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La brújula…, aunque la sonda marcaba aguas profundas, un bajío traicionero por el lado de estribor… Ahora tu elegante arboladura ya no va a servirte más. Y aumentará la tristeza el haber encallado cerca de la playa, donde ni siquiera quedará intimidad para morir tranquilamente…, los puertos que amabas están ahí, al alcance de la mano, pero el salitre ha enraizado en la tablazón para siempre…
Ahora ya, qué, no importa demasiado.
Con el alba, después de una noche profunda y acerada –no se pueden hacer heridas en una llaga–, al doblar cualquier esquina, al fondo de la calle un espejo atrapa tu imagen, tu tiempo, tu respiración. Sin apartar la vista ni parpadear te agachas y allí está la piedra, una piedra cualquiera, dispuesta a cerrar el capítulo, a escribir un granítico punto final. Sientes su tacto indiferente a lo que queda de tu aliento y, lentamente, la envuelves entre los dedos, sin mirarla la acomodas en tu mano, la dispones…, irse atrás el brazo y la piedra –fundida, incorporada a la rabia de años de desazón, con la serenidad de quien acaba de entender una verdad incuestionable, con el miedo de quien sabe que ha de encontrarse con alguien que tal vez traiga el pan como saludo o acaso esgrima la espada amenazante…, expirar cuanto se pueda de aire en los pulmones y, con la certera precisión de un tirador olímpico, lanzar la piedra no contra el espejo, sino contra la imagen distorsionada en la desesperanza que de ti mismo crees ver. Un esfuerzo último y…
Mientras la piedra que lanzaste viajaba imparable hacia el espejo, hacia tu imagen acristalada, la misma piedra venía hacia ti, veloz, irremediable y en el preciso instante de astillarse tu perfil en el vidrio entraba en ti la imagen reflejada de la piedra y se instalaba en tu alma ahora rota por la piedra y esparcida por el suelo. Como el cristal en que tal vez tú también te rompiste.
Y ahí están, desperdigados por el suelo, los libros que leíste, el abrazo de pan de aquel amigo, los amores que no llevaste a bailar, alguna noche templada de vino, tus dedos aprendiendo la geografía de una piel enamorada, la rabia apretada entre los dientes para no romperle la cara a aquel hijodeputa, la párvula esperanza de cada cinco de enero, el puño al viento alzando la voz cuando botas hebilladas hipotecaban el modo de andar, un poema lágrima adolescente, la satisfacción perlada de un proyecto culminado…, una vida hecha pedazos sacándote la lengua…
Ahora, caminar sobre ellos aunque se te hieran los pies, recoger los trozos que hayan quedado enteros, los que puedan aún ayudar a respirar, volver a casa y ordenarlos sobre la mesa y construir algo nuevo aunque se clave bajo las uñas un trozo de aquel verano que empapaste de versos nocturnos envueltos en trémolos desesperados que anunciaban cercana la luz…, bueno, todavía late una tímida esperanza en tus venas, todavía un soplo de cálido aliento entre las manos para el próximo invierno te reafirma en el coraje necesario para recomponer la sinfonía ininterrumpida de un calendario congelado. Todavía cabe en las manos la firmeza para aferrar las riendas y marcar un camino nuevo en que, seguro, la generosidad de un árbol a la orilla te ofrecerá su sombra recompensando la constancia de tu fe en el paso siguiente. Y ahí está el camino sonriendo una bienvenida para ti.
Cada pedazo latía en el corazón de los demás y por sí sólo agoniza de ausencia: Son necesarios cinco dedos para una mano. Hacen falta seis cuerdas para una guitarra. Cincuenta cartas para que la partida pueda jugarse. La pedrada quebró hasta la sombra que te atragantaba los pulmones de aire espeso y ya no queda ni el desaliento, ni una lágrima áspera que te socave el rostro, ni una mentira piadosa para abrazarla como a una amante a la que no preguntas su nombre… La piedra que lanzaste al espejo te acertó en plena frente, en la suma de pequeñeces que multiplicaban estrellas en tus noches, en el miedo, en el espanto que moraba en tu pecho hasta cinco segundos antes del impacto final, del estallido sordo y tremendo que reventó la imagen que de tu imagen tenías… Ni el vértigo del vacío: Sólo la nada, dura e inhumana, incubando el eco inaudible de sí misma.