
“Vivir es buscar el lugar donde poder amar” (Joan Margarit)
Hasta ayer por la tarde, tanto la noción de hábitat como la del subsiguiente posicionamiento en el nicho ecológico de cada especie (humanos incluidos) se habían venido considerando asuntos connaturalmente inseparables de sus ecosistemas. Ahora bien, desde que hace medio siglo pisamos la luna, nos hemos ido viniendo arriba y hoy es el día en que las misiones espaciales se suceden como churros, promovidas por las agencias estatales de los de siempre (el aún hegemónico EEUU o la inasequible Rusia) con Europa en su papel de actor secundario e India en plan low cost, a los que últimamente se les están uniendo los nuevo ricos (China y Emiratos) que, para no variar, gastan las mismas o parecidas ansias colonizadoras que sus predecesores. Así, apenas hace unos días pudimos ver en directo aterrizar (amartizar suena algo forzado) al robot Perseverance en el planeta rojo, retransmitido en un vibrante español por jóvenes (a más de inteligentes y bellas) ingenieras latinas de la NASA. Por si ello fuera poco, la iniciativa privada ha llegado para quedarse y aventurados (más por peligrosos que por aventureros) magnates globalistas como Elon Musk, Jeff Bezos… u otros de parecido pelaje, hace ya algún tiempo que anunciaron sus planes para, mañana mejor que trasmañana, llegar a establecer asentamientos humanos. Cuestiones unas y otras que, aún conteniendo en sí profusas y variadas lecturas, pareciesen estar pidiendo a gritos una reflexión sobre los actuales límites o futuros confines del hábitat humano (lo de las ingenieras latinas merece artículo aparte).
A modo de prólogo aclaratorio, debo empezar confesando que mi formación técnica en el ramo de la arquitectura me llevó durante largo tiempo a concebir el hábitat unívocamente entendido como habitáculo puro, desde un enfoque limitado al interior edificado de los muros que conforman el hogar, ese sagrado espacio único e inviolado donde las personas viven (o mueren) en un incesante y denodado empeño por ver de organizar su pequeña felicidad doméstica, quizás la única posible, refugiados de la intemperie. Unas casas adaptadas tanto a los sueños de sus moradores como a las múltiples prescripciones derivadas de la reglada imbricación urbanística de cada momento y lugar (la materializada urbs latina) que, junto al resto de construcciones de carácter más o menos social (bibliotecas, auditorios, oficinas, plazas, parques, pabellones…) configuran los espacios de nuestra civitas, donde descubrir esos buscados lugares a los que alude el poeta.
A fin de cuentas, habitar no es sino el resultado dimanante de ese esforzado intento por huir de la intemperie, de buscar una salida al hecho de tener que vivir en una realidad inhóspita (aquél desarraigo esencial como condición fundamental e insuperable de nuestra existencia, del que hablara Heidegger) y, aún sabiéndolo inauténtico por impropio, escapar hacia un pretendido mundo seguro en algún soñado lugar que deberemos inventar porque no existe. Bien es verdad que, desde las cuevas de Chauvet o Altamira, pasando por las construcciones de la Mesopotamia sumeria y hasta bien entrada la “era moderna” el humano buscó (y encontró) acomodo en la naturaleza alojándose con el ganado junto a los ríos, entre la propia materia que le regalaba la tierra, en fraternal relación y dependencia con las plantas, piedras, maderas, metales… componentes originarios de los sucesivos lugares así colonizados a su “natural” manera. Con la aparición de la nueva era los humanos acrecentarían el disimulo a su pertenencia a aquella (por así calificarla) “auténtica” vida animal, decididos a sustituirla por ese colosal artificio social que contiene en sí la irremisible dinámica de acrecentar el burgo y menguar el bosque. Ya nada volverá a ser igual, tornando en irreversible esa transformación de lo hasta entonces considerado natural o verdadero, en inauténtico o postizo. O sea, las ciudades.
