Ana gritó fuerte por el largo pasadizo de la cueva.
—El eco no vuelve, significa que la salida está por allí. —Miró a su amigo un instante antes de seguir caminando. —¿Y si nos equivocamos? ¿Y si nos hundimos en las profundidades?
—No tenemos otra opción, o buscamos la manera de salir, o terminará llegando a nosotros. —La muerte acechaba en aquel lugar.
No sabía muy bien cuántos días transcurrieron desde que empezaron la excursión, pero estaba claro que, de los cinco amigos, ahora solo quedaban dos. Gabriel se sintió aliviado cuando se reencontró con Ana, después de dar interminables vueltas en aquel laberinto de cuevas. Por un instante pensó que se encontraba solo, que ya todos estaban muertos, hasta que su amiga apareció de la nada, con el rostro manchado de sangre y el pelo revuelto.
—Descansemos un momento. —La joven se sentó en una roca saliente y alumbrando a su amigo con la linterna le señaló el lugar—. Descansa algo.
—¡No quiero descansar! ¡Quiero salir de este maldito lugar Ana! —Su amiga se comportaba extraña, con una tranquilidad incómoda—. Sigamos, si dices que por ahí es la salida, vámonos de aquí.
—¡Tranquilo Gabriel! La oscuridad es reconfortante, no tienes nada que temer. —Ana olió la sangre que manchaba su blusa—. Es como una droga que no te mata del todo, que no te deja morir, pero tampoco te permite seguir con vida.
—¿De qué estás hablando?
—De él. —Con la linterna señaló al fondo de la cueva.
Philippe comenzó a tocar el violín mientras pasaba su lengua por los largos colmillos. Recordaba cuando lo hacía junto al río Nilo. Las notas eran alegres y divertidas, dejando claro que estaba disfrutando cada instante. Hoy en día todo era más difícil y los humanos se rodeaban de luces brillantes e incómodas, por eso decidió refugiarse en aquella caverna, que los turistas solían visitar todo el año.