sábado, abril 27 2024

Caingua by Diana González

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En honor a Horacio Q,

Analía entró en la habitación bruscamente, apenas se podía sostener en pie, Clara que la estaba esperando mientras limpiaba su cámara y el teleobjetivo nuevo, viendo cómo se tambaleaba se apresuró a dejar con cuidado todo sobre la mesa y solícita se acercó a sostenerla justo antes que se desvaneciera, con apenas tiempo a oír que la alterada voz de Clara casi le gritaba

— ¡Analía, Analía!

Analía y Carla estaban en Misiones cubriendo un trabajo para su canal youtuber, el guión que habían trazado se llamaba: “Sobre los pasos de Quiroga” y era un buen trabajo, sin demasiadas pretensiones sobre el escritor, por eso estaban alojadas en aquel hostel a mitad de camino entre la casa museo y las Ruinas que supieron ser otra de sus obsesiones.

 

Al noreste de la Argentina hay una región rica, frondosa y aún no del todo desvelada, su tierra es profusamente roja y su vegetación verde brillante, eso asombra  a cualquier visitante que llega ávido de agua, piedra, vegetación, misterio. Pero la selva es mucho más que eso y no todos están preparados para ir a su encuentro.

 

Cuando Analía abrió los ojos lo primero que vió fue como en cámara lenta. Clara se ponía en pie. Un hombre apuesto  formal se acercaba a mirarla con atención, su amiga le tomaba la mano y él le hablaba

— Cómo se siente

— Me duele la cabeza

— Ha sufrido usted un desmayo. Le voy a hacer un par de preguntas, si no las puede contestar no se preocupe, es simple rutina.

— ¿Cuál es su nombre?

— Analía Martinez

— ¿Qué edad tiene?

— Veinticinco.

— ¿Dónde estamos?

— En el Sihostel en San Ignacio, Misiones.

— Muy bien, ahora va a hacer lo que yo le diga.

En tanto el médico hacía mirar a Analía a uno u otro lado, señalar y tocarse la nariz, Clara miraba por la ventana de la habitación, veía que ya era de noche  y la persistente tormenta.

El hombre dejó a Clara un par de blisters y las indicaciones de lo que debía hacer en caso que Analía presentara algún otro tipo de síntomas. Atribuyó su situación al calor, le dejó su tarjeta personal y le indicó que de cualquier manera en el hostel tenían su número, que no dudara en llamarlo.

Tras cerrar la puerta Clara se acercó hasta la cama desde la que su amiga perdía la mirada en el ojo oscuro que era la ventana.

— Vaya susto. — Dijo Clara como para comenzar una charla.

Analía la miró dubitativa y sin hacer comentario volvió a mirar hacia la ventana.

— Bueno, que si no tienes ganas de hablar, no te fuerces. Quieres una sopa o un té, dijo el médico que no es conveniente que comas demasiado. Voy a hacerme una sopa y…

— No fue el calor.

— Cómo dices

— Que estoy bien, que no fue el calor, no sé qué fue. Pero me acuerdo de todo lo que pasó

— Y ¿qué ha sido lo que ha pasado?, —estás pálida.

Analía dejó de mirar por la ventana y miró directo a los ojos de Clara.

— Antes de contarte me tienes que prometer que guardaras el secreto. Y que nunca más hablaremos del tema.

— Si, por supuesto, ¿pero que ha sido tan grave para que lo digas así?

Analía tomó aire como para darse ánimos. Clara marcó un minuto presionando su índice izquierdo contra la palma de su mano derecha, corrió hacia la cocina, trajo dos tazones llenos de un líquido humeante que las reconfortaría de la tormenta que había afuera. Y se recostó igual que su amiga en la cama al lado.

 

Analía parecía más serena pero no menos ensimismada.

 

— Hoy salí temprano, me desperté a las cuatro, leí, vi el material que tenemos y me fui caminando hasta las ruinas, serían las cinco más o menos cuando me encontré con Andrés Tabaca.

—El mburuvichá de los mbyá— Acotó Clara

— Si, el mismo.

— Y qué hacía ese hombre allí tan temprano

— Dijo que le había enviado su kunha karai, quien le había  dicho: “una jurua kuery”, que verdaderamente quiere saber, vendrá temprano a buscar el conocimiento, le dirás que esta caingua le espera.”

 

La profundidad en la voz de Analía evitó cualquier comentario de Clara que sorbía aquella sopa y se tapaba con la colcha ligera de su cama. Afuera el viento movía con fuerza las copas de las palmeras, algún que otro postigo suelto golpeaba repetidor en tanto el agua silbaba por todas las hendijas, y empañaba cristales y ojos. Analía hablaba con precisión, no estaba contando un sueño, aunque por momentos las dos sentían que aquello era de lo más onírico.

