lunes, mayo 20 2024

Brutalismo by Domingo Alberto Martínez

La taberna se encuentra en pleno centro de Cádiz. Entra una pareja. Él de unos cincuenta y pico, el pelo engominado, jersey anudado al cuello, polo gris de Lacoste. Ella, gafas de pasta, traje chaqueta y aspecto en general de secretaria. Es ella la que lleva el maletín.

—Buen día —saluda él.

No levanta la vista del iPhone. Tocotó, tocotó. Ha entrado tableteando con los pulgares en la pantalla y no deja de hacerlo ni para sentarse: tocotó, tocotó.

—Bueno día tengan lo señore —responde el camarero, acercándose a la mesa.

La secretaria deja el maletín en una silla y se sienta también, sonriendo amistosamente.

—Me va a poner, si me hace el favor —sigue el tipo, con un marcado deje madrileño que suena impertinente—, un cortado dejcafeinado de…, ¿tiene leche dejnatada? No, no. Mejor sin lajtosa.

Tocotó, tocotó.

Calvo hasta la coronilla, el pelo rizado y largo de un cantaor flamenco, el camarero de camisa remangada y un tatuaje borroso en un brazo apoya la libretita en la barriga y chasquea la lengua.

—Un cortado dejcafeinado con hielo. Cortito, ¿eh? La leche sin lajtosa. Me lo pone en una taza, ¿ejtamos? Muy caliente y sin ejpuma.

—Un manchaíto…, marchando. —El camarero se cambia el palillo de una comisura a la otra—. ¿De sobre o de máquina, caballero?

—Sobre, sobre.

—Asuca o sacarina.

—No tendrá Stevia, ¿verdad? Bah, déjelo. —Tocotó, tocotó—. Sacarina.

El interior de la taberna es de ladrillo caravista. En un rincón, una pirámide de barriles. Sobre el mostrador de caoba, de línea pesada y clásica, una máquina cortafiambres, botellas de vino tinto y una maceta con claveles, raciones de morcilla y chorizo, criadillas con tomate, pimiento y membrillo. Colgados del techo, una veintena de jamones puestos a secar, y en una columna, dominándolo todo, la cabeza de un toro. Hay carteles taurinos por todas partes: toreros de grana y oro, morlacos que brincan al encajar la garrocha del picador y embisten al caballo o se lanzan con ojos inyectados contra la muleta, toros grandes de lengua colorada y un alfiletero de banderillas, toros enfurecidos con el lomo teñido de sangre.

El camarero guarda la libreta y el boli Bic en el bolsillo del delantal. En su lugar, saca un cuchillito corto, muy afilado, como el que usan los toreros para descabellar, y de un tajo certero se lo hunde entre las vértebras. El tipo se derrumba sobre el iPhone.

—Pa’ viví así —suspira, encogiéndose de hombros. Limpia el filo en el delantal y se lo guarda—. Mejó que no sufra…, el animalico.

La Faraona canta por la radio con voz jacarandosa:

Éshale guinda ar pavo,

éshale guinda ar pavo,

que yo le esharé a la pava

asuca, canela y clavo.

—La señorita, ¿querrá tomá algo?

La secretaria sonríe. Tiene una gotita de sangre en la mejilla que parece un lunar. Al soltarse el pelo y sin las gafas de pasta se da un aire a Ava Gardner una tarde de sol en Las Ventas. Da las gracias al camarero y pide un Bloody Mary.

 

3Comments

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  1. 1
    manuelcasalf

    Se publica aquí el relato de un asesinato a sangre fría. Tiene lugar en una ciudad que se cita y en una taberna fácilmente identificable. El asesino es un camarero, precisamente de esa taberna. Se ha tomado la justicia por su mano, como hace lo peor de la especie humana, y ha eliminado a un ser que no le gustaba o que no se ajustaba a su idea de lo que debe ser el vivir del resto de personas. Todo muy edificante, muy constructivo, muy democrático, muy ciudadano y en la línea de fomentar los valores y los derechos humanos.
    Me pregunto si estos hechos serán frecuentes en el lugar en el que vive el narrador, pero en Cádiz, no. En Cádiz se puede entrar en las tabernas con total tranquilidad. Los camareros en esa ciudad no se toman la justicia por su mano, como hace el del relato, sino que procuran atender a los clientes lo mejor posible, incluyendo, a veces, una sonrisa y alguna frase con mucha más gracia que la que rezuma este relato. Situar el brutalismo en Cádiz y de esta manera solo puede ser fruto de alguna mala experiencia, injustamente generalizada, o de una acumulación de malaje absurdamente vomitada en la plaza pública. El “vale todo” de los egoístas neoliberales se está extendiendo hasta la literatura. Una pena.

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