y Flores, primero partidos de la Provincia de Buenos Aires, se incorporaran a la ciudad, en 1887. Los inconvenientes que causaba su curso, inundaciones, problemas de comunicación, llevaron a su entubamiento, en 1933.

Y el Maldonado también fue escenario de uno de los cuentos de entonación orillera más emblemáticos del autor de “La Biblioteca de Babel”: “Hombre de la esquina rosada”, incluido en su versión final en Historia universal de la infamia, de 1935.

El Salón de Julia era lugar de encuentro para las cartas, el alcohol y las prostitutas. Allí irrumpe un hombre alto, fornido, con una chalina color bayo, vestido de negro. Se llama Francisco Real, apodado el Corralero, con fama de peleador letal, y que venía del Norte. Provoca a Rosendo Juárez el Pegador, alagado por el amor de La Lujanera, la mujer más codiciada del lugar. El desafío del Corralero busca aumentar su prestigio al vencer a otro malevo encumbrado. Rosendo se niega al enfrentamiento, aunque la Lujanera le acerca el facón para que pelee. Pero la lucha no consumada no significa que no haya un muerto. Al final, el narrador sorprende a Borges y al lector con su uso del cuchillo para, fuera de la vista de todos, ajustar cuentas con quien vino a provocar en su pago.

El lugar del reto a duelo puede situarse, como el propio escritor aclaró, en cualquier sitio en el curso del Maldonado, en Palermo, Villa Crespo, o los fondos de Flores. Sin embargo, en el relato se afirma que Rosendo Juárez pisaba fuerte en Santa Rita, zona hoy entre Villa del Parque y Flores; y el salón de Julia “era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado”.

Varios de los relatos de Borges suscitaron versiones en el cine. Pero solo una le conformó, la adaptación del cuento del Salón de Julia y su atmósfera de pasado orillero, por René Mugica: “un film admirable, muy superior al relato endeble en el cual se inspiró”.

El interés por las historias de peleadores de compadritos, guapos y malevos, algunas nacidas de las anécdotas que le refería a Borges su amigo Nicolás Paredes, guardaespaldas de un caudillo conservador. La sustancia de un criollismo que supo alentar también con sus letras para milongas, como la que quiere salvar la memoria de Juan Muraña, hombre del cuchillo que “tuvo una sola virtud. /Hay quien no tiene ninguna. /Fue el hombre más animoso que han visto el sol y la luna.”

Lo “animoso” es prenda de coraje, épica del puñal, que también encontró en Jacinto Chiclana. Así, “siempre el coraje es mejor/ la esperanza nunca es vana/vaya, pues, esta milonga, /para Jacinto Chiclana”.

La ética del coraje que el escritor, con algún matiz forzado y de idealización desubicada, quiso encontrar en los compraditos, hombres solo violentos; convertidos en habitantes de una ciudad lejana, recóndita, arrabalera, a los que el autor de “El sur” les confirió la aureola de lo legendario.

La biblioteca Miguel Cané  

El escritor procedía de una familia culta y de ilustre genealogía, pero todo esto no lo eximió de la carencia económica. Borges tenía que trabajar. Y su amigo el poeta Francisco Luis Bernárdez movió influencias para conseguirle un empleo como auxiliar en la Biblioteca municipal Miguel Cané, en Carlos Calvo 4319, Almagro, “un barrio gris y lóbrego, por el sudoeste de la ciudad”. Borges dirá que allí no trabajaban mucho más de cincuenta empleados para un trabajo de quince o veinte, a lo sumo. Sus recuerdos de aquellos días no eran muy gratos: “Resistí en la biblioteca alrededor de nuevo años. Fueron nuevo años de profunda infelicidad”, de pesar por la soledad respecto a sus compañeros de trabajo, a los que poco o nada les interesaba la literatura, a pesar de la cotidiana cercanía de los libros.

Y es inevitable la mención de la anécdota de que ya en esos días Borges era reconocido por la elite literaria. Entonces uno de sus colegas, que hojeaba un tomo de la Enciclopedia Espasa Calpe, manifestó su sorpresa por un artículo sobre alguien que tenía el mismo nombre y apellido y fecha de nacimiento que Borges. Éste no trató de convencerlo de que no era una coincidencia, sino que se trataba de la misma persona.

