

Es habitual, cuando llega el estío, que ciertas clases sociales se dispongan a poner en práctica eso que se llama veranear. Por supuesto, las clases sociales altas; también, una cierta “clase media”, con salarios bien remunerados y, poco más. La porción mayoritaria de la ciudadanía, a lo único que puede aspirar es a sestear en sus precarios habitáculos (no me atrevo a llamarlos casas, en su acepción más completa; no llegan, en muchos casos, a alcanzar esa categoría) donde arrastran su pervivencia.
Reflexionando sobre el veraneo, me vienen, de inmediato, a la cabeza, dos “troupe” que lo practicaban; sobre todo, una de ellas.
La familia Freud (todos sus miembros; incluida Mina, la cuñada de Sigmund) desaparecía de Viena apenas asomaba julio por la Bergasse,19. Y no regresaban hasta la mitad de septiembre. Lo que me resulta más curioso es que, en algún momento del otoño o del invierno, Freud, acompañado de alguno de sus amigos (Ferenczi, por ejemplo), se llegaba hasta ciertas localidades, rastreando hoteles o residencias, a buen precio, donde poder pasar el siguiente verano.
Normalmente, solían recalar en alguna residencia en las montañas austriacas, estableciendo una especie de base-campamento, para después bajar, por distintos medios, hacia Italia. En Merano (Meran, en alemán), ciudad balnearia, por excelencia, establecían el siguiente campamento. Digamos, muy de pasada, que en esa localidad solían coincidir la familia Freud y la familia Bauer, que era, también, de ascendencia judía. En 1900, gracias a esa amistad, Philipp Bauer, el padre de “Dora” (seudónimo que el médico utilizó cuando publicó, en 1905, su: análisis fragmentario de una histeria, el “caso Dora”) llevó a la consulta del Dr. Freud, a su hija de 18 años, Ida. La familia Bauer, casualmente, vivía también en la Bergasse. Por lo tanto, Dora (Ida), estaba a dos pasos de la consulta. Si bien, unos años antes, hubo otro intento, por parte paterna, que no llegó a fructificar.
En ese deambular por el país transalpino, algunas veces, las menos (ella prefería reposar en uno de esos campamentos a los que he hecho alusión), se hacía acompañar de su esposa, Martha Bernays; sin embargo, la mayoría de los estíos, lo hacía en compañía de su cuñada, Minna Bernays, con la que siempre mantuvo una estrecha relación espiritual e intelectual.
En otras ocasiones, viajaba sólo o en compañía de su hermanastro Emanuel, con el que siempre mantuvo una estrecha relación. Se movía en tren; en coche de caballos; o, incluso, en burro, serpenteando ciertas localidades montañosas, en los alrededores de Gorizia.
Cuando Freud descubre Roma y Nápoles (caerá completamente rendido a sus pies), no deja de ir, una y otra vez, durante sus vacaciones estivales. Descubre un sinfín de cosas (el bajorrelieve de la Gradiva, o el Moisés de Miguel Ángel) que le servirán para futuros trabajos. Viaja, también, en varias ocasiones a Florencia y a Venecia cuyas arquitecturas le fascinan.
Era un viajero infatigable, que no paraba ni un minuto durante sus vacaciones. Si bien, al principio de ejercer su profesión, no podía permitirse todos esos viajes. Después, cuando empezó a ser conocido, y su fama fue aumentando, poco a poco, sobre todo a partir de la publicación de: La interpretación de los sueños, a finales de 1899, los clientes empezaron a llegar a la consulta de la Bergasse, 19. Eso le fue permitiendo veranear, con cierto desahogo, y, también, empezar a mimar la pulsión de coleccionar antigüedades (estatuillas egipcias, griegas y romanas, entre otras), presentes, como silenciosos invitados, en su mesa de trabajo, o en las vitrinas dispuestas para ello, en la sala de la consulta. Si bien, tendríamos que señalar que: la “pulsión” de coleccionar se fue haciendo tan fuerte, que hubo de acudir a los préstamos que le hacían sus amigos, y los bancos, para poder afrontar esas adquisiciones. Algo sé de esa “pulsión”, rara y particular, que se da en ciertos sujetos.
