Color is the keyboard,
The eyes are the harmonies,
The soul is the piano with many strings.Vassily Kandinsky 1866-1944
1
La campanita de la puerta sonó cuando entró en la tienda. Sintió inmediatamente la diferencia de temperatura. El frío y las lluvias de Marzo quedaban afuera: los instrumentos necesitaban un ambiente controlado, una temperatura constante para proteger sus cuerpos de madera, sus cuerdas, su voz.
Cerró la puerta y entró. Se quitó los guantes, la bufanda, desabotonó su abrigo, y empezó a mirar a su alrededor: pianos, órganos, cellos, violines, hobos, guitarras, altos, clarinetes… Parecía el legendario cementerio de los elefantes: el lugar donde venían a morir los instrumentos de música después de su último concierto.
En el fondo de la tienda, se paró una sombra. ¿El dueño de la tienda, o el empleado? Se parecía a sus instrumentos: cansado, gris, como cubierto de polvo. Sus huesos parecían de madera. Cuando se movía, producían pequeños ruidos, como el gemido de un violín acabado. Pero su voz, a pesar de la edad, no había perdido magia, luz, volumen. ¿Habría cantado de joven?
– ¿Señor? ¿Necesita algo?
– Sí. Necesito un piano de estudio. Soy concertista y… Mi piano está en reparación. ¿Tendría algo para mí? Sería por un mes, más o menos.
– ¿No es francés, verdad?
– No. Soy… de Cíbola, un pequeño país de America Latina. ¿Tiene algo que pueda rentar?
– Mire, el único Piano decente que tengo, no se lo puedo rentar…
– Lo compro, ¡estoy en medio de un trabajo que no puedo parar! El viejito era extraño y Carlos estaba empezando a arrepentirse de haber cruzado la mitad de París hasta esta tienda que parecía más adecuada para anticuaria que para instrumentos musicales.
– …ni vender. Pero… – ¿Pero?
– Pero le puedo prestar uno. Es un buen Piano, aunque ya viejo. Un Steinway. Nada de Japonés, de Kawasaki, u Honda, o Suzuki, de estos pianos que fabrican en las mismas plantas que los coches.
– ¿Por qué me lo prestaría? No me conoce. ¿Y por qué no me lo renta o me lo vende?
– No se lo puedo vender, porque no es mío. Es como un depósito. De un amigo músico, que salió de viaje, hace un mes. ¿Por qué se lo presto? Vi sus manos. Son buenas manos. Sé que lo tratará bien. Un piano que no se usa muere un poquito cada día. Y a mí me dará más espacio… ¿lo quiere ver?
– Bueno.
Carlos tenía dudas sobre el viejito. ¿Qué cuento era ese? Ningún músico abandonaba así un instrumento bueno, antiguo, para que se lo prestaran al primer desconocido.
Las dudas aumentaron cuando vio al piano. Era precioso. Uno de los más bellos Steinways que había visto. Probablemente tenía más de cien años. Acercándose se dio cuenta de algo más. El piano se veía triste. O igual, el ambiente de la tienda lo estaba afectando. ¿Sería la luz baja, el polvo, el viejito?
Acarició algunas notas en el teclado. Se oía bien. Acercó un banco y se sentó. Empezó con las primeras medidas del Concierto Numero 2 para piano y orquesta de Brahms. El piano respondió con toda su fuerza, y su tristeza. Le pareció a Carlos que la temperatura había bajado. Siguió con Karl-María Von Weber, Rachmaninoff. El piano vibraba, ampliaba el volumen de la pequeña tienda.
– Está increíble, dijo Carlos. Se lo compro. ¿Cuánto quiere?
– Nada. Se lo presto tanto tiempo como necesite. Igual y no regresa mi amigo. Y… Lo puede conservar. Nada más le voy a cobrar el flete. ¿Dónde vive?
– 40 Avenue de Clichy, casi llegando a la Place Clichy. En el último piso, en un viejo taller de pintor.
