
Imagen tomada de Pinterest
Él no la perdía de vista.
—Por favor, ¿me puede decir la hora? —la abordó con esa pregunta ¡tan pueril! que los más tímidos usan para ligar.
Sin renunciar al jersey color azul marino que tenía en sus manos, ella le miró de refilón.
—Las seis menos cuarto —le respondió.
Para la mujer, era temprano (a las nueve cerraban las tiendas y contaba con mucho tiempo aún para hacer sus compras). Para el desconocido, sin embargo, era tarde (a las seis comenzaba el partido de fútbol y le quedaba solo un cuarto de hora para reunirse con sus amigos en el bar).
Por supuesto, había una alternativa: tal vez si él renunciaba al Madrid-Barcelona, ella dejara de probarse un vestido tras otro.Y como no hay peor gestión que la que no se hace, tomó el móvil y envió un whatsapp al círculo de futboleros, avisándoles que llegaría tarde. O que, quizá, no llegaría.
—Hola, me llamo… —masculló su nombre entre dientes.
En ese preciso instante, ella estaba bajo los efectos de una chaqueta de terciopelo negro.
—Mucho gusto, soy… ¿Cuánto cuesta? —le dijo mientras hablaba con la dependienta —Sí, me la llevo.
Y así, sin apenas saber sus nombres, entraron al bar de la esquina. Se sentaron en la misma mesa… Y hablaron de sus vidas.
A fin de cuentas, dos es siempre más que uno.
©Rosa Marina González-Quevedo
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