viernes, abril 26 2024

Sant Jordi&Orígenes: vallejo by Félix Molina

Nadie sabe que Vallejo tenía nostalgia del Perú. Todos lo imaginan atado a un bulevar francés, arrumado por las lunas parisinas, centrado en la raya del pantalón y la del pelo, partido a dos, como si en él llevara el techo y la casa de la tierra peruana andantes. Porque cada noche soñaba con sus palmos de tierra andina. Y eso le llevaba, siempre que le era posible, a una playa de Francia. En una apareció, una mañana del mes de mayo de 1928, con Georgette y Vicente Huidobro. Vallejo orillaba su frente en un venero de aguas que chocaban contra las arenas blancas y Vicente componía un poema acróstico con la forma de las nubes, quién sabe si Georgette intentaba envolverlos a los dos con otro en la cabeza.

Todos ignoraban que siempre llevaba una botella, con el pretexto de apurarla o como amuleto, pero la llevaba. Disimulada entre las vértebras y el paño gastado de la chaqueta negra, como una profunda esmeralda que contuviera todo su secreto. Y así era. Dentro de la botella había un escrito, sencillo, muy poco poético ciertamente, dirigido a la banda, a la vieja bohemia de Trujillo. En un papelito despegado del vidrio de un anís y plegado mil veces hasta formar un cuadradito pequeño, del tamaño de una uña, inquiría dulcemente a Orrego, a Spelucín, a Macedonio, a José Eulogio… a María Rosa incluso. Ni Georgette lo sabía. Pero aquella mañana, Huidobro le vio acomodarlo –como quien mete su corazón– en el vientre verde de la botella.

*** *** ***

Otra mañana, otra playa francesa. Huidobro llevaba una sonrisa ancha como el caligrama de una alcantarilla. Georgette no estaba esta vez.

–No te creo, cholazo, no me creo que pongas telegramas a tus amigos del Perú y los arrojes en una botella a esta ala del océano. ¿Qué te piensas, Mon Dieu, qué llegarán?

Vallejo frunció las cejas como si le hubieran mentado a la madre. Después tejieron los dos una cortina espesa de discusiones sobre el surrealismo y otras lindes de la avant-garde. César disfrazó su mosqueo con unas efusiones líricas dignas de Los heraldos negros, si no de Trilce, y se agazapó junto al lomo blanco de una duna, hundiendo las negras perneras en la arena caliente. Ya no estaba en la playa. Se prolongaba en Georgette, que dormía en París. La asustaba tanta visita playera. Vicente se quedó igual en la orilla, dibujando con piedrecitas marinas el comienzo o el final de un poema. La botella apareció por detrás, sinuosa, insidiosa, tocándole la trasera de las pantorrillas. Al principio la creyó una boya despistada de su océano o incluso la aleta de una ballena, pero la textura vidriosa, de un pulido inquietante, hizo que la agarrara y la llevara ante sus ojos. El papelito estaba al fondo, cosido con un retal del agua escasa que había conseguido franquear el corcho gastado. Le costó trabajo a Vicente despegarlo, tuvo que echar más agua salobre dentro, con cuidado para que no se disolviese.

La letra era menuda y temblona, pero de un español indudable. Huidobro se tuvo que echar también un trago de salobre en los ojos para leerla, porque los días y parece que el destino le acababan de jugar un caligrama espeso, borroso de tan increíble. Leyó:

Mira que de chancón diste en ese París, no nos olvides, huachafo. Aquí los de Trujillo te estudiamos todos los días. Te echan en falta todos, incluso la María Rosa.

                                                                                                                            félix molina, abril, dos mil veintidós

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