El largo viaje en tranvía para llegar a la biblioteca municipal era oportunidad para sus lecturas continuas, para su aprendizaje del italiano a través de un ejemplar bilingüe de la Divina comedia. Pero el empleado bibliotecario hará también de la biblioteca lugar de escritura de algunos de sus grandes cuentos, y metáfora del universo.  Se conservan un sillón y un pupitre en el que escritor trazó las letras de “Tlön…”, y otros cuentos de Ficciones. En el sótano hizo su conocida traducción de Orlando de Virginia Woolf.  

Y allí concibió también “La biblioteca de Babel” con sus galerías hexagonales, de veinte anaqueles, cada uno de ellos con treinta y dos libros de cuatrocientos diez páginas. Los hexágonos se propagan por todo el espacio, una “biblioteca infinita-dirá-que abarca el universo y se confunde con el universo, era mi pequeña y casi secreta biblioteca de Almagro”.  

La imaginación como forma de transfiguración de la realidad deslucida y pedestre. La biblioteca real de la estrechez y la rutina mediocre convertida en biblioteca universal; la escritura como esencia de una realidad total. Desde los anaqueles reales de Almagro hacia los hexágonos atestados de libros de la biblioteca simbólica, fantástica, infinita.

Y la sensación de agobio en la pequeña biblioteca de barrio la intentó compensar también el escritor comprando todos los días en San Juan y Boedo “un mismo décimo de lotería”. Luego de abandonar la biblioteca barrial no tentó más la suerte. Pocos meses después salió premiado el número antes religiosamente comprado. “La lotería de Babilonia” es el relato borgiano que, entre suertes, loterías y colegios secretos ancla el azar en el fondo de la vida. Es posible que haya surgido de la costumbre del escritor de tentar la suerte a la salida de la biblioteca de Almagro. Otro acto de trasposición por el que un billete de lotería deviene un juego literario que intuye que lo azaroso, y no una necesidad divina, es lo que late en el centro del mundo.

El Sur  

Juan Dahlmann, el secretario de la biblioteca Manuel Gálvez, sale de la clínica en la que estuvo internado. Quiere viajar a un terreno de su propiedad en la provincia de Buenos Aires. Debe entonces llegar a la estación de trenes de Constitución para empezar su viaje. Y, camino hacia allá, al atravesar una conocida avenida, sabe que “nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dalhmann solía repetir que ella no era una convención y que quien atraviesa esa misma calle entra en un mundo más antiguo y firme”, según se lee en el relato “El Sur”.

Lo “más antiguo y firme” es trasformación de un punto cardinal de la ciudad en lugar filosófico que entrega una mayor consistencia de vida.

Y esto hace comprensible lo que Borges escribe en el prólogo de Buenos Aires en tinta china, libro de 1951, con la poesía de Rafael Alberti y los dibujos de Attilio Rossi, donde asegura que “…el Sur es la sustancia original de que está hecha Buenos Aires, la forma universal o idea platónica de Buenos Aires”. Y también luego agrega que cuando creía cantarle a Palermo, estaba evocando al Sur porque no hay palma de Buenos Aires que “no sea… el Sur”.

El Sur es el de San Telmo, Montserrat, Barracas y Constitución; zona vasta de la ciudad que no despertó el interés inmobiliario, lo que contribuyó a que preservara su fisonomía con conventillos, hoteles pobres y pensiones.

En el Sur, mucho quería el escritor el Parque Lezama, donde intimó con Estela Canto. Y muchas veces pasó por la esquina de Piedras y Chile, en Montserrat; y en “La noche que en el sur lo velaron”, de Cuaderno San Martín, ya su poesía se detenía en un velorio en casa de gente modesta en el sur mitificado.

La ciudad, mirador universal  

Pero el Sur tiene también otra envergadura. Es el lugar de una ciudad transfigurada que oculta, quizá, la clave esencial de la literatura borgiana: la observación del universo desde un sótano en el barrio de Constitución.

