martes, mayo 7 2024

Receta de silencio y salsa rabiosa by Diana González

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El tiempo había pasado. Y al pasado hay que dejarlo donde está.

— Atrás, se dijo.

Atrás habían quedado los días de vivir de prestado en la casa de una abuela para nada amorosa. El tiempo de lavar los platos y coser para una mujer con una vara de sauce muy flexible y dañino.

— Y vos, de donde conoces a  Matilde. Preguntó Encarni, la dueña de la tienda del pueblo a su hija Ena.

— Ay mamá, de la tienda. Venía siempre a buscar los pedidos para su abuela.

— Es un poco rara ¿no?

— No mamá, es callada nomás.

En tanto, Matilde recorría la casona vacía arrebujada en el mantón que le había quedado como único recuerdo de su madre.  — la vendería, pensó para sí. Vendería aquella casa infame llena de abyectos recuerdos y sin sabores. Otros tiempos eran estos.

— ¿Y vos decís que le queda la casa y el campo para ella sola?

— Si, todos los hijos de la vieja murieron. No tuvieron suerte, malas juntas, mala vida. El más chico fue el último. Todos antes que su madre. No, si va a ser que se murió porque ya no le quedaba nada.

— ¿Cómo?, ¿y Matilde?

— Ay, mamá. Si la misma vieja te contó que la heredó cuando tenía unos catorce años. La vieja no la quiso nunca.  Quedó huérfana de la única hija mujer que tuvo la vieja, la que se fue no bien cumplió los dieciocho.

— ¿A mí’?  No, a mí no me lo contó nunca.  

Estaba por ir a la cocina a prepararse un té cuando golpearon a la puerta, era un mensajero con una citación para el abogado, debía presentarse el miércoles de la siguiente semana en calidad de única heredera.

Fue a la cocina, preparó el té y comenzó a recordar el día que con una muda de ropa, una rotunda sensación de vacío y el acta de defunción de su madre en un sobre llegó a aquella casa.

Su abuela Pilar la miró casi con desprecio. Le hizo dejar sus cosas al costado de la puerta de entrada y le dijo todo lo que iba a hacer desde ese día, tender las camas, limpiar los baños, fregar, repasar, a lo que después,  día a día fue agregando cada vez más quehaceres y peores rutinas. Aquel, su primer día, llegó a las nueve de la noche agotada y apenas dispuesta para tomar el único plato de sopa que su abuela Pilar le permitió por cena.  Luego le hizo recoger sus cosas y la acompañó a una habitación de tamaño mediano con dos camas y un armario viejo. No estaba ella para ver si era linda o no aquella estancia, nada más entrar intentó sentarse en la cama al lado de la ventana pero la vieja, en un tono seco y autoritario le dijo que no, que esa era la cama de su hijo Pedro. Cuando la enjuta, severa y agria mujer que era doña Pilar dejó la habitación, el cansancio acumulado de baldear, fregar, lustrar le pesó en su aún escuálido cuerpo y Matilde, su osamenta, sus huérfanos y famélicos catorce años se desplomaron a llorar sobre la cama encajonada entre la pared y el armario.

 Está bien mamá, si vos decís que no te lo contó, no te lo contó.

— Esa mujer nunca me gustó Ena.

— No le gustaba a nadie mamá.  Y a ella tampoco le gustaba nadie. Bueno, salvo su hijo Pedro, por el que sentía verdadera devoción.

— ¿Cuál, ese que mató la policía en una redada?

— No, ese fue el mayor, el que murió primero, incluso antes que la mamá de Matilde. No, Pedro se murió de un paro cardíaco o algo así, se dio un atracón. Era muy basto.

— ¿Sabes Ena? A veces me hago la ilusión que me olvido de las cosas porque es tan triste lo que hay para recordar.

Recordaba perfectamente aquellos días y como a la semana de estar cubriendo las funciones de poco menos que una esclava, llegó su tío Pedro que venía de no sabía donde. Mientras recordaba, el gesto en su cara, casi imperceptiblemente, mutaba a una expresión de asco. Pero Matilde se había acostumbrado a hacer silencio y calló ante la vieja y el mundo cuando una primera noche aquel tío suyo volvió  ya entrada la madrugada, estaba entre dormida, creyó escuchar que caía el pantalón y la hebilla del cinto golpeaba contra el suelo, creyó sentir su respiración agitada,  finalmente se sobresaltó al verlo  meterse en su cama, ante su intento de resistirse  le abrió la piernas casi a golpes y mientras con una mano le tapaba la boca con la otra se aferraba para  montarla como si fuera una que no llevaba su sangre.

