viernes, abril 26 2024

Lunas de Lantano: 3. Hoy me gusta la vida mucho menos

By Félix Molina

Néstor Juárez, colombiano llevado por su madre y su padre, muy pequeño –casi recién nacido–, a México; Néstor Juárez, el perpetrador (primero) y descubridor (después) de unos cuantos géneros literarios en su país (o países) y ya cada vez más en todo el mundo; Néstor Juárez, el novelador novelado (gracias a su participación en un coloquio y a su brusca caída de la tarima de una televisión, seis meses de fracturas y el video viral dando la vuelta por todo el mundo en los móviles, los celulares, los mobile phone, los téléphone portable, los мобильный телефон, los…); Néstor Juárez, que llevaba dilatando su suicidio casi desde el comienzo mismo de su pubertad de colegio mexicano donde le pateaban el esófago entre capítulo y capítulo de novela.

Antes del Cerro de Lunas de lantano lo había intentado en un hotel cerca de Acapulco, disfrazado de palmera que se desplomaba sobre el paseo marítimo. Una azafata de hotel despedida, que también pensaba suicidarse en el mismo lugar, día y hora, se lo impidió, para luego acompañarlo un trecho, entre su cuarta (La vida entre los dos) y su sexta novela (No te irás). Antes de lo de la Perla del Pacífico lo intentó también en el WC de un avión que sobrevolaba el Bósforo, pero una escotilla inesperada en un espacio de 0’5 x 0’5 m y lo entretenido del paisaje lo apartaron otra vez de su idea central. De ahí surgió Con los ojos de otro.

Y mucho antes de costas y de estrechos lo intentaba cada año, con el advenimiento del Año Nuevo. En la celebración que fuese. En compañía de quien fuese. Siempre llevaba su caja por estrenar de Rivotril, con las cápsulas relucientes, casi espejándolo mientras apuraba un muslo de pavo o le derramaban espumoso en la copa. Luego la conversación, una cara bonita, un rumor, la pelea al fondo de la mesa de dos comensales contendientes, una hebilla demasiado ajustada, el tergal de una camiseta… todo lo distraía de su fin. Lo había intentado en cónclaves familiares (también en fin de año), en reuniones que los inconscientes allegados festejaban como la aproximación del astro de la familia, pero que acababan con su desistimiento, cada vez que veía los ojos de La uruguaya (su madre, allá nacida) al borde del brindis, los mismos ojos que en la frontera de Tijuana eran dos negros e inquietos satélites. Y el intento quedaba entonces en borrachera plomiza, nostálgica hasta del primer escupir.

El Cerro no es que hubiera acallado su propósito. Pero lo había domesticado. El lugar, con su alternancia de ruda estepa y maleza inverosímil, no hacía propicia la estela de un cadáver. Además, esa absurda y perpetua asistencia del servicio le estorbaba mucho la ocasión y el impulso. La única vez que lo había intentado, en su propio módulo (tras digerir unas páginas de Coelho, como siempre que lo hacía en un dormitorio), un escobazo imprevisto, desde atrás, acabó con las pastillas en la alfombrita de la cama. Luego siguió una charla indeseable y extensa donde la oportuna Antonia, dejando a un lado los avíos de la limpieza, le habló de que ella también las tomaba, no me puede imaginar cuando estoy nerviosa. Y eso puso fin a cualquier otro ensayo.

Así que consideraba Lunas de lantano más que como un paraíso como un limbo, un lugar donde el empeño persistía, pero sin la amenaza bloqueante de la compulsión.  Allí se dedicaba más que a escribir (que era el objeto de la beca y un propósito más fijo en su mente que la idea del suicidio) a ganarse la vida como clickbaiter. No es que necesitara un sobresueldo, pero le encantaba titular una entrada mintiendo sobre la edad de este o de aquel, o enemistar a aquel y este, o anticipar su separación o su divorcio, o matarlo diez o veinte años antes, o despedirlo, o desahuciarlo, o lanzarlo por el avión en el que había visto las colinas frondosas y lacustres del Bósforo. Todo para que un lector, o mil, o cien mil hurgaran en las lodosas pantallas centelleantes de sus ordenadores, dilapidando el tiempo de sus trabajos, de sus amores, tal vez de sus vidas. Y él solo con unos versos, los mismos siempre, en la cabeza:

Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego,
con mi muerte querida y mi café
y viendo los castaños frondosos de París…

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