Ya el escritor había transfigurado Buenos Aires en “La fundación mítica de Buenos Aires”, en el Cuaderno San Martín, cuando se aparta de la historia para navegar en el mito, su mito de la ciudad; y por eso: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires/ La juzgo tan eterna como el agua y el aire”. Y en Ficciones, en “La muerte y la brújula”, relato en el que la avenida Paseo Colon se convierte en la quinta Triste-le-Roy, con sus “inútiles simetrías” en la que el detective Erik Lönnrot caerá en una trampa final; o un callejón del Palermo perdido se transforma para liberar una sensación de eternidad en “Sentirse en muerte”, incluido en la parte IV de Historia de la eternidad.  

Pero la transfiguración de la ciudad en el Sur cobra proporciones visionarias. En un bar en la esquina de Chile y Tacuarí, el personaje de “El Zahir” recibe en el vuelto una moneda particular, cuya imagen nunca puede olvidarse; lo propio de un Zahir, un objeto extraordinario que adelanta la visión de la divinidad.

Y el fundamental relato “El Aleph”, un Borges narrador descubrirá el mirador que permite ver el universo. El detestado Carlos Argentino Daneri lo invita a contemplar un punto esférico en el sótano de su casa en la calle Garay, en Constitución, que permite observar el universo desde todos sus ángulos, en un instante y simultáneamente.

En la ciudad real Borges frecuentará muchos lugares particulares: la Confitería Richmond; el bar La Perla de Once, sitio de sus encuentros proverbiales con Macedonio Fernández, o la Librería La ciudad en la Galería del Este, cerca de su último domicilio en la calle Maipú, en Parque San Martín.

Pero donde siempre estará el centro radiante de su literatura es en el sótano de una casa en el sur de la ciudad. La ciudad no solo como mitología de las casas bajas con patio, zaguán y aljibe, sino como mirador de lo universal. La ciudad transfigurada por la ficción y dotada de un oculto observatorio de cada detalle, de cada presencia, de cada ser que habita en una realidad total. La secreta Buenos Aires identificada con el Sur y El Aleph, elevada a lugar de contemplación de la vida más grande que siempre se nos escapa.

(*) Esteban Ierardo es filósofo, docente, escritor, su último libro La sociedad de la excitación. Del hiperconsumo al arte y la serenidad, Ediciones Continente; creador de canal cultural “Esteban Ierardo Linceo YouTube”. En agosto dará cursos sobre Borges, Cortázar, y cines anunciados en página de Fundación Centro Psicoanalítico Argentino (www.fcpa.com.ar): así como otras actividades difundidas en su fb.

Las ruinas que deja el mar —02. Por Mercedes G. Rojo y Olga Orallo (fotografía)

Sección: Viajes. La memoria de las ruinas 2

Timanfaya. Lanzarote. By Olga Orallo

Cuando pensamos en Lanzarote, el común de los mortales piensa fundamentalmente en sol, playa, naturaleza y buena temperatura, al menos en un primer impulso. Desde Turismo-Lanzarote gustan mostrarnos la isla como “un lugar especial en el mundo”, con  “algo diferente que va más allá de lo que se puede encontrar en cualquier destino de sol y playa. Una isla en la que la naturaleza y el arte van de la mano, donde sus gentes sienten y viven el compromiso y orgullo de pertenecer a ella,  y la comida sabe a mar y a campo”, una isla cuya esencia deja huella, una isla capaz de crear lo que ellos han llamado el Efecto Lanzarote.