El anciano apuntó la dirección y el nombre de Carlos. Tuvo que deletrear su apellido: I-b-a-r-r-e-t-a-r-a.
Carlos pagó el flete y salió de la tienda, abrigándose contra el frío y la lluvia poco usual aún en París en esta época.
2
– ¿María? ¿Has regresado más pronto? ¿Cómo te fue?
– Bien. La pasamos súper… Hicimos miles de cosas pero Robert tenía que regresar. ¿Y tú? ¿Cómo te fue?
– Bien, bien. Me da gusto verte. Ven, me tienes que contar lo que hicieron. María era violinista. Y francesa, de una ciudad del Centro. Sus padres la habían nombrado María por una abuela italiana o española. Y lamentablemente (desde el punto de vista de Carlos) era casada. Era fina, delgada, de cabello oscuro, largo. Lo más atractivo de María eran sus ojos: azul porcelana, a veces tan claros que se perdía uno en su mirada, y a veces oscurecidos por una rabia fría cuando se enojaba.
Carlos había llegado a Francia 20 años antes, con su familia. Su padre era diplomático y se quedaron todos después del golpe de estado.
Ahora, después de siglos de trabajo, de estudio, era pianista, en la Orquesta Sinfónica de París. Hacía seis meses que conocía a María. Sin darse cuenta, los dos disfrutaban cada vez más la compañía del otro. Jugaban un juego inconsciente: el juego más antiguo del mundo, el juego de la atracción, sin saber ni querer saber a dónde les llevaba el jueguito.
Se habían encontrado en la entrada de la Maison de Radio-France, donde trabajaban los dos, y habían salido a tomarse un café crème. Por primera vez desde varias semanas, no llovía. El sol de Marzo hacía un valiente intento para animar a París.
– ¿Sabes qué? Conseguí un nuevo piano, dijo Carlos. Me lo entregan mañana. ¿Cuándo vienes a visitarlo?
– ¿No sabes que inventar para llevarme a tu apartamento, no? Se reía María. Pero sus ojos decían lo contrario. Estaba tan cerca de Carlos que él podía sentir su perfume. ¿Opium?
– ¡Cálmate! Mañana es martes. ¿Vienes miércoles?
– No sé. Igual sí, igual no. María se reía. Quería mucho a Carlos, pero… No hasta caerle en la cama. No todo se puede…
Se fueron cada uno por su lado, después de los dos besos tradicionales en las mejillas, una mano en el hombro que se queda quizá unos segundos más, y que se cae naturalmente, bajando a lo largo del brazo, para apretar los dedos del otro.
3
Cuando Carlos llegó a su apartamento, por la noche, la lluvia había regresado. Se sentía de mal humor, sin darse cuenta que María probablemente era la causa. Lo atribuía al mal tiempo permanente, y a su trabajo que no progresaba. Estaba preparando una obra para piano, y no salía como quería. Se daba cuenta que sus pensamientos daban vueltas entre María y su obra, mezclándose, sin que él se pueda concentrar.
El piano lo esperaba en el taller de pintor que había transformado en apartamento, conservando nada más el inmenso techo de vidrio que antes iluminaba la pintura de un pintor desconocido. Seguramente las modelos jóvenes que se habían desvestido en ese lugar ya eran por lo menos abuelas, y nadie se acordaba de su belleza pasada, ni de los deseos que habían despertado.
El color negro del piano resaltaba en el apartamento decorado de blanco. Las teclas estaban descubiertas como para invitar a Carlos. Alguien había dejado un sobre encima del piano. Carlos lo tomó, medio esperando, en contra de la lógica que fuera una nota de María, pero era del viejito de la tienda. En una letra anticuada, decía:
Estimado Maestro:
Se me olvidó comentarle un punto de suma importancia: este Piano pertenecía a un grán músico. El primer dueño de este instrumento único era Gerhardt Schopenhauser. No lo olvide nunca. Quizá el Piano le ayude a encontrar la inspiración perdida.
