
El sello que deja en la permeabilidad mental de un niño el estado de disputa de los padres, la inestabilidad de un hogar lleno de problemas incomprensibles en tan temprana edad consigue, probablemente, que cualquier cosa que escuche desde la confianza depositada en su madre, actúe como tabla de salvación y en cualquier momento, alguno de los hechos contemplados a diario sea el detonante para que la huida hacia una probabilidad mejor se ponga en marcha, sin conocer el riesgo, sin oír los consejos y sin que nada le impida marchar hacia una utopía forjada en su imaginación. Así, en este cuento, pongo lo más íntimo de mi infancia en formato de improbabilidad para que el lector termine la historia como su sensibilidad y empatía le indiquen.
La fuga
Miré con temor la puerta de la cocina. Papá no hacía mucho que había llegado. Lo hizo como otras tardes, bamboleándose y dándose golpes en la puerta del dormitorio al entrar para dejar la ropa de calle. Luego había salido de nuevo al pasillo sin verme, bien escondidos mis cuatro años de vida bajo las faldas de la mesa camilla del comedor. El olor de las cenizas del brasero era intenso en el exiguo reducto y me obligaba a respirar por debajo de la gruesa tela de las faldillas, las cuales mantuve levantadas por el lado que daba al balcón, ahora cerrado por culpa del frío que ya venía en aquel adelantado invierno.
—Ya falta poco para el día de Todos los Santos y haré torrijas. ¡Ya verás que ricas son! —me había dicho mami el otro día.
Procuré no moverme mucho para no hacer ruido. También me daba miedo que alguna brasa mal apagada me rozase las piernas que quedaban al descubierto desde mi pantalón corto.
Padre había entrado en la pequeña cocina donde mami preparaba algunas cosas para la cena. En poco tiempo las voces y los gritos navegaron camino del comedor subrayadas por el aroma del pescado frito.
—¡Otra vez las putas sardinas de todos los días! —pude entender entre otras frases inconexas de mi padre, quien voceaba o, como decía mami, “vociferaba”.
Pocos minutos antes, yo había oído el roce de la llave en la cerradura y había corrido a esconderme. No sabía cómo pero reconocía cuando su pulso no era firme y dudaba. Entonces la llave resbalaba sobre la guarda e intentaba de nuevo encontrar el rumbo.
—¡Pues no es así, Antonio! ¿Ayer tuvimos pescadillas! Pero tu memoria no funciona cuando llegas bebido –escuché esta vez a mami cuando la furia áspera permitió que interviniese.
Algunas veces padre venía muy tarde, entonces sus pisadas en la escalera eran fuertes y pesadas. En esas ocasiones yo me metía bajo mi cama. Era estrecha y baja, se sacaba de un mueble que por el día ejercía de aparador. Allí sabía que no me podría coger: demasiado baja y alargada para que él pudiese meter las manos.
—¡Pescadillas! ¡Sardinas! Qué más dará… ¡Pesca, pesca… coño de pesca! ¿Acaso no hay carne en el mercado?
Hoy era jueves, aunque los peores días eran los domingos. En festivo él no tenía motivos para salir de casa. Posiblemente tampoco dinero que gastar. Por eso, enseguida comenzaban las voces. Los insultos y amenazas deambulaban por doquier, subían hasta la araña del techo, se deslizaban por la cretona de las cortinas y anulaban el serial de “Diego Valor” que a mí tanto me gustaba escuchar en aquella radio Telefunken de seis teclas, como aprendí oyendo a mi padre presumir cuando me bajaba al bar, hasta que mami se lo prohibió.
—¡A Toñín, ni se te ocurra volver a llevarlo a la taberna, que te denuncio a los grises! Sólo faltaba que enseñases al niño a ser un borracho como tú a sus cuatro años.
Padre me llevó una vez al campo de fútbol un domingo por la mañana, a ver al Vallecas. Después celebró el dos uno contra el Getafe en el bar de abajo. Hasta que mami apareció en la puerta con el delantal puesto y un enfado impresionante.
—¡Luego te quejarás de que la paella se ha pasado! ¿Y qué te había dicho del niño?
Aunque la paella estaba rica. Yo tenía hambre a pesar de la aceituna que padre me dio mientras bebía vinos con los amigos sin escuchar mis quejas.
—¡Vámonos, anda, papá! Tengo hambre… —le tiré de la chaqueta con el gusanillo de mi barriga murmurando tras haber sido despertado por la oliva que pelé concienzudamente del hueso, el cual aún anduvo dando vueltas en mi boca como si fuese la muela de un trapiche.
—¡Espérate un poco hombre! —oí al tiempo que me llegaba el pescozón—. Este chico ha salido a su madre —contaba a los demás, que se reían y me miraban haciéndome gestos y carantoñas para evitar que alguno de mis pucheros se convirtiese en llanto.