Sol y playa son algunos de los elementos que más buscan los turistas en Lanzarote. Playa Papagayo.
Fotos de Olga Orallo

Reconozco que aún me queda por conocer mucho de las islas, que visité hace ya mucho tiempo y llegando solamente a Gran Canaria y Tenerife. Los destinos de sol y playa nunca han sido mis preferidos pero reconozco que los múltiples reportajes que tras aquella visita he visto de Lanzarote me han hecho pensar que  fue una pena no haber podido dedicar parte de ese viaje a conocer una isla de la que me llama poderosamente la atención el arte particular  de César Manrique creando territorio, sus paisajes volcánicos y otros singulares atractivos que nos dejan la percepción de un mundo ajeno en un territorio relativamente cercano. Cuando entre las fotografías que comparto con Olga a la hora de preparar estos reportajes, me encuentro con las de dicho lugar, me llaman poderosamente la atención las que recogen dos aspectos muy particulares de la isla de las que nunca antes había tenido referencia: el buque encallado en las proximidades de Arrecife, y un particular museo realizado a partir de multitud de objetos desechados. Y como nuestros reportajes tienen el objetivo de resguardar una parte de la memoria ligada a cada una de las ruinas que se muestran a nuestra mirada, máxime cuando pueden desaparecer en cualquier momento de nuestro paisaje, ambos elementos decidimos dedicar este reportaje.

Inevitablemente, cuando veo surgir de las fotografías de Olga las imágenes de ese esqueleto de barco encallado tan cerca de la playa, se me vienen a la mente los datos que confirman que Lanzarote se ha convertido en los últimos años, precisamente por su cercanía con la costa africana, en uno de los destinos más buscados para el desembarco de pateras, llenos de personas que buscan un futuro más prometedor, arriesgándose a ser tragados por el mar o a quedar atrapados en un presente incierto, como esos miles de objetos abandonados por doquier y sin una utilidad, al menos aparente. Es la sensación de abandono y de desecho.

Buque “Telamon” encallado junto a Arrecife. Lanzarote.
Foto: Olga Orallo.

Los restos que nos ocupan no son otros que los del buque Telamon, un buque de carga griego que viajaba cargado de troncos desde San Pedro (Costa de Marfil) a Thessalonika (GreciaI). El 31 de octubre de 1981, tras haberse desviado hacia Lanzarote para repostar,  sufrió una avería frente a sus costas,  sin ni siquiera llegar a alcanzar el puerto de Los Mármoles (Arrecife). Quedó  encallado y sin manera de  ser rescatado, así que fue abandonado  y, poco a poco, paso a convertirse en una atracción turística que hasta llegó a ser habitado por okupas y visitado por submarinistas, convirtiéndolo en un espacio peligroso para quienes se jugaban la vida con tal de hacerse una foto con el pecio. Ante tal circunstancia, y tras más de 40 años encallado, el Ministerio de Defensa español adjudicó el desmantelamiento y la retirada definitiva del buque, cuyo desguace comenzó a ponerse en marcha a mediados del pasado año (julio, 2022), tras proceder al vallado de la zona perimetral donde se están realizando los trabajos, que no tienen un plazo concreto de finalización debido a la dificultad añadida que supones el hecho de que parte de dichos restos estén sumergidos.

En cualquier caso, si en su momento no pudo ver lo que era una de las icónicas imágenes de Lanzarote, es posible que ya no llegue a tiempo de disfrutarlas más que a través de este reportaje que le dejamos, como aperitivo para que se sumerja en la búsqueda de más información al respecto. Por su parte, la responsable de estas fotos, Olga Orallo, reconoce que acostumbrada como está a la ruina de los edificios, le llamó poderosamente la atención la visión del barco, emergiendo del mar, tan cerca de la costa que “cuando baja la marea te puedes acercar a él, aunque su envergadura te impida subir hasta el mismo. No obstante, para mí,  las fotos más bonitas son las que tomas con perspectiva, desde la playa”. De hecho algunas de esas instantáneas que realiza están hechas “a través de una barquichuela de madera, seguramente abandonada también en la playa por algún pescador, que el tiempo ha ido llenando de agujeros que me permitieron observar el barco a través de ellos como si de una ventana se tratara”, en un día tranquilo, en el que se respiraba la serenidad de los sitios poco frecuentados, en el que apenas se encontró con 2 o 3 curiosos más.

Otra visual del barco encallado. Foto: Olga Orallo

Contemplando sus imágenes, la sensación de esa visión tras los huecos-ventana, me ha recordado otro de mis poemas surgidos de aquella exposición de la que en el anterior artículo les hablé, esta vez en torno a unas fotografías de la artista Marga Clark que en cierta manera me trae esa misma sensación de estar al otro lado de una luz que no sabes muy a ciencia cierta lo que te oculta, dudando siempre que es lo que te espera tras de ella.

