
Por lo pronto es un viernes cualquiera en la estación de metro de Nuevos Ministerios. Son las ocho de la mañana, las cafeterías comienzan a abrir; la mayoría de la gente pide su café para llevar. El tiempo apremia y el trabajo espera. El bullicio de las pisadas y los vaivenes en direcciones contrarias inauguran la mañana.
Entre la multitud que camina por los espaciosos suelos grisáceos se encuentra el señor Adelino. Su paso, en contraste con el de la mayoría, es lento. Pasa al lado de la cafetería y llega a las escaleras. Rara vez baja por las escaleras eléctricas, siempre se tomó muy enserio el consejo de su médico de cabecera: «a ciertas edades uno debe aprovechar cualquier oportunidad para ejercitar las piernas». Así que Adelino comienza a bajar peldaño a peldaño por las de en medio, que son estáticas. Llevará unos nueve escalones, cuando de forma súbita y a conciencia decide sentarse ahí mismo.
La mujer que está detrás con su hijo de la mano se inclina extrañada.
—Señor, ¿está usted bien?
Él la mira con sorpresa.
—No señorita, no lo estoy.
La desconocida suelta a su hijo y la bolsa de la compra. Se sienta a su lado, ahora preocupada.
—¿Quiere que llame a un médico?
—Un médico nada podría hacer, señorita. —La suavidad de su voz denota un cansancio hondo, un cansancio no físico.
Para todo esto, nuevos interesados en el curioso suceso se acercan. «¿Qué le pasa? ¿Está bien?», «¿qué ha pasado? ¿Se ha caído?». Al no obtener respuesta miran a la mujer en busca de alguna explicación. Ella insiste:
—Señor, ¿cómo se llama?
— ¿Yo?
—Sí, usted.
—Adelino, me llamo Adelino.
—Bien, Adelino, ¿quiere que llame a su hijo? ¿Tiene hijos o mujer? Le puedo acompañar para que se siente en uno de los bancos de abajo, estará más cómodo.
—Se lo agradezco, pero no hace falta llamar a nadie. Cómo le explico… ha venido a visitarme. Y cuando Ella viene, no hay mucho que hacer, no sé si me entiende.
—¿Quién ha venido a visitarle, Adelino?
—La Tristeza señorita, la Tristeza.
«¿Qué ha dicho?» «¿Necesita un médico?». Un grupo de cuatro hombres con sus respectivos maletines intentan bajar las escaleras. El más alto de nariz aguileña les pide con tono hostil que se aparten, pero al darse cuenta de que se trata de un hombre de avanzada edad, recula en su actitud.
La mujer que sigue sentada a la izquierda de Adelino, lejos de desconcertarse se interesa de distinta manera en él. Ve algo puro en su mirada, y como creyente en las sincronicidades del universo no cree que sea casualidad haberse encontrado con un desconocido que parece portar un mensaje profundo. Le dice a su hijo que hoy llegará tarde al colegio y vuelca su atención en él.
—Adelino, si usted lo desea, me gustaría que me hable sobre la Tristeza.
Los hombres de los maletines, una pareja, dos mujeres entradas en años y un despistado que tenía los cascos de música puestos se hacen espacio para sentarse y escuchar. El joven de los casos busca con la mirada una cámara que esté filmando por si fuera una escena de una película, o algún tipo de broma. No hay tal cosa.
—Hoy en día no es común que alguien se interese por la Tristeza, así que con gusto yo le hablo de Ella, desde mi humilde visión.
«Queremos, nosotros también queremos escuchar», reafirman los demás. Se acerca uno de los guardias de seguridad dispuesto a poner orden y hacer que todos se retiren, pero al enterarse de que el señor de ojos tiernos hablará de algo importante, decide quedarse y le pide a su subalterno que le cubra el turno. No todos los días alguien está dispuesto a hablar de la Tristeza.
Adelino yergue ligeramente la espalda a la vez que expulsa un suspiro casi imperceptible. Deja la vista perdida entre la gente que baja las escaleras con premura.
Al cabo de unos segundos comienza a hablar.
—Me gusta decirle Ella porque la pienso en femenino… Desde mi punto de vista, la Tristeza es delicada, pero ¡ojo!, que también puede ser agresiva, sobre todo cuando menos te lo esperas. Para que me entiendas, posee la suavidad del acorde más sutil del piano, y la caricia más cruel de la nostalgia. Pero sabe, señorita, la Tristeza no nace siendo lo que es. Como todo, es tan solo la semilla de lo que será, o de lo que puede llegar a ser. Comienza siendo otra cosa, y es mediante su evolución que adquiere cuerpo de metáfora: empieza infiltrándose en los rostros de la gente que te rodea, en las hojas amarillas que caen en otoño, en la furia del mar cuando es de madrugada, en la timidez de una sonrisa, en los placeres más exquisitos, y privados…, en el camino que recorres todos los días de tu casa a la tienda de la esquina, en la voz de la persona que quieres. Incluso se transforma en cada una de las notas musicales, y mientras la mano del destino va creando acordes a su antojo, Ella continúa desarrollándose hasta estar bien formada y tener autonomía propia. Entonces, por decirlo de alguna manera, la semilla habrá germinado. Y comenzará a acecharte.
