Llegó a casa invadida por un humor de perros. La ciudad vivía un día gris y oscuro de un invierno ajeno a esos días muy fríos, sí, pero despejados y azules que recordaba de su niñez, a veces incluso cubiertos con un blanco y estimulante manto de nieve, de los que ya no se prodigan en los inviernos de ahora. En el ambiente, recargadas hileras de luces de colores en las calles recordaban que se acercaba la Navidad, con una artificial sensación de felicitaciones y buenos deseos llenándolo todo, carteles anunciando cenas y cotillones y el sonido de algún que otro villancico escapándose, cansino, a través de la entrada de algunos establecimientos.
Llegó a casa de muy mal humor. Y cerró la puerta tras ella con un inhabitual portazo mientras dejó que su espalda se derrumbara sobre la misma tratando de imponer un muro entre ese agobiante efecto navideño que rezumaba por todas partes y su estado de ánimo. En sus oídos aún resonaba, petardeante, el soniquete en inglés de un pequeño Papá Noel colocado ante un comercio próximo, activándose cada vez que alguien pasaba ante él para perseguirle con su incansable e ininteligible cantinela navideña, y que, una vez más, le había llevado a ese pensamiento que siempre se le venía a la cabeza cuando los establecimientos se empeñaban en vestirse de Navidad y la programación televisiva se poblaba de películas con claro espíritu americano:
- ¡Qué manía de Papás Noeles en un mundo de Reyes Magos!,- pensó una vez más.
Y, ahora, desmadejadamente abandonada sobre la puerta cerrada de su casa, sus pensamientos se tornaron en una cascada de palabras que fueron creciendo desde el susurro inicial de la tristeza hasta el grito incontenible marcado por la rabia.
- Odio la Navidad
- Odio la Navidad!
- ¡Odio la Navidad!
- ¡¡Odio la Navidad!!
- ¡¡¡Odio la Navidad!!!
Mientras trataba de recuperarse de su decaimiento, al otro lado de la casa, escuchó la voz de su madre.
- Ana, ¿eres tú?
- Sí, mamá, soy yo.
Y, acompañando aquella voz, le llegó desde la cocina el inconfundible olor a rosquillas esponjándose en el aceite caliente. Fue el acicate para que, por fin, comenzara a despojarse de su ropa de abrigo mientras se dejaba llevar por unos recuerdos que nada tenían que ver con las sensaciones que le venían persiguiendo todo el día en su regreso a casa. ¡Cuánto tiempo hacía que no percibía esta agradable sensación, ese olor dulce penetrándole suavemente por la nariz, impregnándole el paladar de sabores de infancia, incluso antes de llevarse a la boca una de aquellas rosquillas entrelazadas a mano!
El olor a rosquillas recién hechas era un olor a infancia perdida.
Y a abuelos también perdidos.
En su casa, la de sus abuelos, siempre había una lata de rosquillas de aceite recién hechas listas para ser ofrecidas a los visitantes. A los habituales o a los inesperados. Rosquillas con ese sabor especial que les daba el toque de las manos de su abuela en aquellos “zafarranchos de cocina” en los que tanto le gustaba participar; con el olor a la corteza de limón friéndose previamente en el aceite, que servía para aromatizarla y quitarle el sabor a crudo una vez incorporado a la masa; con el mármol adecuadamente enharinado para extenderla sobre el mismo; con las manos tiñéndose de blanco mientras enlazaban con habilidad los churros de pasta dulce para cruzarlos a modo de lazos… Y por fin, por fin, por fin, el olor de la masa recién frita extendiéndose por el amplio espacio de la cocina y de la casa.
Cuando vivía su abuelo, los días navideños eran días de reunión y de familia, que venían precedidos de horas y horas de preparativos, muchos de ellos compartidos. Con el aroma de los dulces se le amontonaron a Ana los recuerdos. Primero el de los días de matanza, en torno a la Inmaculada, con aquel gocho que a ella siempre le pareció inmenso colgando del techo del zaguán, abierto en canal, con un cubo de porcelana colocado en un banco, bajo el mismo; con el olor del pimentón extendiéndose por la casa y el sabor de aquellos chorizos blancos que nunca ha vuelto a probar en sitio alguno. Los mejores bocados reservados para los festines de los días navideños.
Después venía también la preparación de los turrones, otra de las tradiciones de su familia. Sonrió una vez más recordando las almendras húmedas saliendo disparadas de entre sus manos al intentar pelarlas con sus pequeños dedos, el suave aroma que éstas desprendían mientras se secaban en las bandejas del horno de aquella cocina de carbón que presidía la cocina, y las peleas con sus hermanos por girar la manivela de aquel molinillo de color verde con el que había que moler todas las almendras, en un proceso que se prolongaba durante días. Luego, las manos expertas de su abuela y de su madre mezclando aquel tierno polvillo con el azúcar y los huevos, antes de encerrar aquella pasta deliciosa en las cajas de madera preparadas por su abuelo, forradas del pan de ángel comprado a través del torno de las monjas de Santiespíritu, para ser prensadas, mientras reposaban durante días al frío ambiente del invierno, hasta coger el justo punto de sabor que disfrutarían luego en Navidad.
Turrón de yema. Turrón de frutas. Tan deliciosos o más que los de la mejor confitería, porque en ellos había quedado también la impronta del esfuerzo infantil compartido con las manos expertas de las cocineras.
Y, al llegar por fin aquellos días, los manjares extendidos con toda la familia sentada en torno a la mesa grande de la cocina, para la cena de Nochebuena. Con los niños escondidos a los postres debajo de ella, desternillándose de risa mientras el tío más joven de la casa descorchaba el espumoso, haciendo saltar por los aires el tapón de la botella, que rebotaba en la pared buscando aterrizar en la cabeza inocente de alguno de ellos.
- ¡Está vivo! Se me ha escapado de entre las manos, – reía entonces el artífice de la broma, cómplice de los pequeños, que sabían que el taponazo había sido provocado adrede por sus manos.
Y, al día siguiente, comida de Navidad, seguida del canto de villancicos acompañados de zambomba y pandereta; de una partida familiar de lotería con aquellos diminutos bombos llenos de números que los más pequeños nos turnábamos en hacer girar. Y al llegar la noche, y de nuevo la hora de otra cena, escuchar año tras año la voz bronca y cálida del abuelo sugiriendo, ante la pregunta de su esposa, siempre el mismo menú:
- Hoy para cenar, sólo me apetecen “unas sopas de ajo”.
Una sensación de añoranza, acompañada de un revoloteo de mariposas en el estómago, la invadió de pronto. Era cierto que hacía mucho tiempo que había perdido su infancia y la inocencia de aquellos días. Era cierto que su vida estaba llena de ausencias de personas muy queridas. Era cierto también que la sociedad que la rodeaba era cada vez más consumista y que un halo de hipocresía lo invadía todo o casi todo. Pero también era cierto que ella tenía a su lado a su joven hija, justamente en esa edad en que comienzan a disfrutar de la posibilidad de compartir tareas de mayores. Así que se sacudió por un momento la rabia y la tristeza y, mientras entraba en la cocina de su madre y se llevaba a la boca una de aquellas rosquillas de aceite recién hechas, decidió de golpe recuperar la esencia perdida de su infancia y tomó una decisión.
En cuanto llegase a su casa, se pondría manos a la obra con su hijita y juntas, encerradas en la cocina, rescatarían para el presente aquellos sabores perdidos de sus jóvenes navidades.
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