DUDA
Me paro aquí
de este lado de la luz
donde solo hay sombras, 
donde la oscuridad me atrapa.
Y me retiene, 
		seductora. 
Miro hacia esa luz
y me debato ante la duda. 
No sé donde me encuentro. 
No sé si debo quedarme
en esta incertidumbre conocida
o escapar 
	corriendo
hacia un futuro aún más incierto
Cierro los ojos. 
A través de los párpados
la luz sigue llamándome. 
Insistente.
(Poema de Mercedes G. Rojo. 
Incluido en el poemario "De este lado de la luz")

El otro elemento que viene a completar ese reportaje tiene también el aire de lo insólito, pues recoge apenas una serie de instantáneas de las miles que habrían podido sacarse de un lugar muy particular: el Museo Mara Mao, apenas unos kilómetros más allá de donde se encuentra (¿o ya encontraba?) el buque Telamon, en la localidad de Teguise; un espacio situado en un jardín particular, que puede verse fácilmente desde la carretera y en el que se puede encontrar una abigarrada colección de objetos de lo más variopinto, miles de objetos cada uno de los cuales tiene sin dura una historia detrás.  Recogidos en cualquier sitio, la playa, la calle, los contenedores…, eran recogidos, lavados y convenientemente desinfectados por quien los recogía – tal como él mismo le contó a Olga cuando por casualidad se topó con este lugar-. Un ejemplo más de que lo  que unos tiramos otros pueden valorarlo. Y si el espacio está, además, de esculturas realizadas en yeso (incluso de diferentes colores, en blanco, en rojo, en negro), tanto Olga como yo hemos preferido quedarnos con algunos de esos objetos pequeños  que sin duda pasarán desapercibidos a muchos de los visitantes de tan insólito lugar, pequeños tesoros de alguien que salvó para nuestra nostalgia ese juguete en forma de pequeña cámara de televisión que nos mostraba imágenes turísticas de los lugares visitados (el típico regalo-recuerdo con el que se podía obsequiar a los más pequeños de la casa tras un viaje), esa vieja muñeca que cualquier niña pudo perder tal vez en la misma playa, con su ropaje alborotado por el paso del tiempo y el abandono, tal vez símbolo de esos refugiados que de tanto en tanto, cada vez de manera más habitual, llegan a las playas de la isla en busca de un mejor futuro; o esa bota, símbolo de los caminos recorridos, con todos los azares que los mismos nos deparan.

Algunos de los miles de objetos que se pueden encontrar en el Museo Mara Mao. Teguise. Lanzarote.
Fotos de Olga Orallo.

BOTA SOLITARIA
Avanza el otoño y te encuentro abandonada a la orilla del Camino. Están tus entrañas entreabiertas, cubriéndose de incipiente verdín junto a la epidermis que cubrió un día los pasos que buscaban su destino. Tu aspecto me lleva a dudar del carácter peregrino de los mismos, o si  era un rumbo distinto el que seguían. Hoy, en medio de un día frío y gris, en el que nadie más que yo hoya este camino, me pregunto si los pasos que escaparon de tu encierro  alcanzarían  al fin su meta, fuese cual fuese, el destino que buscaban. 
                                                                                                                                                               (Texto de Mercedes G. Rojo)

Y ahora ya sí, terminamos este reportaje, con el que esperamos haberles invitado a viajar por lo insólito y a mirar con otros ojos lo que cualquier destino pueda depararnos,  con esta frase de Olga en torno a la sensación percibida en los espacios que provocaron las fotos de este reportaje de hoy: “Son lugares  donde puedes disfrutar en soledad, donde hay poca gente. En ellos buscas tranquilidad, y es verdad que te dan serenidad pero también, en la mayoría de las ocasiones,  como mucha nostalgia…”

Les esperamos el mes próximo para descubrir que otros lugares tienen una historia que contarnos a través de sus ruinas.