Su atento servidor,
La firma era indescifrable. La nota dejó una impresión extraña a Carlos: ¿cómo sabía el viejito que últimamente estaba estancado en su trabajo? Revisó mentalmente aquella conversación en la tienda. Estaba seguro que no le había contado nada al viejo. ¿Y Schopenhauser? Era increíble. Schopenhauser era un compositor Alemán del Siglo pasado. Él había dejado una sola obra, incompleta, que anunciaba un gran talento. De hecho Carlos había estudiado esa obra que nunca fue tocada en público.
¿Cómo era la historia? Carlos no se acordaba muy bien. Habían encontrado a Schopenhauser, muerto, junto a su piano, este mismo piano aparentemente. En la mano izquierda, agarraba la última página que había escrito de su Concierto para piano. ¿Qué nombre le había puesto? ¿Agua? No. Era… “Lluvias de Marzo”. Eso era. ¿En este mismo piano? ¿Él había trabajado en este piano?
Carlos agarró un banco para sentarse a mirar lo que empezaba a llamar El Piano. Pasó las manos en la madera, tocando el barniz. Miraba los reflejos que se formaban en su superficie, pensando en Schopenhauser, en los reflejos que veía Schopenhauser. Empezó a tocar suavemente, ligeramente. El Piano respondía mejor de lo que se acordaba. La lluvia hacia un coro natural, marcando un ritmo tenue e inusitado en el techo de vidrio.
Carlos empezó a trabajar. El Piano era un maestro complaciente, ayudándolo en pedazos difíciles, suavizando las disonancias. Después de tres horas había progresado más que en los tres meses anteriores. La inspiración había regresado, gracias al Piano.
Esta noche, Carlos no pudo dormir. Volteaba en su cama, molestado por la lluvia, pensando en Schopenhauser, en el Piano, en María. Notas de música le pasaban por la cabeza de manera incesante. A las tres de la mañana, se levantó, y decidió aprovechar para apuntar el tema musical que lo tenía amarrado. Cubrió tres páginas antes de caerse de sueño en su cama.
Al día siguiente, no reconoció lo que había escrito. No tenía nada que ver con su obra actual, ni con nada conocido. Quizá se parecía a Lizt, aunque más violento, más doloroso. ¿Le recordaba un estilo, pero cuál? Tenía que investigar en los archivos de la Maison de Radio-France.
4
María lo encontró a las doce del día en la sala de los archivos. Estaba revisando algunos temas de los compositores alemanes y austriacos del siglo pasado. Había obligado el responsable de los archivos a revolcar todo, para encontrar una copia del Concierto Inacabado de Schopenhauser. Sin éxito. Alguien lo había sacado la semana pasada, y lo tenía por un mes. La ficha con el nombre y la dirección de la persona se había mandado a capturar con el nuevo sistema informático, y lo lamentaba el responsable, pero Carlos tenía que esperar.
– ¡Ven Carlos, dijo María, te llevo a comer, tienes una cara! Camina, el tiempo esta bonito afuera. Vamos a comer en una terraza de café. No hace tanto frío.
Carlos la miró, como despertándose. Vio la sonrisa en los ojos de María. Tenía hambre de todo. Se sentaron en una de las miles de terrazas de café de París, que parecen esperar todo el invierno que llegue la primavera, y que se llenan de repente un día de Marzo, cuando los más valientes se sientan afuera para acelerar la llegada del Sol.
– Es de Schopenhauser. ¡Te digo que es de Schopenhauser!
– ¿El piano? ¡No puede ser!. ¡Sí! ¡El viejito me lo escribió!
– ¿Cuál viejito?
María no entendía nada. Carlos se veía como un niño chiquito que hubiera encontrado un tesoro escondido. Sus ojos brillaban. Hablaba en francés y en español, olvidándose que María no entendía el Castellano. María lo quería abrazar. Se le antojaba besarle para que se calle. Finalmente le pasó un dedo sobre los labios y Carlos se detuvo.