 

— Nos alejamos un poco de las ruinas, no sé en qué dirección, pero a poco de andar ya estábamos en medio de la espesura. Tras unos diez minutos llegamos a una teoka que nunca hemos visitado, las casas eran distintas, la tierra era muy roja y la madera de las casas también, había niños correteando y hacia un costado como sobreelevada una vivienda pequeña que Andrés me indicó era la casa de Saurinda, que la viera,  era ella la que estaba sentada allí esperándome.

Me acerqué siguiendo su indicación pero no la ví. Me volví como para preguntarle dónde estaba pues seguía sin verla, él a una distancia de unos diez metros me indicaba por señas que siguiera hacia adelante, volví a avanzar otro poco en dirección a la pequeña vivienda y seguía sin ver nada ni a nadie. Pisé una rama que crujió bajo mi pie y me obligó a observar el suelo, cuando levanté la vista me pareció distinguir algo. Lo primero que ví fueron sus ojos, Había allí sentada una mujer que podría tener cualquier edad entre los setenta y los doscientos años, su falda era roja, del mismo color que la tierra, su piel oscura se mimetizaba con la madera de la casa, tenía una blusa con varios tonos de verde, como las plantas de la espesura que rodeaba aquel poblado. Cuando me di vuelta para avisarle a Andrés, este ya no estaba, tampoco los niños. Podría decirse que solo estábamos ella y yo.

 

El tazón con sopa se enfriaba en las pálidas manos de Angélica que mientras contaba, mantenía su mirada fija en la tormenta, los relámpagos y la furia del viento afuera, como si cada palabra que dijera la llevará hacia una mayor comprensión de los elementos, la oscuridad, el silencio.

Clara que ya había terminado la suya dejó su tazón sobre la mesilla y se arrebujó con sumo cuidado para no interrumpir aquella sensación de trance desde la que narraba Analía lo que le había sucedido.

— Aquella mujer hizo un gesto suave invitándome a tomar asiento a su lado, y obedecí. Ella estaba liando o lidiando con una pipa de madera, de larga boquilla, en ese momento me di cuenta que alrededor nuestro todo había cambiado, los sonidos eran más tenues, los colores más brillantes,  acomodó un tabaco verde en la pipa y  comenzó a fumar, entonces me contó que su abuela había conocido a Quiroga.

Luego, no sé si por el humo que iba del oscuro al blanco, o el olor que oscilaba entre dulce rancio, verde moreno, o su forma de maniobrar aquella pipa hacia los lados, o quizá a consecuencia de todo eso,  su voz se fue desvaneciendo y pude ver, al principio borroso, a un hombre con una barba muy larga corriendo detrás de una esbelta figura de mujer cubierta con una especie de capa vaporosa y oscura. Detrás de él una imagen brillante llenaba el espacio de un  laboratorio, ahora la imagen era más nítida, aquel hombre entraba en la estancia y abrazaba con verdadera devoción a un par de niños y a una tercera figura que no distinguí muy bien, de pronto todo brillaba era dulce y acogedor, luego aparecía nuevamente la imagen negra y aquel hombre distraía su atención de los niños, de la mujer niña que reía en sus brazos y aquellos pequeños animales que divertían a todos para concentrarse en la otra figura que con gestos lo incitaba a seguirla. Sentí su desasosiego instalado en mitad de mi pecho, ese debatirse entre dos pasiones, la oscuridad amada y temida y la vida dulce, común, que se esfumó cuando la imagen grácil de la joven mujer se unió a la otra figura oscura, Ambas se fundieron en una, se alejaban dejándonos un ahogo rotundo, una congoja a la altura de la garganta, que ardía.  A punto estuve de vomitar cuando como desde dentro de un pozo profundo emergió y  volví a escuchar la voz de Saurinda, como si estuviera en un lento monólogo ininterrumpido, decía:

— Esas cosas pasan y mi abuela las veía antes de que Añanga las mostrara. Sí, aquel pobre hombre llevaba la muerte prendida a sus hombros. Él se afanaba por hacer y vivir como los demás. Pero ya lo habían presagiado cientos de panambi negras el día de su nacimiento, no iba a ser igual a los otros. Mi abuela lo había leído en el agua, con apenas dos meses fue testigo de cómo su padre primero moría por el disparo de una escopeta, Mano ya lo había elegido. Y cuando Mano elige acompañarte en tu ruta, ya nada ni nadie la puede detener.

Mientras hablaba yo veía imágenes, vi muertes accidentales, suicidios, disparos de armas y a la figura negra abrazar incansablemente a aquel hombre, lo perseguía constantemente. Luego vi como él liberaba un monstruo y le daba de comer de su mano. El monstruo lo ayudaba y le sonreía. Luego yo era aquel hombre y escribía

 

“Estaba solo en mi cuarto, era tarde ya y la casa dormía”

 

Así estaba cuando un dedo helado recorrió su espalda. Se levantó de su silla, fue hasta la ventana a comprobar que estaba cerrada. Afuera la selva y la lluvia bramaban. El hombre no sabe dónde hay más tormenta, si allí afuera o aquí adentro.