Anteriormente: La memoria de las ruinas 1



La memoria de las ruinas. Por Mercedes G. Rojo y Olga Orallo

Pasado y presente unidos en imagen y palabra.

Serie: Viajes. La memoria de las ruinas

Con el comienzo de este nuevo año que, sinceramente, espero que sea mejor que el que acabamos de dejar atrás, comienzo una serie de artículos que tienen que ver con viajes, pero no viajes cualquiera, sino viajes a esos lugares que están ya sin ser y que tal vez muy pronto dejen definitivamente de estar más allá de la huella dejada en la memoria de quienes los hallan visitado y en las fotografías que de los mismos hayan realizado personas como Olga Orallo, fotógrafa en torno a cuyos reportajes va a girar esta sección que llegará a vosotros/ustedes, público lector, cada primer sábado de mes, aunque este primero que lo inicia llegue a deshora. «La memoria de las ruinas», que así hemos querido titular este espacio, es una propuesta doble, a caballo entre la imagen que pondrá Olga y los textos con los que yo iré completando y dando vida a cada uno de sus reportajes.

LA MEMORIA DE LAS RUINAS:

Cada fotografía cuenta una historia, a veces la historia tenemos que construirla nosotros, en otras nos llega un fragmento de la realidad (Olga Orallo)

El título escogido para esta sección define perfectamente el carácter del proyecto hacia el que Olga Orallo ha conseguido arrastrarme con su pasión, en un encuentro fruto de la casualidad en torno a diferentes y comunes intereses: la pasión por la fotografía en blanco y negro y una atracción especial por las ruinas que se desperdigan por doquier, y que también llena mis archivos fotográficos, a los que de vez en vez recurro como fuente de inspiración para algunas de mis historias. Esta atracción por las ruinas, que está hoy en día bastante extendida, no es nueva ni fruto de lo «fácil» que los actuales medios han puesto al servicio de una gran mayoría de personas. Ya en su momento esta atracción fue manifestada, por ejemplo, por viajeros y artistas del Romanticismo inglés, que fue extendiéndose por otros países hasta crear una corriente artística que dio lugar a libros de viajes, grabados, pinturas, fotografías posteriormente, …, surgidos en torno a ese vínculo emocional que las ruinas producen en muchas de las personas que bien las encuentran bien las buscan y, a su vez, dejándonos, en no pocas ocasiones, verdaderas joyas artísticas que han servido de inspiración para otras personas, como estos versos surgidos de mi inspiración en torno a una de las imágenes de las ruinas de Sintra, captadas por otra fotógrafa amiga que, a su vez, ilustró una exposición surgida en torno a textos propios de mi primer poemario Días Impares. El diálogo se convirtió en un feed-back creativo que concluyó con este nuevo poema, ilustrativo -creo yo- de lo que unas ruinas pueden inspirarnos en un momento dado:

CON EL TIEMPO
Con el tiempo 
sé que retornaré a aquel lugar
que tal vez un día soñaron por mí,
ajenos, 
mis sentidos. 
Encontraré paisajes antes no pisados
y arquitecturas no vividas
aunque pasearé por ellas
como si las recordase de otros tiempos. 
Escucharé entre sus muros
músicas y sonidos ahora inexistentes
y sentiré junto a mí
la presencia de otros cuerpos. 
Caminaré entre ruinas
por lugares que se han perdido 
en el tiempo y sus paisajes.
Y al deslizar mis pasos
		por sus rincones
sabré si alguna vez ya estuve en ellos
y si entre ruinas perseveró de algún modo
mi presencia, 
esperando a que volviera a recobrarla
…con el tiempo. 
              (Del poemario De este lado de la luz. MGR)

Y es que las ruinas nos hablan de lugares que fueron, que tuvieron su momento de utilidad y -tal vez- de esplendor, pero también nos hablan de las vidas que los llenaron dejando en ellos la huella de sus alegrías, de sus sufrimientos,…., sentimientos y emociones que tal vez trasciendan el tiempo y el espacio como en un hecho mágico que hace que para determinadas personas tengan estos lugares esa atracción tan especial, como si fueran capaces realmente de contarnos sus historias. Es la memoria de cada uno de esos lugares y de las vidas que por el mismo transitaron más allá del tiempo y las circunstancias. Pero hoy no voy a extenderme más en torno a esa «memoria» por rescatar, si es que la tienen, tal como en los versos anteriores se deja entrever. Con dichos versos, y antes de dar comienzo a los reportajes inspirados por las fotografías de Olga Orallo (para leer el primero tendrán que esperar ya al mes de febrero), permítanme dar paso a la presentación de quien será nuestra guía visual por esos lugares, cuyo recorrido hoy iniciamos con este avance.

