domingo, junio 16 2024

LA LISTA DE SCHINDLER by David Santaolalla

El relato de hoy, que hace el catorce en mi cuenta particular de Masticadores, bien podría ser el germen de una película de Hollywood. Quién sabe. Se lo comentaré a Spielberg… la próxima vez que lo vea.

 

La lista de Schindler

“¿No te has fijado nunca en las marcas de los ascensores?”. Manuel puso cara de póquer al oír aquella pregunta que le hacía Gregorio. Manuel, recién egresado de la Facultad de Informática, apenas conocía un par o tres marcas de coches, ¡como para conocer fabricantes de ascensores o de cafeteras!. Gregorio, sin embargo, que era unos diez años mayor que él era un individuo especialmente culto. Ambos trabajaban en una consultora medianamente conocida a nivel nacional, cuyo nuevo proyecto estrella consistía en la mecanización de la oficina técnica de la fábrica de Schindler. Manuel fue elegido de programador y Gregorio, por su mayor experiencia, como analista en el proyecto.

La fábrica se encontraba en el “cinturón industrial”, a las afueras. Y no sólo fabricaba ascensores, sino todo tipo de maquinaria pesada: grúas, compuertas, esclusas etc. Como Manuel no tenía coche ni carnet, Gregorio se ofreció para llevarle en su Opel Kadett tuneado. Gregorio era un tipo jovial y dinámico, con mucho humor y experiencia laboral, aunque no había pasado por la universidad. Para Manuel era un ejemplo a seguir.

Les recibió el director del departamento, y les hizo una visita guiada de las impresionantes instalaciones, que terminó en la “oficina” situada en la parte más alta de la nave principal. Allí era donde se fraguaba todo el trabajo administrativo. La fábrica se había agenciado un nuevo y potente ordenador y el proyecto tenía por objeto adaptarlo a las necesidades de la “oficina”. Les presentó a los empleados y, sobre todo a Luz. “Cualquier duda que tengan, pregúntensela a Luz. Ella lo sabe todo sobre nuestros procesos. Todo y más”. Y sin más, el director se despidió pues tenía “cosas importantes” que hacer.

Luz era una mujer de edad indeterminada, delgada y menuda. Con un corte de pelo estilo “garçon”, camisa blanca y pantalones flojos de hombre. A Manuel le recordó a Buster Keaton sin sombrero. Tal vez por esa mirada de ella: entre perdida y suficiente, como si estuviera por encima de todo y de todos. Su mesa, algo pequeña, estaba impolutamente ordenada y llamaba la atención un pequeño crucifijo a la derecha del monitor del ordenador.

Luz les describió minuciosamente todos los procesos del departamento, haciendo hincapié en “la sábana”. La “sábana” era  un listado gigantesco donde se reflejaban los datos principales de los proyectos en curso, que se actualizaba a diario con la información recibida de los ingenieros. El reto era imprimir automáticamente la “sábana” todos los días. Luz, que era parca en palabras, respondía de mala gana cuando Gregorio o Manuel le pedían que repitiera alguna de las explicaciones.

De vuelta a casa en el Opel Kadett, Gregorio, que era muy dado a poner motes a la gente, empezó a referirse a Luz como “La Lista de Schindler”. Algo que le hizo mucha gracia a Manuel y que le hacía sonrojarse cuando en las reuniones semanales con el cliente, Gregorio le guiñaba el ojo señalando a Luz con un movimiento de cabeza. Gregorio produjo una buena cosecha de chascarrillos, chistes y bromas al respecto en los sucesivos viajes de ida y vuelta a la fábrica.

El tiempo pasó e inexorablemente el proyecto finalizó con éxito. En la fábrica hicieron una pequeña fiesta en honor a los informáticos. Unas botellas de vino, jamón del bueno y algo de queso. Acudieron varios directores de ambas empresas y el consejero delegado dirigió unas palabras. Manuel llevaba ya tres copas de vino cuando le entraron ganas de ir al servicio. Se excusó y salió de la sala. Se perdió por los pasillos interminables del edificio, tal vez debido a la tercera copa. Pero al fin encontró el cuarto de baño. Cuando abrió la puerta casi se dio de bruces con Luz. “¡Ay, perdón!”, dijo Manuel pensando en que se había equivocado de puerta. Pero Luz, sin darle tiempo a reaccionar, le agarró por la manga y le introdujo en el cubículo. Manuel había visto esa escena muchas veces en el cine. Pero nunca la había experimentado personalmente. Luz pasó de ser un frio ser asexuado a una bella y apasionada mujer. Manuel no podía creer lo que estaba pasando. Fue algo increíble.

Luz se puso de pie, se arregló el pelo y la ropa, y besó a Manuel el los labios. “Espera cinco minutos antes de volver. No quiero que nadie sospeche. Llámame el sábado, te he dejado una nota con mi teléfono particular en el bolsillo trasero de tu pantalón” le susurró al oído antes de marcharse. A Manuel aquellos cinco minutos le parecieron eternos.

Cuando volvió a la fiesta, Gregorio le preguntó dónde había estado todo ese tiempo. Manuel le dijo que el Valdepeñas no le había sentado muy bien y el otro se rió socarronamente.

Al día siguiente Manuel recibió una llamada de un compañero de la facultad. Una multinacional importante estaba buscando gente para un megaproyecto aeronáutico, una buena oportunidad para un programador ambicioso como él. Se lo comentó a Gregorio, que era como su hermano mayor. “Aprovecha el momento chaval, los trenes hay que cogerlos cuando pasan.” Le dijo su compañero, despidiéndolo con un abrazo cordial. “Te echaremos de menos, Manu, sinvergüenza”.

Manuel lavó aquellos pantalones en un programa de color sin acordarse de la nota de Luz. Tras el centrifugado, despegó el ilegible pegote de papel y dudó si tirarlo al contenedor azul o al normal.

Han pasado más de veinte años y Manuel todavía siente escalofríos cada vez que se monta en un ascensor.

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