—¿Cómo que a acecharte…? —pregunta uno de los hombres, pensativo.
—Así como lo oye joven. Verá, al principio quizá lo haga solo en sueños, o en una que otra noche intranquila en la que tratamos de dormirnos rápido, no vaya a ser que veamos algo incómodo, ¿comprendes? Pero más adelante te perseguirá a plena luz, será como un susurro que se acurruca en la sombra de tu mente, ¡y créame cuando le digo que no se debe subestimar!, porque, aunque la melodía de la Tristeza primero es un murmullo y la creas inofensiva, tiene una fuerza que abre abismos, abre los abismos de la memoria, como me gusta llamarlos. Estos son los huecos en los que cae todo aquello que rechazamos de cada experiencia: las veces que nos privamos de reír en lo que parecía un problema sin solución; cuando en medio de la calidez de una caricia nos alejamos con nuestro pensamiento a otro lugar; esa mirada que no regalas por recelo; también las ilusiones reprimidas que no les damos cabida porque “ya habrá tiempo”, y un buen día las ganas y el tiempo deciden soltarse la mano y caminar por distintas rutas…
» ¿Sabe cuál ha sido para mí una de sus enseñanzas más contundentes? Ver que la verdadera riqueza de las experiencias está camuflada en los acontecimientos, en apariencia más banales.
Adelino hace una pausa. Los demás miran a la mujer con angustia, como si le hubieran delegado de forma tácita el papel de portavoz, ésta parece comprender la inquietud de los demás, que también es la suya, y pregunta:
—¿Cómo cuáles, Adelino? ¿De qué acontecimientos habla?
—Sin ir más lejos, señorita, piense en las palabras que juzgamos de anodinas; en las situaciones en las que uno no repara por creerlas irrelevantes ya sea por su excesiva simpleza o su llana cotidianidad. Ojalá no le pase a usted, pero en mi experiencia, suele ser tarde cuando el ser humano mira atrás y se da cuenta. Suele ser tarde cuando uno vislumbra el cuerpo íntegro de un recuerdo. ¿A qué me refiero con esto? Cuando es mirado desde todos sus ángulos, y se entiende que la experiencia ofrecía mucho más, pero uno no estaba preparado para recibirlo en su completitud. Es justo en ese instante, señorita, que Ella alcanza su madurez: los acordes arrojados en aquellos pozos del olvido se encuentran, la danza surge, y nace una explosión de música traducida en mil ecos del ayer. En este punto, la Tristeza es la cara más cruel del tiempo: el pasado y el presente se reflejan en un mismo espejo.
Adelino traga saliva y se sumerge en un prologando silencio que nadie se atreve a romper.
—La enfermedad de mi mujer es un espejo constante para mí. No solo por el hecho de que ella ha sido la persona que más me ha dañado, amado y expandido mi capacidad de ver, sino porque por desgracia es lo que tienen las enfermedades terminales, quiera uno o no, hacen que te asomes al precipicio de lo inminente, de la tenebrosa finitud.
» Desde que su enfermedad está más avanzada, veo en sus ojos todas las mañanas las posibilidades del hombre que no me atreví a ser, las posibilidades que como marido dejé pasar sobre nuestras cabezas, como si fueran a estar siempre disponibles para retornarlas a voluntad.