  • Quintana de la Peña
  • Antigua casa indiana (Asturias)
  • Folgoso del Monte
  • Prada de la Sierra (León)
  • Castillo de San Blas. Molinaseca (El Bierzo)

Olga Orallo: la fotógrafa

1— Rincones abandonados en diversas poblaciones, bajo la mirada de Olga Orallo

Olga Orallo es una excelente fotógrafa leonesa, podríamos decir que aficionada por cuanto no se dedica de forma profesional a este arte, con la que me unen diferentes colaboraciones desde que por casualidad nos conocimos allá por 2018, con motivo de un homenaje a la escritora (tantas veces nominada al Nobel) Concha Espina. Aficionada como soy desde hace muchos años a la fotografía, aunque hace ya que no le dedico tiempo ni empeño, coincidimos en algunos aspectos que son los que nos han hecho concebir este trabajo conjunto: por un lado la fotografía en blanco y negro que Olga Orallo prefiere sobre el color; por otro esa especial atracción por las ruinas que se desperdigan por doquier y que a veces salen a su paso inesperadamente mientras que en otras ocasiones sale a su premeditada búsqueda.

He querido saber un poco más cuáles han sido los motivos que la han animado a escoger esta temática como uno de sus principales centros de interés, dentro de esa pasión más genérica por el paisaje en todas sus facetas, y aquí tienen sus respuestas:

Mercedes G. Rojo ¿Cómo y cuándo te surge esta pasión por fotografiar espacios en ruinas? 

OO: No podría concretarlo en un momento determinado, sí en el hecho de que un día vi un edificio en ruinas y me trajo buenas sensaciones; ahora salgo cada vez que puedo en busca de estos lugares. El amor por la fotografía y una cierta pasión por todo lo antiguo son los motivos que me han impulsado a descubrir, desde hace varios años, estos rincones con la peculiaridad que les da el hecho de estar olvidados y abandonados.

MGR. ¿Qué es lo que encuentras en estos lugares que la diferencia de otros objetivos? 

OO: La grandeza de lo que fueron, las historias que transmiten,…;  sin duda es fascinante ver como la naturaleza se adueña de estos lugares, lugares que tienen una historia que sólo sus muros pueden contar, pero que, a su vez, guardan celosamente hasta el último instante de su existencia. Es maravilloso ver espacios abandonados que han quedado congelados en el tiempo.  Lo que a unos les parece un horror, a otros nos parece de una belleza absoluta; es solo cuestión de los ojos de quién mira.

MGR. ¿Qué le aportan estos espacios a tu fotografía? ¿Por qué consideras importante rescatar estos lugares para el ojo de quien puede conocerlos a través de tu fotografía?

OO: Sin duda estos lugares en ruinas son los que nos dan la posibilidad de dejar que la historia misma se nos manifieste, más allá de las palabras. A todos los edificios les llega el momento de perder su utilizad original. Algunos quedan abandonados, pero otros pueden gozar de una segunda oportunidad con funciones muy distintas a aquellas para las que fueron proyectados en su origen, como ha ocurrido en algún caso.  Como ejemplo,  el Complejo del Salto de Castro, en Zamora que ya tiene nuevo propietario, para darle otra segunda vida. Yo los fotografío porque alguno de estos edificios desaparecerá, y es bonito recogerlos en imágenes, por si el tiempo no llega a darles esa otra oportunidad; también para que permanezcan en la memoria de las personas que lo habitaron o, simplemente, para los que sentimos nostalgia por estos lugares.

