lunes, mayo 20 2024

INVASIÓN DE PINGÜINOS by David Santaolalla

Este relato, mi décimo tercero en Masticadores, escrito recientemente, se basa en hechos reales que bien pueden producirse en un futuro cercano. Estemos atentos a las noticias.

 

Invasión de pingüinos

Aquel 3 de marzo era lunes. Lo sé porque el fin de semana anterior había sido muy bueno. Las temperaturas fueron inusualmente altas, casi veraniegas. Los telediarios mostraban imágenes de playas repletas de bañistas. Pero la tarde del domingo todo cambió. Entró una borrasca, y debía ser importante porque le pusieron nombre: Norah. Yo rebusqué en mi colección de CDs y puse uno de Norah Jones. Siempre que lo hago, sabiendo que es hija de Ravi Shankar, se me plantean dos preguntas:

  1. ¿Por qué se apellida Jones?
  2. ¿Por qué no toca música hindú?

Norah, la borrasca, era todo lo contrario: fría y violenta. Se anunciaban bajadas bruscas de temperatura. Incluso nevadas en cotas muy bajas.

Mi rutina matutina de los lunes es sencilla: diez minutos de ejercicio aeróbico, diez minutos de yoga y una relajante ducha templada. Luego un desayuno nutritivo en la terraza. Norah, la borrasca, no me permitió hacer eso último, tuve que desayunar dentro.

Yo no he sido siempre rico. Antes era auxiliar administrativo. Pero un “pelotazo” bursátil me cambió la vida. La bolsa no tiene secretos para mí. Sólo hay que comprar cuando las acciones están baratas y vender cuando están caras. Por eso lo primero que hago mientras desayuno es mirar las cotizaciones para ver cuánto he ganado ese día.

Por la ventana pude ver los tejados, blancos igual que el pavimento de la calle. La nevada nocturna había cuajado y todavía se escapaba algún que otro copo rezagado. Un día tranquilo. Fresco, pero tranquilo.

A lo lejos se veía una figura avanzando, dando tumbos, por el medio de la calle. Pensé que era un trasnochador borracho de regreso a casa. Pero, más de cerca, algo raro me llamó la atención. Demasiado pequeño para un ser humano, al menos para un ser humano adulto emborrachable. Y para ser un niño no cuadraba el atuendo: camiseta blanca con americana negra. Me puse las gafas de lejos (que no necesito) para confirmar lo que veía: ¡era un pingüino!

Se habría escapado del zoológico, pensé… si en la ciudad tuviéramos zoológico. Descarté que perteneciera al circo, dadas las fechas inapropiadas para esos espectáculos. Y me concentré en untar mantequilla sin lactosa en mi tostada de pan de semillas. Cuando alcé de nuevo la mirada, por la calle bajaban grupos de dos, tres y hasta cinco pingüinos. Y detrás venían más.

Quise llamar a algún amigo para contrastar la información, pero desde que soy rico apenas tengo amigos. No porque no se me acerque la gente, con ganas inequívocas de sacar tajada; sino porque cada vez soy más misántropo y asocial. Así que puse la televisión para ver si decían algo en los telediarios.

Resultó que la invasión de pingüinos estaba teniendo lugar en todas las ciudades importantes del mundo: Londres, París, Roma… Las imágenes eran espeluznantes. En Londres los pingüinos hacían largas colas para montar en el “London Eye”. En Paris se hacían selfies delante de la Torre Eiffel y en Roma una multitud de pingüinos solicitaba audiencia con el Papa. Los tertulianos discutían acaloradamente. La teoría más extendida era que los rusos habían fletado un gigantesco avión. Una réplica del Antonov de los Ucranianos, el avión más grande del mundo. Lo habían llenado con millones de pingüinos de Siberia. Y los habían lanzado, en paracaídas, sobre las ciudades occidentales. Para desestabilizar, seguramente.

Me entró el pánico y decidí marcharme al aeropuerto a coger mi jet privado e irme muy lejos de allí. Cuando al fin circulaba por el extrarradio me di cuenta de que algo no cuadraba: no hay pingüinos en Siberia, el pingüino sólo vive en el hemisferio sur; y los rusos nunca construyeron una réplica del Antonov. Desconcertado estacioné mi Tesla Model X en el arcén, junto a una gasolinera abandonada. No pasó mucho tiempo cuando una pareja de la Guardia Civil se me acercó pidiéndome los papeles. Traté de decirles que mi intención tan solo era llegar al aeropuerto, pero insistieron en el toque de queda y que lo mejor era que volviera a mi domicilio. Mientras uno de los guardias revisaba mis papeles, pude darme cuenta de que su compañero, el cabo Benítez, caminaba dando tumbos. Y que por debajo de la casaca verde se le veía un vientre blanco y plumoso y unas patas palmeadas. Me despidieron con un amable graznido y me volví para mi casa.

Esto no es idea de los rusos, pensé durante el trayecto. Esto es por el calentamiento global y el efecto invernadero. De tanto calentamiento se ha producido un efecto rebote, y de invernadero hemos pasado a congelador. La capa de ozono deja pasar los rayos cósmicos y estos rayos perniciosos producen mutaciones en los seres humanos. Seguro, mucho más creíble que lo del bombardeo de pingüinos.

Al llegar a casa dejé el coche en la plaza número dos, que es más cómoda para aparcar. Con las llaves puestas por si tengo que salir pitando. Entré despacio en el ascensor y pulsé el botón con el pico. Ya en casa, llené la bañera con agua muy fría y algunos cubitos de hielo. Necesitaba un baño relajante. Nota mental: llamar a Carrefour para que me traigan tres kilos de pescado congelado.

 

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