Me preguntan si vi el cartel cruzando la calle, como si fuese la única cosa atendible, el objeto fundamental del paisaje. Me siento mal de no haberlo visto. Me da incluso vergüenza aclarar que en ese momento yo estaba mirando las baldosas y que mi mundo entero era una sucesión de rectángulos grises. Me preguntan si escuché lo que dijo el altoparlante, pero no pude escucharlo, porque estaba pensando en lo que había leído esa mañana y en ese instante todos los sonidos eran para mí una misma bruma que se agitaba alrededor de mi pensamiento.
Dicen los manuales que tenemos cinco sentidos, pero yo en verdad no tengo más que uno a la vez. Vivo en un espectro de atención muy estrecho, en un universo mucho más pequeño del que sugieren mis capacidades en abstracto. La enorme mayoría de lo que sucede a mi alrededor, por mucho que ingrese en el radar de mis sentidos, no es verdaderamente percibida por mí, se confunde en un torbellino de sensaciones que apenas registro.
Me da pena perderme tantas cosas, sentir que el mundo me excede por todas partes, que estuve tardes enteras en lugares que sin embargo apenas conozco, que alrededor de mí transcurren innumerables historias que ni siquiera sospecho. Lo único que parcialmente me consuela es pensar que, si me esforzara cada vez más en no perderme nada, tal vez acabaría perdiéndome a mí mismo.
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