
by Alfonso Cebrián
Los amantes oyen crepitar sus pasos sobre las piedras de la playa solitaria. La tarde se difumina en una leve neblina. El sol acaba de ocultarse y el mar relumbra por un instante como un papel de estaño.
La mujer envuelve a su amante con una cálida mirada que traduce un amor ávido no tanto de caricias sino de él en su ser más pleno. Para ella, en ese instante, su amante no tiene historia y sin embargo es toda su vida; para ella la tarde podría ser madrugada o primavera; no mira el torrente de nubes de plomo y bordes anaranjados, o aquella vela lejana; tampoco el vaivén de ligeras espumas sobre las piedras quietas. No olvidará ese momento; sin embargo, jamás recordará la suave templanza ni el incendio crepuscular de las palmeras: no había mar ni crepúsculo ni palmeras: ambos hubieran seguido con las manos enlazadas inmersos en el enredo de sus miradas, ambos hubieran sentido lo mismo si por un evento extraño se encontraran de pronto en el centro de una plaza abierta a los peores vientos y un helado escalofrío cruzara el espacio, o cayera como lluvia de fuego el arrebol de un mediodía de julio. Porque la mujer estaba en paz consigo misma y habían volado los pájaros de su memoria; no sentía frío ni hambre, tampoco el susurro de las piedras que acompasaban sus pasos con los de su amante, quien por un momento volvió los ojos hacia el final del mar como si buscara un punto donde fijar sus recuerdos. Entonces supo con certeza que se había cumplido el deseo largamente perseguido.
Fue en aquel instante cuando sintieron el deseo irrefrenable de besarse, de fundirse en un abrazo único y definitivo. Y fue en aquel instante cuando comprendieron el valor de la vida, el sentido de la muerte y por qué habían decidido salir por puertas distintas.
2 Comments
Fantástico Alfonso Cebriá!!!
¡Oh! Gracias con retraso, querida Isabel.