
By Paula Monreal
Las cuerdas del chelo retumban en mi corazón tan tensas que de cada golpe brota un hilo de sangre, agudo o grave, según lo profundo o lo inmediato de la herida. Apago el motor y subo la música para no sentir el ruido de las hojas acumuladas delante de la puerta. Mi cabeza vuela tan alto, y tan rápido, que las copas de los pinos de Valsaín me ahogan de vértigo.
Llego huyendo del desamor a un lugar común: ¡qué gran error! Sin embargo, al bajar del coche me envuelve el olor a fiesta, el aroma a menta y a establo y, comprendo que es mi sitio, el único donde puedo arrastrar los pies mientras escucho el rasguño gris que voy dibujando en la tierra, y en el que cuando quiero me paro, y en el momento que quiero retomo la herida. Nadie viene detrás de mí urgiéndome. Me froto las manos intentando despegar la resina del tronco viejo de la entrada y tapo mis oídos que no quieren escuchar. Prrrrrrrrrr, prrrrrrrrrr. El pájaro carpintero pegado también a mi cabeza. ¡Es a mí a quien golpea! La cara me huele a miel, a veneno, a trementina, después de sostener tanta carga.
Voy corriendo a lavarme. Con las manos limpias, doy dos vueltas a la llave y me encierro vencido. Un muñeco acribillado por las hojas de los pinos haciéndome vudú.
La casa ardiendo, inundada de verde. Sentado en los sillones que miran de lejos, descanso los ojos en los castaños de Indias que con su movimiento van arrancando cada uno de mis recuerdos. Los pongo todos sobre la mesa de pino convertida de pronto en un gran arco iris. Colores vivos de juventud, recuerdos convertidos en presente. Al asomarme a la ventana veo cómo se cubren de nieve las huellas del fango agrio del día. La noche se asoma con tanta luz que corro las cortinas y ajusto bien los cerrojos. No quiero que nada me toque, necesito estar limpio, empezar de cero. Tiemblo ante este nuevo amor que absorbe mi pensamiento. La busco poseído aún sin haberla tocado. Este amor de respiración corta y de zancadas largas, de noches en vela engullido por el brillo de un millón de megapixeles. ¿No es esto acaso el abandono? ¿Estaré preparado para abandonarme a este amor transformado en una necesidad?
El silencio es interrumpido por el sonido de mis labios juntos al sorber la sopa. En casa de mis padres siempre se sorbía la sopa. Es un sonido familiar, no me molesta, solo cuando alguien quiere quedar por encima y sorbe más fuerte; entonces me atraganto. Mis dedos acompañan la melodía golpeando el teclado sobre la mesa de pino naranja, chillando por este amor que despierta y cruje como los pinos en esta noche blanca, sepultando lo antiguo.
En cada cuadro, en cada silla, en cada plato, siento el frío de sus ojos cian arrancando sin piedad las últimas notas de mi lamento. Enfrentados como fieras, todo se vuelve azul. Las paredes azules pintadas con la explosión que nos traía el bosque. Azules las sábanas que vuelven lujoso el cabecero de madera que fue de otros. Azules las alfombras nuevas que compramos, porque los pies no se pueden poner en cualquier sitio, y Elvira camina siempre descalza. Vine para días sin límite y ya me sobran todos. Volvería esta misma noche al calor de lo antiguo y de lo terco, aunque tuviera que arrancarme el rojo que me cubre, aunque tuviera que tapar las grietas y apagar los reproches y los miedos.
Prrrrrrrrrr, prrrrrrrrrr. La noche se prepara para su fiesta. El picapinos se despide dejando en el aire una veladura de polvo. El roble del patio grita cuarteado entornando los labios. El cielo se ahueca dejando caer las estrellas, y las secuoyas vestidas de largo hacen que el mundo tiemble en su movimiento. Yo me quedo vigilando un rato mientras sigan vivas las ascuas de terciopelo negro. Sé que me están poniendo verde en su cuchicheo.