Claro que los jueves y los demás días de la semana casi era un alivio para mí, padre venía tarde de trabajar; nunca antes de las siete y yo gozaba de aquella intimidad con mi madre que venía enseñándome ya la caligrafía y los números, al menos hasta que le llegaba la hora de hacer cena. Entonces yo jugaba a ser un coche, el autobús o el carro de la basura. ¿Se comerían los caballos del basurero los desperdicios?, pensé al recordar que cada día los veía más delgados cuando bajaba con mami a la noche a echar el cubo al carretón.
—¡Hola, Fermín! —saludaba al hombre que solícito saltaba del pescante para ayudarla a voltear el cubete.
—¡Vaya majo que está el chico! –sonreía y mami le daba un céntimo de propina.
Siempre era lo mismo y hoy también tocaba sacar la basura. Si padre no había bebido lo hacía él, pero a mí me gustaba menos pues no me dejaba bajar.
—¡No, no bajes que tardo más!
Mami me hacía un mimo desde lejos y en cuanto él había salido a la escalera me consolaba asegurándome que mañana bajaría ella el cubo.
Al final hube de salir de mi guarida para que pusiesen la mesa y cenar. Padre no comió sardinas. Tras la sopa se fue al baño, pero yo me comí todas las que me puso mi madre en el plato, no me gustaban mucho, me sabían muy fuertes y por eso prefería las pescadillas, “de morderse la cola”, le decía ella. Pero hice un esfuerzo y comí sin protestar, aunque lo hice para que no sufriera viendo cómo se quedaba el pescado en la fuente.
Aunque, cuando padre salió del baño dijo que hoy bajaba la basura él.
—¡Ya, ya! —escuché la ironía de mami—. ¿Y después al bar, verdad?
—¡Y después hos…!
—¡Anda…, lávate la boca con asperón!
Con lo que la disputa subió de tono y yo me escurrí de la mesa sin comerme la manzana y me fui al baño que apestaba a vino y heces. Sin embargo me aguanté para no escuchar a mami y a padre gritarse. Hasta que oí la puerta y los pasos algo irregulares de padre bajando la escalera. Pero yo intuí que no volvería a subir de inmediato o hubiese dejado la puerta entornada.
Entonces supe que ese era el momento. De puntillas abrí y salí a la escalera entornando con cuidado la puerta para no hacer ruido.
Con el oído atento por si padre regresaba bajé los dos pisos. La calle se me antojó infinita. El carro de la basura ya iba más abajo y Fermín estaba con los ojos puestos en la faena. El bar dejó escapar la luz mortecina entre las fisuras del desvencijado portón de madera, pintada de marrón, junto con las voces y el sonido de la radio. Los visillos amarillentos velaban las figuras que se movían tras ellos.
Miré hacia abajo, hacia la ciudad y las farolas de gas se juntaron allí al fondo, muy lejos, desdibujando el perfil de los edificios. Aún miré al portal oscuro y me arropó el olor indefinible y tibio de comunidad. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y recordé que iba con el pantalón corto y la chaqueta del pijama. Levanté los hombros y pensé que el frío se pasaría cuando llegase la mañana.
Eché a caminar hacia el otro extremo, hacia donde iban desapareciendo las casas, donde únicamente el perfil de alguna fábrica y otro almacén estorbaban el constante soplo que llegaba del campo.
—Mira, Toñín —me dijo una vez mami desde el balcón—. Allá está el campo y la sierra. ¿Ves aquellas montañas? Yo nací allí en un pueblecito.
—¿Y por qué son azules, mami?
—¡Oh, cariño, es que están muy lejos y el aire las pone así! Pero cuando te acercas ves los árboles y los prados. También hay un río que tiene muchos peces.
—¿Y qué más hay?
—Allí vive la abuelita y hay muchas vaquitas, ovejas, granjas… y campos de trigo para hacer el pan… y en verano salen los tomates en las huertas y… —recordé la interminable serie de cosas que me contó mientras su mano acariciaba mi pelo castaño.
Levanté los ojos al cielo, en mi balcón no había luz, mamá ya había bajado la persiana verde. Más arriba titilaban estrellas y eso me dio frío. Y mientras caminaba, cada instante más deprisa como si quisiera llegar ya mismo, fui pensando en todas aquellas cosas que eran palabras de mami. Puede que ella me estuviese esperando allí y si no buscaría a la abuelita…
—Ella —me había dicho mami—, nunca da voces, es muy simpática y cariñosa…
Miré a lo lejos y la Luna me miró a mí. Me sonreía. Seguro que desde allí arriba ella estaba viendo a la abuelita y el río, que yo imaginé como la cinta de papel de plata que se colocaba en el Belén de cada año.
—O—
Manolo Madrid
LA FUGA
Del libro de relatos de Manolo Madrid “Auspicios y vaticinios”
Publicado con el ISBN: 978-84-617-4333-9
D.Legal: AS-02728-2016
D.A.: 64-12
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