viernes, abril 19 2024

        EL VALLE DE MANÁS by Paula Castillo Monreal

El monte mira a la cuadra que se hunde en el valle de Manás y mira a la joven que distraída, va acariciando el cuero de las botas encorsetadas y erguidas, untándolas de betún. También vigila el monte al valle que se despliega por debajo de su aliento, y al gitano de las manos largas que detrás de la joven, saca brillo al cuero que ella unta.

            La joven llegaba pronto a la escuela cada día, mientras la niebla recorría aún las calles de Liendo y el valle dormía sobre la escarcha. Le gustaba sentir el frío y la lluvia en la cara, el pelo negro y lacio cerrándole los ojos. Las manos moradas del frío y los dedos agarrotados saliendo de las mangas del abrigo negro que le llegaba hasta los pies. A diario, bajaba puntual del autobús que terminaba en la plaza del ayuntamiento, y desde allí, subía andando a grandes zancadas hasta las cuadras de Manás.  Estudiaba la cría del caballo árabe y la formación ecuestre en la Yeguada de Manás.

Su infancia había sido los caballos, los prados y los sueños.

            La libertad del sol tapándole los ojos.

Le gustaba subir con su padre hasta “Ojos del Diablo” y mirar el valle de lejos. El padre estaba poco con la hija. El padre construía puentes, y en el valle no hacían falta puentes. El padre quería que estudiase Agricultura, la madre la matriculó en el Centro Ecuestre. Le compraron unas botas de goma y una capa larga para la lluvia y la dejaron sola en el borde que separa la vigilia de los sueños.

            Laura llegaba temprano porque le gustaba estrenar la mañana, adelantarse a los olores verdes, al respirar de la hierba rabiosa y a las chimeneas consumidas por la noche. Le gustaba llegar a la cuadra y ver cómo salía el humo del estiércol y el polvo del heno flotar por debajo de las bóvedas. El heno que iba repartiendo “El Gitano”.

El gitano era un hombre desde hacía tiempo, le venía el oficio de su padre y de su abuelo que no necesitaron de la escuela. La joven, algunos pasos detrás, lo miraba y aprendía.  El gitano le enseñó a coger la pala de forma que no le doliera la espalda, y a limpiar la paja húmeda de orín y de excrementos de la noche. Juntos extendían a manotazos la limpia y seca, que olía a trigo y a sol.

El hombre, que era flaco y largo, colocaba sus manos sobre las de la joven inclinándose a la vez, acompañándose en el movimiento. Se movían despacio, danzando los dos cuerpos sin apenas rozarse, sólo el pelo largo del gitano cayendo sobre el cuello blanco de la joven. Los dedos de la joven desrizando los bucles negros y brillantes del hombre. Cabellos negros como el betún.  

Danzando al son de los relinchos.

            A la niña le compraron unas botas de goma por miedo a que sus sueños no aguantasen, y porque en el valle llueve siempre. Se las compraron grandes para que le quedasen altas. Aún así, le quedaban bajas y el pie se le movía dentro. “Nadie lleva botas de goma en la escuela”, pensaba. Y tuvo que acortar la zancada.

            Esperaba la noche acurrucada en el banco hecho de piedras abandonadas en un rincón del guadarnés, su guarida. Un cuarto pequeño y oscuro inundado del eco de las monturas y las bridas, tan solo un ventanuco que nadie limpiaba dejaba que el sol lo inundase de rosa por unos instantes, mientras desaparecía. La joven, levantando la barbilla por encima de sus ojos, miraba cómo el cuarto iba cambiando de color y temblaban las telarañas atiborradas de secretos. Entonces, y sin saber que el gitano la espiaba, iba acariciando las botas de cuero que los otros chicos dejaban. Abrazaba con las manos los pies y el empeine de cuero negro y suave, recorría con los dedos los pespuntes cosidos a mano, hundiendo las yemas en los pliegues del tobillo. Las cogía en sus brazos como si fuesen bebés y las olía, una a una. Olía el sudor que manchaba de blanco el cuero negro.

Sudor seco de espuma blanca.

            El gitano se sentaba con ella porque sabía que su madre aún tardaría en recogerla. La joven ayudaba al gitano a limpiar las monturas y las bridas untándolas de grasa. También limpiaban las botas que la joven se iba probando con la esperanza de que alguna le ajustase, y abrían la puerta y recorrían la cuadra a grandes zancadas gritando a la luna, y bromeaban.

–Gracias Juan, por acompañar a Laura –dice la madre desde el coche.

–No hay por qué, señora –mientras le abre la puerta a Laura.

–Me entretuve un poco hoy –mientras cierra la ventanilla.

            La madre siempre se entretenía.

Las botas siempre quedaban limpias. Las manos negras, de betún.

Los rizos de Juan deshechos.

Los labios de ambos rojos.

La joven dejó de tener amigos en la escuela. Prefería el silencio que recogen las bóvedas y los relinchos. Sentada en su banco de piedra hacía suyos los olores, por si un día llegasen a faltarle. Cerraba sus manos sobre la cara negra de betún, sin querer oír las voces que entraban:

–¿Te vienes Laura?

–No, espero a mi madre – respondía detrás del eco de sus manos.

–¿Por qué no la llamas?

Y Laura no la llamaba porque quería quedarse.

–¿Te has enamorado del gitano? –decían riéndose mientras se alejaban.

            Las risas entorpeciendo los relinchos.

El gitano le dibujó el mapa de los pies en un trozo de cuero viejo. El gitano le midió la pierna por dentro, desde el talón a la corva. Con las manos largas y leñosas medía una y otra vez para estar seguro. Luego por fuera, hasta más arriba de la rodilla para que le queden altas aún cuando se arrugasen por el tiempo.  La joven ya tiene botas de cuero, tiesas, sostenidas por un esqueleto de madera y de hierro, están hechas a medida. Huelen a crudo, a nuevo, a cuero nuevo que huele a crudo.

            Los brazos acunando las piernas.

 La joven entra en el coche con las botas puestas, no quiere quitárselas. La madre huele extrañada, ya no tiene voz. La joven no atiende, sólo mira sus botas de cuero altas entorpeciéndole las rodillas. Da vueltas por la casa, la zancada larga, la mirada amarga de la madre que no soporta el betún.

–¿Dices que te las ha regalado el gitano?

–Sí, Juan.

–¿Juan, el gitano?

La joven se marcha, la zancada larga. La joven vuelve:

–¿Qué pensabas qué hacíamos mientras esperábamos a que llegases?

La danza que no para.

La noche negra sin luna a quien gritar.

El padre llegó al día siguiente. Laura asomada al ventanuco vio cómo se llevaban a Juan en un coche. A Juan el hombre, al gitano.

El valle entero se estremece al son de los relinchos.

Laura no ha vuelto a la escuela, ya no le quedan marcas en las manos de sostener las riendas ni de agarrar la pala. A veces, cuando llega a casa, harta del día, se pone las botas y se echa en la cama un rato hasta que llega Juan.

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