Alumbradas por su propio origen las ciudades no son sino el esqueleto de la civilización, tal como ya lo dejara observado con su ironía habitual F. de Azúa en “La invención de Caín” (Debate, 2015) subrayando que las urbes contienen en sí ese espíritu cainita de ir contra la naturaleza (es decir, contra los dioses) al osar establecerse por sus propias y humanas leyes. Un hecho concomitante con el inicio o la invención de la historia y a cuyas resultas, transcurrido el tiempo, reaparecer convertidas ellas mismas como las mayores “obras de arte” creadas por el hombre. Como ya apuntamos, desde el comienzo de los tiempos los asentamientos se mantuvieron íntimamente ligados a la realidad del lugar (junto a sus propios “signos”) con la urbe progresando más o menos espontáneamente y llegando a constituir lo que hoy reconocemos como ciudades originarias o “naturales” (nuestros “cascos medievales” europeos, un suponer). Cierto es que con la llegada de los nuevos y estabulados órdenes arquitectónicos irá surgiendo un primer grado de abstracción que tenderá a igualar -en su formalismo geométrico- las tantas construcciones de los distintos lugares. Al tiempo irán solapándose nuevas abstracciones debidas a una cada vez más necesaria planificación -si no directamente de la invención, como Brasilia- resultado de una conceptualización urbanística que nos irá llevando a generar espacios de una mayor racionalidad a la vez que más estabulados, controlados, dominados, asfaltados y, por repetidos, intercambiables. Revolución industrial mediante, lo más gordo nos estaba esperando a la vuelta de la esquina. La poderosa atracción ejercida por la ciudad arrastra una imparable concentración humana, pasando a convertirse en el hábitat para una mayoría de la población mundial (en Europa, por ejemplo, los urbanitas elevamos ese porcentaje al setenta y cinco por ciento) reflejo de lo que serán las nuevas metrópolis, no digamos ya sus agrupaciones en esas gigantescas y difusas megalópolis, lugares donde el tan necesario y humano arraigo esquivará definitivamente las costumbres o modos de relación tradicionales.
Afortunadamente, las ciudades son algo más que el laberinto de sus calles y esconden una poética para quien las habita, tal que en esas inventadas “ciudades invisibles” de Italo Calvino donde un camellero venido del desierto, al ver despuntar en el horizonte del altiplano los pináculos de los rascacielos, quiere pensar que lo que atisba es un barco, una nave que le sacará del desierto del que proviene, sintiendo desde entonces que no hay bien que no pueda esperar de esta vida. La misma esperanza que, de estudiante en la gran ciudad, llegué a sentir en cada una de las tantas esquinas (hoy soñadas) donde día a día me detenía antes de cruzar la calle. Así, cuando encontraba el semáforo en rojo, aprovechaba para ojear los periódicos o las revistas colgados en uno de aquellos maravillosos kioscos que por entonces podías encontrar ubicados en las inmediaciones de los pasos peatonales. De vez en vez compraba un diario y, más espaciadamente, algún magazín mientras, de refilón, dirigía tímidas miradas a los ojos verdes de una desconocida y jovencísima “chica del semáforo” que puntual y diariamente compartía conmigo aquella encrucijada. Al tiempo iba sintiendo cómo la ciudad con sus esquinas, sus semáforos, el kiosco, la arquitectura, la literatura, los cines, la gente… y, sobre todo, aquella chica (su pelo negro recogido en una coleta, su faldita plisada o sus calcetines altos del colegio) ya me habían atrapado. Quiero con ello constatar que añoro cada una de las ciudades en las que he vivido, tanto como las casas que he habitado y ¡ay! en las que me he sentido amado.
Con permiso de la pandemia, salvada la tentación de perdernos entre tanto augur profetizando el pasado cuando no recordando el futuro, hoy nos encontramos en esa tercera y ya decisiva abstracción en busca de otros posibles confines del hábitat humano. Así pareciese que estemos rozando ese nivel de civilización tipo I (según la famosa escala de Kardashov), categoría en la que ya se atisba como posible el llegar a colonizar otros planetas, al punto mismo de superar las tecnologías críticas necesarias que tal reto comporta: producir y almacenar suficiente oxígeno a partir del dióxido de carbono de la atmósfera marciana; reciclar agua proveniente de los propios depósitos de hielo contenidos en el subsuelo; construir autónomamente “in situ” casas impresas en 3D con los materiales de su corteza; aprovechar la fusión nuclear para disponer, no solo de una fuente de energía limpia y duradera, sino de la posibilidad de alcanzar lejanos planetas en tiempos razonables… y todo en ese plan. Tachadme de retrógrado pero, si en semejantes entornos no cabe contemplar la posibilidad de soñar en cruzarte con la chica del semáforo u otros lirismos parecidos, no contéis conmigo para ese viaje. Permitidme que dude el que en tales confines lleguemos a encontrar ese buscado lugar para vivir y donde poder amar al que hacía referencia nuestro citado (recientemente fallecido) amigo Joan, arquitecto, gran poeta y mejor persona. O sea.