Con todo, para el judío vienés, ese largo período estival, era una vía de escape, necesaria, para poder retomar el intenso trabajo, al final de cada septiembre, cuando regresaba a su “odiada” Viena. Freud soportaba, cada vez menos, el conservadurismo y la reacción hacia su obra, muestra de una sociedad bastante tradicionalista y conservadora. Además, el antisemitismo no dejaba de crecer socialmente: sobre todo, a partir del período en el que fue alcalde Karl Lueger, un redomado y violento antisemita: algunas décadas después, otro austriaco, sabría donde encontrar la inspiración para sus veleidades criminales.
La otra “troupe” a la que me refería al principio, es algo más peculiar que esta primera sobre la que acabo de escribir. Me estoy refiriendo a la “troupe” Marx.
El judío alemán, carecía de cualquier suma dineraria que le pudiera permitir el disfrute de vacaciones estivales. Ya arrastraban, mal que bien, la existencia diaria en Grafton Terrace,9; lugar, donde habían logrado trasladarse (abandonando el minúsculo apartamento en el soho) en 1856, gracias a una herencia de 120 libras esterlinas, que había recibido de un lejano pariente escocés, su mujer, Jenny. Sólo, gracias a los continuos préstamos que les proporcionaba el “general” Engels, pudieron permitirse, sobre todo al final de la vida de Karl Marx, alguna estadía en la “proletaria” playa, al oeste de Londres, de Ramsgate.
Escapar del “cattivo” clima de Londres, era esencial para Marx; sobre todo, para aliviar sus crisis reumáticas, renales y hemorroidales. También, para poder despejar su mente, ocupada permanentemente en el estudio de la economía clásica: la redacción de El Capital estaba minando su salud.
Así que, la familia Marx (con Helene Demuth, “Lenchen”, la criada, incluida, como miembro, de la familia, a todos los efectos) trataba de disfrutar, como podía, en las aguas de Ramsgate: donde algunas familias obreras intentaban pasar algún día de asueto.
Poco más podía hacer la “troupe” Marx. Sus deudas, recurrentes, los hacía naufragar, malvivir, la mayor parte del tiempo. Una penosa existencia (llena de privaciones, en todos los sentidos), a pesar de la cual, la humanidad pudo tener a su disposición, a partir de su publicación, en 1867, una de las obras cumbres para entender la sociedad que habitamos, la nuestra, incluso, la del siglo XXI: El Capital. Aunque muy pocos (casi nadie, diría yo) quieran entender que en las páginas de sus “cuatro libros”, siguen estando las claves para comprender el cómo y el por qué de este modo de producción capitalista que seguimos padeciendo: las derivaciones que se desprenden de su manera de proceder; sus crisis cíclicas de sobreproducción, etc. Incluso, cómo destruirlo; en lugar de pretender reformarlo, como si esa fuese la “conditio” para acabar con la desigualdad social planetaria, de la que tanto se parlotea, sin explicar, jamás, las causas materiales de ella.
No obstante, estas dos pequeñas digresiones históricas, volvamos al inicio del texto. Estábamos hablando de veranear; o, como dice el título del texto, no veranear. Eso es lo que yo vengo haciendo desde hace ya cuatro veranos, más o menos. Y no es por una imposibilidad de tipo pecuniario; aunque, en ciertos momentos, también haya podido influir. Más bien, es consecuencia de un cierto planteamiento vital: el de apostar por una cierta estabilidad, extendida en el tiempo (los 365 días de un año), que no se deja influir por los “cantos de sirena” veraniegos. El maldito covid-19, también tiene su porción de responsabilidad, claro.
Hay, además, una constatación: no me gusta veranear (tampoco viajar, compulsivamente, en general) solo. Me gustaría formar parte de una “troupe”, como las reseñadas, para poder sentir el placer del veraneo. Cuando era pequeño, la “troupe” (poco numerosa) de la que formaba parte, no podía permitirse esos antojos estivales.
Es cierto que, mis abuelos maternos, “tomaban las aguas” en Alicante. Sin embargo, por distintos motivos, no llegué nunca a acompañarlos. Mi imaginación se desbordaba ante las cosas que ellos contaban a su regreso. Tal vez, esa circunstancia infantil hizo que no llegara a ver el mar hasta muy tarde (tenía ya, 21 años). Lo posibilitó mi independencia salarial, puesto que venía vendiendo mi fuerza de trabajo desde mis tiernos diecisiete años.
Sucedió de una forma bastante intensa: volviendo de un viaje en tren (con aquel Inter Rail, que aún conservo, que permitía viajar por Europa, a los jóvenes, en tren, por un módico precio: 6.416 ptas., para ser exactos, durante un mes) por Europa, con una pequeña “troupe” de amigos de mi ciudad natal. Dormitábamos, una madrugada, en la sala de espera de la localidad francesa de Narbonne (cercana a la frontera española, catalana), a la espera de coger un tren que nos devolviera al país gris de la dictadura del general Francisco Franco. Mis ojos, al abrirse, se encontraron con los ojos de una muchacha, de pelo largo, y laceo, casi rubio, que parecía tenerlos clavados en los míos. Al menos, esa fue la sensación que tuve en aquel momento. Subimos al tren juntos (logré, para ello, escabullirme de mis amigos), camino de Port-Bou. Descendimos, antes de continuar el viaje en un tren español hasta Barcelona. Era aún noche profunda. El viejo hangar, de hierro y cristal, de la estación, aparecía iluminado de manera algo tenue. Ella y yo decidimos salir hacia el exterior; no sé cómo, empezamos a descender la calle, cuesta abajo, hacia no sé dónde. Sin embargo, la chica si sabía hacia donde nos dirigíamos. El final de ese descenso, acababa en unas escalinatas donde rompían las débiles olas de un mar obscuro. Algunas pequeñas barcas, de colores vivos, que contrastaban contra la oscuridad de la noche, danzaban suavemente sobre el agua.
Durante algunos instantes, en completo silencio, pude contemplar, por vez primera, el mar. Me agaché, incluso, desde el final de la escalinata, para tocar, con mis manos, el agua. Sentí su tibieza, a pesar de que estábamos a finales de marzo. Enseguida, volvimos a subir la empinada cuesta (en dirección a la estación), para no perder el tren hacia Barcelona.
Ahora, tantos, tantos años después, no estoy seguro, del todo, si en algún momento del paseo llegué a coger la mano de esa chica que se me apareció, por arte de magia, en la estación de Narbonne. Me vienen a la cabeza las palabras del emperador romano Tito, en la obra de Pietro Metastasio (escritor y poeta italiano del siglo XVIII) sobre el personaje histórico, que sirvió de base, como libretto, para una de las tres últimas composiciones de Wolfgang Amadeus Mozar: La clemenza di Tito. Las otras dos eran: el Réquiem; y La Flauta mágica. Las palabras que, en cierto momento, pronuncia el emperador, son: “el amor es la delicia del genero humano…”
Cuando llegamos a Barcelona, nos despedimos, ambos, con una amplia sonrisa. Sin embargo, ninguno de los dos reparó en darnos los teléfonos (fijos, claro está; no existían los móviles: aún faltaban muchos años para que llegaran), o en anotar una dirección postal a dónde poder escribirnos. Nunca volvimos a vernos, como es lógico, una vez descartadas esas posibilidades que acabo de mencionar. Sin embargo, aún hoy, sigo acordándome de aquella muchacha desconocida. No es para menos; con ella descubrí, por primera vez, el mar; y, tal vez, algo más.
Recuerdo, también, una cierta “troupe” de amigos procedentes de Madrid y los amigos, de siempre, de mi ciudad natal: “un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”, algunos años después de ese descubrimiento que acabo de describir. Era en los veranos de cielos azules infinitos, en un lugar especial, único, maravilloso, ligado a mi infancia y a mi adolescencia: Las lagunas de Ruidera. Allí, recalábamos algunos fines de semana, montando tiendas de campaña en la oscuridad de la arboleda que rodeaba aquellas lagunas magníficas. En alguno de aquellos veranos, invité a mis amigos madrileños a sumarse a la “troupe”. Quedaron prendados del lugar; no es para menos: lo facilita su extrema belleza. Por la noche, había que abrigarse y cerrar las tiendas completamente: refrescaba de lo lindo. El cambio climático era una entelequia absoluta; ni tan siquiera, existía, en el lenguaje común de la ciudadanía.
Puedo, incluso, evocar, un baño nocturno en las aguas oscuras del Guadiana, el río de donde procedía toda esa masa de agua que hacía rebosar las lagunas. Ese baño fue tremendamente sugerente: libre y desnudo; con la extraña sensación de que en algún determinado momento emergiera un extraño habitante de las profundidades (las lagunas son bastante hondas) y me arrastrará, con él, hacia el fondo de esas aguas. Hice un pequeño dibujo de aquella experiencia (que, por supuesto, conservo), titulado: El baño nocturno. Tardo sólo dos minutos en sacar ese cuadro (realizado con rotulador, ceras, gouaches y tintas chinas), que está datado, en agosto de 1978. En él, en un extremo, abajo a la izquierda, justo detrás de mí, mientras nado sobre esas aguas tan obscuras, casi negras, aparece un espécimen que no tiene pinta de ser muy peligroso.
Ahora, como decía anteriormente, todo ha cambiado; de manera radical. Lo cual hace que prefiera no veranear; que decida seguir trabajando en mis cuadros o “trazar líneas en el agua”, como dice Platón en El Fedro, refiriéndose a qué es eso de escribir. Trabajar, no asalariadamente, que es, en última instancia, si me lo permite el lector, el comunismo. Es la conclusión que uno saca, leyendo a Marx. Y creo que puede ser una bonita definición, no enunciada, de manera concreta, por el pensador alemán. Comunismo igual a trabajo no asalariado.
La imagen de la izquierda, es una obra reciente del artista Jesús Marchante: pertenece a una serie de cuatro papeles, de diverso color, montados sobre tabla. La que aquí aparece, es la primera de esa serie de cuatro. Lleva el título de: Líneas de fuga. La técnica utilizada, como casi siempre, en los últimos años, son tintas chinas y acrílicos. El pintor, trata de plasmar, en esas líneas “abstractas”, una vía de escape. La estrella azulada, que cae, dota de un movimiento frenético a toda la composición.
La imagen de la derecha, es la composición número VI (de un total de X), realizada, también, por el artista Jesús Marchante Collado, en MMXVIII, que lleva el título de: Metacrílicos. La obra está realizada a base de trozos de metacrilatos de distintos colores, que el pintor distribuye (pegándolos) sobre una tabla clara de fresno. Las líneas, de acrílico, trazadas con el pincel, rompe la materialidad del soporte de madera; y la geometría de esas partes de metacrilato.
Obra innovadora en la trayectoria del pintor, por cuanto hace su aparición un material, qué hasta ese momento, nunca había formado parte del trabajo del artista. Supone un instante, en el largo desarrollo de experimentaciones llevadas a cabo por el pintor en los últimos años, que le llevará por otros derroteros.
La abstracción plástica que representa esta obra podría considerarse como una parábola de la ruptura de la relación salarial: una cierta plasmación material de eso que anteriormente se describía como comunismo.
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