» Y no te voy a mentir, también veo las pequeñas rutinas que ambos aprendimos a cultivar como pareja, los hábitos que creamos, a los que primero no das importancia, pero después, con la edad, terminan salvándote. Y no exagero, señorita, terminan salvándote. De viejo más te aferras a ellos. Sin ir más lejos, uno de los rituales que teníamos Mercedes y yo los viernes era desayunar en la cafetería de esta estación, justo antes de coger la línea seis de metro para ir a ver a nuestro hijo. Él trabaja desde casa, y nosotros solíamos llevar la comida para cocinarla allí y comer juntos. Después dábamos un paseo, casi siempre nos tomábamos el postre en una cafetería cercana y veíamos una que otra tienda, que eran siempre las mismas, lo curioso es que tenía la sensación de ver algo distinto cada vez que entraba... a eso de las seis, volvíamos. Pero antes de llegar a casa de mi hijo, hacíamos la compra en el supermercado, la mayoría de las veces Mercedes quería complacerle con un buen filete, y a mí me parecía bien, yo elegía el vino, eso seguro. Antes de ir a pagar ella se distraía en la sección de los aperitivos, le angustiaba que no fuera suficiente. Y no había un viernes que no comprara mis frutos secos favoritos a los que ella era alérgica. Si veía una marca nueva también los cogía para que yo comparara y le dijera cuál prefería…, ese tipo de atenciones las mantuvo hasta el final. No quiero decir con esto que todo fuera bonito e idílico, por supuesto que no, Mercedes también estaba llena de manías y de inseguridades de toda clase, pero si algo ha tenido claro desde que la conozco, es la determinación de no dejar de cultivar las relaciones más cercanas. Y es ahora…—su voz amenaza con apagarse, y la mujer percibe el nerviosismo en sus manos —es ahora cuando veo la magnitud de dichas acciones, que como dije antes, tendemos a menospreciar. Y me pesa, señorita, no haberlo valorado como debía. ¿Sabe? La desgracia del hombre es que aprende a destiempo. Si tan solo prestásemos más atención, porque al final es eso: prestar atención… Y bueno, ya han pasado varios meses en los que voy solo a casa de mi hijo porque ella está muy débil para salir de la cama, y se enfada si no voy, y no es de esos enfadados que se pasan en media hora, no, no, para ella es algo serio. Por eso estoy aquí, para hacer la misma rutina, pero sin ella. Hoy es de esos días que duele cada paso que doy, que siento que la enfermedad de mi mujer no solo se ha llevado su vitalidad, sino que ha amputado una parte de nosotros, y por lo tanto de mí, porque eso es lo que pasa cuando te entregas al amor, que ya no existe un yo sin nosotros. Hace tiempo que no hay un yo sin nosotros... Es la sensación de que algo está irremediablemente perdido…, cuando desayuno en la cafetería de la estación no saboreo igual las tostadas ni siento la familiaridad asociada al lugar en que uno ha estado tantas veces; al llegar al supermercado me invade la rabia, las estanterías de los frutos secos, la cegadora luz del supermercado, sus altos techos, los fríos pasillos, es todo grotesco y ruidoso, el sitio se vuelve hostil, me dan ganas de salir corriendo, y en cuanto mi pensamiento me recuerda que allá adonde vaya no me recibirá esa calidez que conozco, que cualquier lugar físico por más bello que pueda ser, no es nada sin el perfume de su calor, que en última instancia, el lugar que tanto anhela el ser humano no es otra cosa que la voz del otro, que su presencia …
Varios titubean entre si lo correcto es decirle algo en señal de empatía o simplemente, compartir el silencio.
—Yo no sé si un día el duelo se termina de resolver, como dicen los psicólogos, más bien pienso que este tipo de tristeza es como un tatuaje que se mimetiza con tu piel, y por tanto se vuelve parte de quien uno es. Unas veces te da tregua y ni reparas en ello, pero otras, arde, y te quema, y se retuerce desde dentro, mueve las memorias; revive los deseos que tuve y dejé morir, las decisiones que verbalicé más no puse en práctica, las palabras que se quedaron petrificadas en la garganta y no visitaron los oídos de Mercedes en el momento necesario… Es tal la presión, que a nivel físico te agota, y uno necesita detenerse. Eso sí, la fuerza vuelve, no me preguntes de dónde, pero vuelve. La aprendes a esperar con paciencia, no te resistes, no luchas contra ello, porque es un sinsentido oponerse al curso natural de la vida. Te sientas, y esperas. Sabes que la respiración será otra vez ligera, que el estómago dejará de retorcerse entre nudos de añoranzas y remordimientos, y sé también que la imagen de mi hijo y su cariño me darán el impulso necesario para levantarme de las escaleras, dirigirme al supermercado, y disfrutar de su compañía, porque señorita, si de una cosa estoy convencido después de tantos años, es de que el único tesoro de esta efímera y confusa vida no está en otra parte, sino en el núcleo de un encuentro.
El peso de sus últimas palabras cae como una cascada invisible sobre todos los oyentes.
La mujer siente la humedad de una lágrima al borde de la mejilla. El ajetreo de la estación les saca de su letargo y como si salieran de un trance, varios miran el reloj y recuerdan que tienen cosas que hacer, sin embargo, continúan sentados.
El primero en levantarse es Adelino. Con su mano derecha se sujeta a la barandilla de la escalera, coge aire, y antes de reanudar la marcha oye el estrépito del metro al abrir sus puertas para segundos después cerrarlas.
Y partir.
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