MGR. ¿Cómo eliges los lugares que fotografiar y qué tratas de recoger a la hora de realizar tu reportaje? 
OO: Ahora en las redes sociales, encuentras un buen nicho de estos lugares, pero en mi caso a veces son meras casualidades. Cuando viajo, siempre me encuentro algo curioso, pero cuando salgo a propósito a la caza de estos edificios o lugares, antes de hacerlo me informo y visualizo con bastante precisión en Google Earth, porque no es la primera vez que llego al destino, y me encuentro con qué ese edificio está en obras, para la construcción de un próximo hotel rural, por ejemplo, como me sucedió hace poco en Galicia, en un lugar situado en Oza: “el inquietante sanatorio de Cesuras”

  • Colonia militar infantil gral Valera Palencia
  • Gasolinera abandonada en Palencia
  • Antiguo Complejo minero
  • Balneario de Caldas, en Nocedo de Curueño

Minas de Wolframio en el Bierzo (león)

2— Lugares que en su momento fueron ejemplos del desarrollo económico de diversas zonas

MGR. ¿Blanco y negro o color? ¿Qué aporta cada uno de ellos a la fotografía de este tipo de lugares?

OO: Para este tipo  de fotografía casi siempre utilizo el monocromo. Creo que al eliminar el color se centra más la atención del espectador  en otros elementos como la textura, la forma o el contraste; de todas formas los amantes del monocromo, de algún modo sabemos que la fotografía en blanco y negro tiene esa particularidad de capturar la esencia eliminando lo superfluo, de transmitir un mensaje, y de generar misterio, eso es lo que yo trato de hacer a la hora de capturar la imagen en estos lugares. Y en lo que se refiere al uso del color, también es verdad que  hay veces que el propio escenario me lo pide, y en el momento de la captura decido si roba atención, qué rol juega dentro de la imagen, como es de representativo o si me comunica algo a mayores; en otras palabras, si es fundamental para que la historia que cuento sea todo un éxito.

MGR. A lo largo de los diferentes reportajes que has ido realizando en relación con esta temática ¿Cuál ha sido la mayor dificultad con la que te has encontrado? ¿no entraña un cierto peligro acceder a estos lugares?

OO: La verdad es que nunca me he encontrado con obstáculos difíciles que me hayan impedido cumplir con mi objetivo, si es cierto que cuando frecuentas estos lugares, te invade el silencio y la extraña sensación de verlo todo vacío, y te da bastante respeto. Cuando se practica este tipo de exploraciones es importante saber ante qué  estamos para diferenciar claramente si estamos realizando una acción que puede ser ilícita o no. En mi caso nunca accedo al interior de propiedades privadas; pero si  en alguna ocasión he querido acceder a interiores siempre busco solicitar el correspondiente permiso o autorización. Si te refieres al peligro que conlleva acceder a su interior por riesgo a sufrir un accidente, si percibo el peligro, no arriesgo. Lo habitual en mí es disparar desde el exterior.

MGR. ¿Qué tipo de precauciones sueles  tomar al respecto? 

OO: Nunca realizo la exploración en solitario y antes de acceder a un determinado lugar hacemos una revisión de la zona. Además, antes de visitar el lugar que me interesa fotografiar, como bien he mencionado ya, busco información y visualizó el lugar desde Google eart, y si no lo veo claro, siempre tengo un plan B.

  • Buque «El Telamón». Arrecife Lanzarote
  • Restos en el arrecife Lanzarote
  • Edificación abandonada a medio construir Tenerife

Las ruinas no solo están presentes en territorio terrestre, también el espacio marítimo puede ser un lugar donde encontrarlas.

Y hasta aquí, la entrevista realizada a Olga Orallo. Con sus respuestas y sus fotografías, espero haberles despertado el suficiente interés como para animarles a viajar con nosotras, entre letras e imágenes, cada primer sábado de mes, y descubrir a través de nuestros reportajes la huella de las personas que un día transitaron por los lugares que hoy son solo ruinas y memoria. Les emplazamos para el próximo mes.

Próximo reportaje: El desconocido tesoro de las minas de wolframio (Sábado 4 de febrero)

4 Comments

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: