
El autor de la Maleta de Dios, quien próximamente será re-editado por Editorial Fleming nos visita.
Con un quejido y un leve portazo la puerta de la librería se cerró. Solamente una pequeña luz de bajo consumo quedaba encendida al fondo para dar la impresión de que había alguien dentro. Desde los escaparates, a través de las cortinas amarillentas, una mezcla de color comido por el sol, impregnadas de polvo y años, se filtraba una claridad lechosa y desvaída que inundaba de un halo fantasmagórico a los miles de libros apiñados unos junto a otros en gruesas y combadas estanterías que ocultaban las paredes.
A poco, se hizo el silencio, desde la calle llegaban voces y conversaciones diluidas que fueron mermando al avanzar la noche. Hocilargo saltó desde el suelo en una extraordinaria parábola sobre un apilado montón de diccionarios y miró al suelo con orgullo.
— ¿Lo ves? — indicó a Rabona marcando con una de sus patas el envoltorio pegado en la pared.
Luego, esperó moviendo sus largos bigotes, parodia de la sonrisa que su anatomía ratonil no le permitía regalar.
— ¡Hala! — llegó la exclamación desde las tinieblas del piso —. ¿Pero… y estás seguro de que “excabadora” no se escribe con be?
— ¡Vaya, creí que eras un poco más culta! — llovió el reproche desde el cielo —. Mira, vamos a consultarlo en uno de estos diccionarios.
Rabona, llamada por el gesto de Hocilargo, saltó en un par de cabriolas desde el piso de agrietadas y desvencijadas tablas hasta un montón de Biblias y desde allí hasta la cima de la colina donde esperaba su compañero.
Entre ambos empujaron el RAE hasta que se bamboleó al borde y cayó al suelo con un sonoro estampido. Enseguida los dos roedores bajaron con un limpio salto y levantaron la tapa del libro.
Con premura fueron pasando las páginas mirando de vez en vez las letras que figuraban en su cabecera.
— ¿Lo ves? — dijo, triunfalista, Hocilargo poniendo los pequeños dedos de su mano sobre la palabra.
— ¿A ver, a ver? — leyó Ratona con cierta avidez la palabra correctamente escrita.
— ¡Ex ca va do ra! — puntualizó Hocilargo remarcando cada sílaba.
— ¡Qué listo eres! — le halagó Rabona moviendo sus orejas para demostrar su admiración.
— Pues ya me dirás si no… Toda la vida aquí entre tanto libro… ¡Como para no aprender!
— ¡Y astuto que eres! — insistió la roedora —. Yo sé de muchos largas piernas que no aprenden nunca — hizo unos gestos intentando simular a las personas que paseaban aún por la calleja.
— Pues yo — se envaneció Hocilargo muy ufano —, ya estoy aprendiendo a usar uno de esos libros eléctricos que llaman tablets. De momento ya sé cómo funcionan y en cuanto descubra la contraseña no va a haber quien me pare.
— Ya, ya; pero piensa dónde vamos a vivir cuando metan todos estos libros en ese pequeño chisme electrónico — apuntó Rabona sin poder evitar un cierto tonillo de desprecio.
— Llevas razón — concedieron los bigotes palpitantes de Hocilargo —. Además, pienso que al final no va a leer nadie y dejarán de fabricar esos aparatos…
— ¡Y nos quedaremos sin nada que roer! — apuntó Rabona presumiendo de lista y eludiendo los ojillos de reproche de su pareja.
—o—
Del libro “Auspicios y vaticinios”
Autor: Manolo Madrid
Derechos de Autor: ZA-64-14
ISBN: 978-84-617-4333-9
Dep. Legal: AS-02728-2016
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