Desde fuera ella lo vigilaba, como desde el día en que había nacido. Su amor por él no había hecho más que mostrarle su cara buena, lo promisorio que sería que se quedara a su lado. Pero él la había despreciado muchas veces, no quería ser su amante.

 

“Esta sensación de aislamiento fue tan nítida que inconscientemente levanté la vista y miré a los costados… “

 

El hombre, de larga barba negra sigue escribiendo. Sus hijos dormían en sus habitaciones, descansando de lo errático que definía sus destinos, de un padre demasiado exigente, de otras intemperies. Descansando para el viaje que emprenderán al día siguiente hacia Buenos Aires. Afuera una selva ruge humedades, los monstruos acechan la casa aislada.  Pero el peligro no siempre está fuera.

Él o yo, ya no sabía quién, seguía escribiendo de manera febril

 

—” ¿Y si yo efectivamente creyera que usted me persigue?

Vi sus ojos de arsénico fijos en los míos.”

 

Algo heló mi sangre, pero seguí escribiendo

 

“Yo estaba solo, solo, solo… ¿Qué quiere decir solo? Y al levantar los ojos a la pieza vi un hombre asomado apenas a la puerta, que me miraba.”

 

No sé el tiempo que estuve así, sintiendo a aquel hombre, siendo aquel hombre y volviendo a las palabras de Saurinda, ella hablaba lento y fumaba, aquel humo la envolvía. Nos envolvía.

— Cuando Mano y Tekove se disputan el alma, el mavá debe elegir.

Volví a ser aquel hombre, estaba en una cama de hospital, a mi lado un ser monstruoso me miraba afligido, le sonreí y con una voz ronca y mucho afecto,  le dije:

— No quiero más disputas. Iré a su encuentro Vicente.— Aquel hombre deformado lloraba. Me incorporé y tomé el vaso que contenía el cianuro. Lo tomé con gloria y revancha, sabía que ya no me perseguiría más, era yo quien iba a su encuentro.

Y de pronto todo se borró, estaba abriendo la puerta de la habitación y apenas si pude ver cómo me sostenías.

 

Analía dejó de hablar, Clara se levantó, tomó de sus manos el tazón y le ofreció calentarlo, Analía negó con la cabeza y se extendió a lo largo de la cama. Clara la tapó con el ligero cubrecama, dejó el tazón en la mesilla, apagó las luces y ocupó su cama. Ambas se quedaron mirando la continuidad de la tormenta, sabiendo que allí fuera estaba la selva, verde, ancestral, desconocida. Una negra selva que rugía, abrigaba  y ofrecía. Frondosa, espesa, ingente, salvaje, desconocida, ansiada temida, y tan llena de amor, locura y muerte.

Vocabulario

mburuvichá; Cacique

mbyá:(«gente» o «mucha gente en un solo lugar»). Anteriormente conocidos como Mbya-apyteré, Kaynguá, o Monteses.

Autodenominación ritual: Jeguakava tenondé porangué i(«los primeros escogidos para usar adornos de plumas»).

Kunha Karai; líder espiritual mujer. Si es un hombre se lo llama Tamoi.

Jurua kuery: gente blanca

Caingua: “los que pertenecen a la selva densa»

En el siglo XIX, los mbya aparecen en la literatura con el gentilicio Caingua o Kaygua (de «Ka’a o gua», «los que pertenecen a la selva densa»); eran los guaraníes que habitaban territorios inaccesibles a los colonos, de los que nunca habían salido, o a los que habían regresado luego de la expulsión de las misiones jesuitas (1767).

De los Caingua surgieron tres grupos: Mbya, Ñandevá, y Kaiowá, siendo los Mbya los que menor contacto con las misiones habían tenido -aunque fueron los sacerdotes jesuitas los que trasladaron grupos desde el oriente paraguayo a la provincia argentina de Misiones -,León Cadogan (antropólogo paraguayo, 1899-1973) cuenta que hubo un pacto -de corta duración-, entre ellos y los conquistadores, éstos se habrían quedado con los campos, mientras los nativos permanecían en la selva. Las distinciones actuales residen el las divisiones espaciales, expresiones lingüísticas y rituales; se reconocen como un grupo diferenciado, identificándose colectivamente con los otros grupos como Ñandevá Ekuéry («todos los que somos nosotros»).

 

teoka:aldeas o tekoa («el lugar en donde realizamos nuestra manera de vivir»)

panambi; mariposa

Añanga: el maligno

Mano: muerte

tekove: vida

mavá: persona

 

http://pueblosoriginarios.com/sur/chaco/mbya/mbya.html

 

http://www.cuco.com.ar/almas_chane.htm

 

http://www.ellibrototal.com/ltotal/?t=1&d=5709_5610_1_1_5709

 

 

 

 

 

 

 

 

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