“Que pases buena noche”, me desea ya tímido lo viejo. “Tu también”, le deseo a lo que me queda pegado.
Las sábanas devolviéndome el frío de la ausencia y de lo incierto. Las mantas caen sobre mí ajustándome el corazón y la cabeza. Me agarran la cintura oprimiéndome, vaciando entre jadeos el último aire caliente.
De frente nada, la pared azul. Hundido en el colchón apenas estrenado –lo compramos juntos, Elvira y yo–, veo cómo los bordes de la cama se levantan. Son grandes taludes de tierra que se deshacen antes de terminar de hacerse, sepultándome poco a poco. El despertador de la mesilla marca el ritmo. La tierra, cada vez más fina se convierte en cenizas que no me dejan ver. Los dedos de los pies girando el cuello, me agarran los tobillos tirando fuerte de mi cuerpo que no se inmuta. Oigo crujir, no sé si seré yo. No siento dolor, es más bien la sensación anticipada de lo que puede pasar, un recuerdo del dolor que puedo llegar a tener pero que no tengo. Siento miedo, pero no dolor. Miedo del dolor. Sin soltarme de la cama, los pies más grandes que yo mismo tiran tan fuerte que me arrancan de colchón quedándose la piel ahí pegada. Herido sin sentir la herida, me viene la náusea que provoca el saber que después de esto no hay nada. Atravieso los dos pisos que me separan del cielo y me dejo caer entre los pinos. Sé que a esto no sobreviviré.
Enciendo la luz e intento deshacerme el grueso nudo de la garganta antes de contestar el teléfono. “Te amo”, me dice Olesia. “Yo a ti”, le digo, dibujando con el dedo su silueta, señalando los bordes de mi necesidad última.
Horas de palabras de amor y de presente arrojadas por la pantalla de retina, me traen la mañana fría y limpia de recuerdos. Abro las ventanas de par en par llenando la casa de estiércol. Es el olor de la felicidad pura. Los caminos blancos dejan ver lunares amarillos del pis de los perros.
El café sobre la mesa coja y el bizcocho que le compré ayer a la casera, me inundan la cara de risa.
Las fotos que colgamos en la pared al inaugurar la casa me dan la espalda. No me hieren con eso. El tiempo olvidará lo que fuimos. Se nos ve sonrientes en las primeras, los dientes nos delatan. Hay otras con la sonrisa estirada borrando los reproches. Empiezo a descolgar las de abajo, las últimas que nos hicimos. Los labios de Elvira apretados, esperando a que pase el momento, luego los míos.
Tengo plástico de burbujas suficiente para envolver lo que me pesa, y papel de celo para enmudecerlo. ¡Coño! ¡Qué dolor por no hacer daño! ¡Qué necesidad de compromiso mientras el corazón solo piensa en desatarse! Prrrrrrrrrr, prrrrrrrrrr, el torcecuello me recuerda lo que he venido a hacer; golpeo la taza con rabia contra la mesa. No se rompe. La tiro contra el suelo.
–¿Cómo estás? –me demanda Olesia.
–Pensándote.
–Define pensándote.
– Dejando la pared limpia de pasado.
–¿Para qué haces eso?
–Para nada. Para ti.
Saco el punzón del bolsillo y me acerco a la pantalla de sesenta pulgadas que acabo de colgar. Con cuidado para no romper el cristal, perfilo la imagen de Olesia. La herida negra en la pantalla negra. Leve, pero para siempre.
La casera camina detrás de las vacas imitándolas en su andadura. Está más gorda que nunca. Mientras camina hace sonar el cencerro. Ve que la miro:
–¿Qué hacéis con la casa por fin?
–Me la quedo –le digo.
–Me alegro, majo. ¿Con Elvira?
–Yo solo.
–Bueno, dale recuerdos. La vida da muchas vueltas.
Salgo corriendo y dejo todo abierto. Detrás del troco de la entrada meo. Otro lunar amarillo sobre la nieve cuajada.
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