
La acacia se yergue a las afueras del poblado. Su sombra los protege del calor que aplasta y coagula la sangre, que entumece y hace imposible moverse. Dentro de las casas de adobe —del mismo color que la tierra, parecen rectángulos que emergen de ella—, la vida es un infierno. Por eso se hace en la calle, por eso Ana está con los niños bajo la acacia.
Calor, siempre calor. Durante los primeros meses cree que cada día es peor que el anterior, pero pronto descubre las estaciones y los tipos de lluvias; aprende a diferenciar el calor húmedo del sur, del árido del norte; a protegerse de las tormentas de agua y de arena. Aprende también a repartirse las tareas. El mejor momento del día es al amanecer, cuando la tregua del frescor que ha resguardado la noche, todavía flota y se eleva hacia el cielo, junto al sol y las plegarias. Desayuna cereales y alguna fruta que compra en el mercado de Oursi, y luego pedalea veinte kilómetros hasta Wahatum hamaou, junto al oasis La Mare d’Oursi; un lugar donde se acaba el Sáhara y empieza el Sahel, un territorio de transición entre el desierto y los húmedos bosques ecuatoriales.
El idioma oficial es el francés, le dijeron; no importa, lo aprenderé, y también su lengua; para permanecer más de un mes necesita usted contrato de trabajo; de acuerdo, y consiguió convalidar sus estudios en la facultad de Filología por el equivalente a maestra infantil de Burkina Faso. Dos años hace que llegó a la aldea, tras sobrevolar las ardientes dunas del Sáhara y un trayecto interminable en camión. Ya no tiene casa en España, ni motivos por los que permanecer allí; y son las aves migratorias que pueblan el oasis en invierno, las mensajeras que le traen el color, el olor y los sonidos de aquella otra marisma que dejó atrás. Aunque es consciente de que en el poblado siempre será una forastera, y de que cualquier día aparecerán jóvenes, casi tan niños como esos a los que ahora ella enseña, con fusiles y machetes para echarla.
El aire caliente que se estanca entre las hojas de la acacia desciende en remolinos refrescando un poco sus cabezas. Los niños cantan, tocan las palmas. Así han aprendido los números y ahora la tabla de multiplicar, como se hacía antes en España, como se sigue haciendo en muchos lugares del mundo donde no hay libros, ni calculadoras, ni siquiera lápiz y papel, solo la memoria de una mente joven. Al principio se esforzaba por ser altruista y buena —como se supone que debe ser un voluntario de ONG—. Y con su personaje bien preparado, disimulaba a la Ana desesperada y perdida que se disfraza con una sonrisa. En el primer mundo esas tretas le resultaban útiles; aquí no le sirvieron para nada. Llegó con el mapamundi en la cabeza: aldea de Wahatum hamaou, en el Sahel, norte de Burkina Faso… empequeñecido, lo que cabe en un dibujo a colores. Pero en la bici o andando por los caminos —siempre llenos de gente con bultos sobre la cabeza, mujeres con los bebés colgados, algún camión solitario levantando polvo— comprendió que el territorio tiene la medida del caminante, y que cada rama de árbol, cada colina, cada pequeña tierra cultivada, cada detalle que no aparece en un atlas, eran lo único valioso. Todas las estrategias aprendidas durante años para sobrevivir se le demostraron inútiles. Lo asumió, se armó de paciencia, y se dispuso a escuchar más y hablar menos.
Bajo la misma acacia al atardecer, tras la única comida del día, se sientan los mayores. Sus rostros se confunden con la oscuridad, pero sus voces cuentan la historia del clan y de la tribu, la que no está escrita en ningún libro de texto. Porque la tierra es un lugar sagrado que no se puede vender, propiedad de los antepasados a los que entierran tras el huerto, o en los alrededores de la choza, para sentir cerca su consuelo y protección.
Y antes de que caiga la noche —que aquí lo hace de golpe— cuando la oscuridad es completa pues no hay presupuesto para luces, Ana pedalea hasta Oursi, a la casa donde vive con otros cooperantes. Vuelve a un mundo occidental, a una habitación con ventilador y una cama con sábanas, a pesar lo difícil que es dormir entre el calor y los insectos: de las tablas del suelo, de las grietas en las paredes y de los marcos de las ventanas salen moscas, polillas, cucarachas, hormigas… por lo que Ana suele terminar en la galería, intentando aliviarse con el escurridizo frescor donde se duerme, arrullada por el balanceo de la hamaca.
Más allá de la débil luz de la galería se oyen voces, se distinguen formas… la oscuridad que la rodea se mueve. Y más lejos aún, en la frontera de este mundo, le espera el otro, bullicioso, hormigonado y metálico, que desperdicia luz.
Fragmento de la novela “En el río trenzado”
Reyes García-Doncel