
Amenotep III elevó su rezo a Amón, el Señor del silencio, la mayor deidad de su reinado. Hablaba a su esposa Tiy con la voz de un pobre angustiado. Ver a su consorte perder el aliento tras el parto era angustioso. Tiy vio a un hombre con cabeza de halcón posarse en su ventana. Al mirarlo, los rayos solares que despedían alumbraron a la criatura recién nacida. Durante unos años su hijo tuvo el nombre de aquel que Amón está satisfecho. Su nombre sería, entonces, Amenhotep, entre otros muchos otros, ya que el mundo lo conocería como Akenatón. Ya sabía que, si su hijo estuviese dispuesto a hacer el mal, el Señor de Tebas no pasaría un día entero en cólera con él. Un escalofrío por su cuerpo le hizo temer por el destino de sus hijos y su reino.
Aquella aparición sería la predestinación de su futuro. Mientras crecía observó a su hermano mayor Tutmose, hijo de Giluhepa, llevar el cargo de Príncipe de la Corona, más tarde ser el Sumo Sacerdote de Ptah, en Menfis. Era el que ostentaba al trono. Noche tras noche, su madre le narraba la grandeza de su destino.
—Aquel hombre con cabeza de halcón despedía los rayos de tu poder y la más bella entre las bellas será tu consorte. Cuando terminaba de escucharla caía rendido al sueño y noche tras noche, daba un pequeño paso hacia su destino.
Durante el día, vio a su madre recoger flores veteadas, rosadas y blancas. El ramo siempre colgaba unas bayas. Ella se entretenía en deshojar las plantas y pronto, Amenhotep averiguó qué hacer con las bayas que ponía en un pequeño cuenco para que la servidumbre se lo llevara. Un día al tomar uno, sufrió alucinaciones durante todo el día. Su delirio no era tan grande, el hombre con cabeza de halcón se posaba en su hombro y lo acompañaba durante esas tardes que paseaba por el reino. Su madre, siempre pendiente de él, le preguntó en varias ocasiones por qué tenía ese comportamiento tan extraño. Fue una tarde de tormenta, cuando la luna se apareció en el lago a darse un baño mientras mientras el sol seguía en el cielo. Todo se tornó negro, asustado fue al amparo de su madre. Tras cogerle las manos le confesó cómo sospechaba que esas bayas eran venenosas. Quería recoger tantas como pudiese, hacer un manjar exquisito con ellas y que el único destino que tuviesen fuera la boca de su hermano Tutmose. Recordó a su madre, Tiy, la grandeza de su destino. Él tenía que ser faraón, fuese como fuese. Su madre advirtió del castigo de los dioses sobre él y sus pensamientos, aunque le consoló. Si alguna vez lo hiciese, Amón lo perdonaría vertiendo otras gracias sobre él y su familia, agradables a sus ojos.
Noches después, se armó un gran revuelo en el palacio, cuando una de las criadas se acercó al cuarto de Tutmose y lo encontró desfallecido. Antes de heredar el trono Tutmose encontró la muerte. Amenhotep estaría en su cuarto reposando con una copa de vino rojo que caería sobre él.
Fue cuando su madre fue testigo de su ascenso al trono. Tiy le advirtió que siguiera el mandato de Amón. Siempre hay que seguir el mandato de los dioses. Él sólo pudo dar respuesta rebelándose ante Amón. Cambió su nombre a Akenatón, quería ser agradable a los ojos de Atón, dios de bondad infinita, el que vivificaba la Justicia y el Orden cósmico y el que se personificaba (en) quien lo había amparado tantas veces, ese hombre de cabeza de halcón dispensador de rayos. Era su destino, así me contaba. Ser soberano, ser enviado de Atón, y su profeta en la tierra. Ahora le correspondería a él, ser el único digno y antes de ascender al trono hizo de esa su meta: la inmortalidad. Con el mando en su poder, quiso ser revolucionario en sus ideas. Me recordó cómo con el cambio de nombre, retó a Amón y sabía que este le castigaría a través de sus sucesores. Amón lanzó un castigo sobre él, a través de ellos.
Atón lo colmó de bendiciones por su fidelidad. Le regaló como consorte a la mujer más bella entre las bellezas: Nefertiti, la Gran Esposa Real. Akenatón ordenó monoteísmo y absoluta devoción a Atón. Junto a su consorte estableció una nueva capital en Ajenatón, horizonte de Atón, donde se encontraba el principal templo de Atón. Akenatón no quería dejar la contemplación en manos de los sacerdotes, ya que él era el único que se podía regocijar en ese horizonte.
Nefertiti, la bella de ensueño, dio luz a seis de sus hijas. Ella fue la suma sacerdotisa del reino y sus manos cargarían con mandatos sagrados. Todos éramos testigos de lo inseparables que eran, de su asistencia conjunta a ritos religiosos y ceremonias oficiales. Eran una pareja bendecida por Atón y todos sus rayos solares, su amor era un símbolo de luz. Pero afortunadamente para mí, Akenatón heredó el harén real de la Casa Jeneret. Akenatón tuvo descendencia con Meritatón, Anjesenpaatón, Kiya y mi madre.
No puedo desvelar su nombre, pero sí el mío: Tutankamón. Mi madre, como mi abuela, fue testigo del trono de Akenatón, aquel que transformó radicalmente la sociedad egipcia, aquel que estableció rendir culto oficial a Atón. Mi madre fue quien callaba, amando, trémulamente, durante las mañanas inundaba las noches de lágrimas plateadas. Desde que nací mi destino estaba escrito. Mi padre se encargó de escribirlo.
Después de que mi abuela, Tiy me contase la historia que ahora os cuento; secretos de familia que permanecerán con nosotros, testigos del trono. Hasta que la suerte maldiga mi recuerdo en nombre de mi predecesor, aquel que llaman «Rey hereje» Akenatón. Ahora, no puedo dejar que los restos de mi abuela queden tan lejos de mi padre. Ella se merece estar bajo su protección, como yo espero estar bajo la de ambos. La gran reina, antecesora de Akenatón y Nefertiti, quedará entre nosotros, primero con sus restos y a mi muerte, los mechones de su tupida cabellera rozarán mis huesos y exculparán mis pecados.
Ser faraón de Egipto no es tarea fácil. En mi reinado seguiré el ejemplo de mi padre y desde mi trono truncaré todas las usurpaciones que se levanten contra mí. Nuestras muertes no serán en vano, así como nuestros nombres no caerán en el olvido.
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