A ratos perdidos 1 y 2, de Rafael Chirbes (link blog de Nacho)

La escritura implica un ejercicio de desnudez y apertura a la alteridad que, de alguna manera, deja desamparado al escritor. Siempre se escribe para alguien y el que se ampare en una falsa modestia para afirmar lo contrario está cayendo en la mentira. No sé si consciente, pero nadie escribe para sí mismo dado que el creador oscila siempre entre los polos opuestos de la timidez y la exposición más personal para alimentar su egomanía.
Una excepción podría encontrarse en el género autobiográfico del diario. Nos topamos en estos ejercicios con un elemento fundamental para comprender al autor, pero siempre hasta dónde este desea contar puesto que, salvo algunas anomalías como la de Kafka y Max Brod, el escritor manipula, cercena y oculta lo que entiende adecuado. En este género se enreda con el estilo, con la prosa empleada y con el tono personal para jugar a difuminar los límites entre el autor y la obra, aunque en el fondo lata la pulsión[1] del creador dispuesto a enfrentarse al folio en blanco. En las páginas de los Diarios pueden encontrarse esbozos, ideas, proyecciones y una parte fundamental del mundo interno del literato. Aun así, se intuye el artificio del maestro que sabe travesear en las fronteras indefinidas del género.
Estas crónicas de lo cotidiano carecen de organización y estructura con la salvedad del hilo rector de lo material: los cuadernos empleados para consignar los acontecimientos referidos. La división en capítulos y, por añadidura, en épocas y momentos concretos de la biografía del escritor viene marcada por el continente en el que vuelca el contenido. Es más, esta inclinación va tomando fuerza y haciéndose más presente según avanza el discurso y dedica fragmentos a la descripción del soporte empleado para la escritura: lugar de procedencia, materiales o color. De otra parte, el estilo, aunque con una línea rectora bastante definida, y los temas aludidos van virando progresivamente hacia lo literario. Podría decirse que los Diarios culminan como obra metaliteraria en la que la voz del novelista termina por licuarse en un ejercicio de amor a la lírica cuajado de notas obsesivas en relación a la ficción. Por lo demás, la temporalidad y ubicación de las entradas permiten establecer un criterio externo vinculado a la vida del escritor.
La desnudez de la persona tras la palabra asume un derrotero inverso, pues, si bien en el primer tercio de la obra tocamos el alma herida del prosista, según avanza el tiempo en el escrito se superponen capas de ocultación para dejar al hombre intuido tras las reflexiones y cuitas. El primer bloque es visceral y está cargado por los excesos, la vida al límite, el alcohol, las drogas y una homosexualidad recién liberada que encuentra en el Madrid de los ochenta adecuado acomodo para desembarazarse de la culpabilidad provinciana. Estos pasajes exponen la fragilidad, la autodestrucción y la ambición de un individuo con un objetivo claro: la literatura. La siguiente fase, tras un paréntesis dilatado, señala a un Chirbes equilibrado que ha dejado atrás sus miedos al sida y a su propio modelo vital, y que ha encontrado el ansiado reconocimiento. No obstante, persiste la inseguridad ante la nueva obra aún sin esbozar. Este momento biográfico implica la vuelta a Valencia y el retorno a las raíces una vez exorcizados los demonios del autoreproche y el pecado derivados de una formación católica y aldeana.
La ficción es el aliento vital en esta obra. Desde una perspectiva reduccionista no se habla de otra cosa, aunque siempre desde ángulos diversos. El principal es la propia literatura desde su concepción hasta su ejecución. El autor repasa sus lecturas, analiza estructuras y construcciones, y establece un semblante de lo que entiende como obra narrativa. Los clásicos y los contemporáneos son referidos bajo el auspicio de la alargada sombra de la crítica literaria que el autor no termina de comprender y asumir, aunque él mismo se erija en crítico. Especialmente atractivo es el proceso de creación, la lucha por construir una trama en la que se vuelca parte importante de la existencia y vivencias del autor, pero son la inseguridad y la falta de confianza los elementos directores en la escritura del valenciano. El miedo al fracaso se muestra subrepticiamente antes de lanzarse a la faena de componer la obra y el síndrome del impostor se arrastra sigiloso entre párrafos y palabras.
Es remarcable la hiel dedicada a muchos de sus contemporáneos, pues Chirbes ofrece líneas críticas y clarividentes, aunque en algunos casos cargadas de una agresiva animadversión en la que se funden las bajas pasiones del escritor redivivo como crítico. Destaca, entre estas diatribas, el análisis dedicado a Trafalgar de Pérez-Reverte. El literato muestra sorpresa por la claudicación de profesionales y público ante la obra del cartaginés y ofrece un semblante de su colega surcado por la tendencia a la inflación de los símbolos patrios que cristaliza como herencia testosterónica del franquismo y, con cierta perspicacia, adivina el resurgir chic del extremismo conservador en el que nos encontramos sumidos. Son muchos los que desfilan por las líneas de Diarios y sufren sin piedad los ataques orientados a desmontar lo que entiende como ejercicios literarios ajenos a sus estándares.
Surge una pregunta cuando se paladea la lectura: ¿para quién están escritos los Diarios? Aquí se encuentra la clave que no esquiva el autor, pues se interroga por el posible receptor de su escrito. No queda clara la improvisación o la construcción metódica del texto dado que ambas opciones resultan verosímiles. Con todo, y aunque la obra tiene un fondo un tanto artificial que ayuda a preservar el núcleo íntimo de la persona invitando a conocer al personaje, cuenta con pasajes realmente lúcidos y sinceros que posibilitan al lector para introducirse en el universo personal de Rafael Chirbes.
[1] https://reflexionesintempestivasblog.wordpress.com/2022/01/20/la-pulsion/
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