Aquel día Matilde tomó dos decisiones, una de ellas fue hacer silencio. Como único e ignorado testigo de aquello quedó la nota que escribiera en su redacción:

“Cuando se hace silencio, hay que callar todo, los ojos, las manos, el alma. Debemos callar con todo nuestro ser y ser noche oscura. No nos puede fallar ni el músculo ni la conciencia. No solo hacemos silencio. Debemos ser el  silencio mismo».

Vos no sos la única que se olvida mamá. Todos, siempre nos estamos olvidando de algo.

— A veces es lo mejor. El olvido, a veces es mejor.

También recordó el día que le pidió a Encarni aquellas pastillas y la mujer le dijo que no podía pedir aquello, pero que tenía unos sobres del tiempo de la mina. Recordó haberlos guardado bajo la baldosa floja debajo de su cama. Cada vez que su tío disponía salvajemente de su cuerpo ella pensaba en los sobres bajo la baldosa.

Si algo gustaba a Pedro era la pasta,  y a sus  diecinueve años además de cocinar como los dioses, resultado de haber leído infinidad de libros de cocina, Matilde no solo soportaba con estoicismo sus arrebatados y lascivos deseos, sino que también se encargaba  de atender hasta sus más mínimos caprichos, como si esto no fuera suficiente y ya  por orden expresa de su abuela debía tener su ropa en perfecto estado y preparar todos los días la comida.

Aquel día le costó levantarse, con repugnancia vio como su tío dormía en la cama al lado de la ventana, le dolía todo el cuerpo y sentía dos  fuegos cruzados en su espalda producto de los cintazos que  con absoluta saña le había descargado aquella bestia. Se incorporó como pudo, se puso su  abrigo de siempre y fue a la cocina, tomó una taza pequeña del  tarro de la harina, sacó un sobre del bolsillo de su saco  y espolvoreo un poco de su contenido sobre aquel rosco, agregó dos yemas, leche con sal, vació totalmente el sobre y comenzó a amasar, lentamente, en silencio, obediente como desde hacía cinco años, atendiendo al pedido que su tío Pedro, antes de volver a su cama, le había hecho

— Y mañana que no va a estar la vieja me vas a preparar una rica pasta. Y después vemos como te pago.

— Mañana tengo que ir al pueblo de doña Encarnación que ya me dijo Pilar que le había hecho un pedido.

— ¿Decís que no vas a poder cocinar?

— No, eso sí, que no voy a poder estar para la hora de la comida, igual dejo todo preparado, voy por el pedido y después vuelvo. Si no el domingo cuando vuelva Pilar,  si no llega a estar su pedido…

— Ya sé. Me importa un pito a donde vayas. Buscas el pedido y volves, para las cinco te quiero en casa, que tenemos “cosas” que hacer.

No contestó, se giró para el lado de la pared, cerró los ojos y mentalmente, como si fuera un sueño reparador comenzó a enumerar  los ingredientes y la receta de aquellos de macarrones que despertarían la euforia de aquel que ya roncaba en la cama de al lado.

 La vieja no fue la misma desde aquel domingo. Matilde tampoco, aunque a esa muchacha poco se le nota lo que le pasa por dentro.

—  Ay mamá, dale con que era un gato. Tiene que haber sido terrible para ella llegar y encontrarse semejante espectáculo…

Obediente llegó a las cinco, encontró la mesa con el plato sucio y la botella de vino tirada en el suelo, el vaso derramado sobre el mantel. Se dispuso a limpiar todo, lavo, fregó, tiró  unos sobres, los restos de comida, puso todo en orden y fue a su cuarto, su tío estaba tirado en mitad de la habitación, se acercó y le tocó apenas las manos que estaban heladas. Salió corriendo nuevamente hacia el pueblo en busca de un médico, un policía o alguien que le ayudara con lo que había pasado.

El que vino fue el muy querido, respetado y viejo médico Don Luis,  quien comprobó la  causa de muerte y extendió el certificado “paro cardíaco no traumático.”

 

 

 

 

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