– Cuéntame. Desde el principio.
Y Carlos le contó todo. La tienda, el viejito, el Piano, Schopenhauser, el taller, su noche, el Concierto Inacabado, lo que él mismo había escrito, que no entendía de dónde venía. Y María escuchaba, con una sonrisa preocupada, sus ojos amarrados a los ojos de Carlos.
– Tengo que encontrar el manuscrito de Schopenhauser, dijo Carlos. Yo no me acuerdo cómo era el Concierto inacabado. Siento que ahí está la clave.
– ¿Y dónde está el manuscrito? Preguntó María.
– En Londres, en la Royal Academy of Music. Carlos miró su reloj, como si tuviera un calendario. Hoy es miércoles. Si salgo mañana por el vuelo de las ocho, puedo sacar una copia, y estar de regreso por la noche.
Carlos se detuvo un segundo, y, mirándola en los ojos, preguntó a María: – ¿Vienes conmigo?
Los ojos de María cambiaron ligeramente de color
– Sabes que me gustaría, pero… ¿Qué le digo a…?
– Si, son de las cosas que quisiera olvidar. Por lo menos ven a ver el Piano, ¿no?
– Bueno. Vamos.
5
Llegaron al apartamento de Carlos a las seis de la tarde. Ya era noche. El Piano se parecía a cualquier otro piano. María se acercó, y no quiso ni siquiera tocar una nota.
– No me gusta tu piano. Tiene un aire de…
– ¿Tristeza? Dijo Carlos.
– Sí. No. Peor. Como que me da frío. Oye, ¿cómo murió Schopenhauser? Preguntó María.
– No sé exactamente. Creo que lo encontraron muerto cerca del Piano. No me acuerdo muy bien. Se sabe poco de él. En aquella época, era un desconocido total. Sé que murió muy joven, a los 22 años, más o menos.
– No me gusta. Tu piano me da miedo.
– Lo voy a cubrir con una sábana. ¿Así está mejor?
– Sí. Dijo María. Y, alejándose del Piano:
– ¿No me vas a ofrecer nada?
– Sí, claro. ¿Quieres un vino?
Diez minutos después, se habían olvidado por completo del Piano. Pasaron dos horas fuera del mundo, disfrutando la presencia del otro. Carlos la miraba, tratando de descubrir lo que había detrás de estos ojos, tan cambiantes donde dominaban las carcajadas. La veía moverse en el apartamento, detallando su silueta, fijando sus movimientos en su memoria. Revisaba los momentos que habían pasado juntos trabajando piezas de música. Y se dio cuenta de que había caído en una vieja trampa: enamorarse de la mujer de alguien. Y peor, aún, a él lo conocía, y era simpático, no daba ningún pretexto para robarle su mujer. ¡Qué locura!
María se paró.
– Tengo que irme. Se va a preocupar…
– ¿Me puedes hacer un favor, mañana? Dijo Carlos.
– Sí. Por supuesto. Contestó María.
– ¿Puedes ir a la tienda de instrumentos?
– Claro. ¿Qué necesitas? Preguntó María.
– Mientras estoy en Londres, quiero que vayas a preguntarle al viejito todo lo que sabe sobre el Piano, sobre Schopenhauser. Te doy la dirección: es Boulevard Beaumarchais 29 bis. – Voy mañana. Y ahora… ¿Te vas?
– Me voy. Cuídate.
– ¿De verdad no vienes conmigo?
– No. Pero te dejo un recuerdo. María le plantó un beso sobre los labios. Lo miró en los ojos, y se fue corriendo en las escaleras.
6
La noche fue peor para Carlos. Soñaba de Schopenhauser, de María, de Londres, de María en Londres, del Piano y de María.
Lo despertó la lluvia, que golpea el techo de vidrio. Se dio cuenta que se había levantado en su sueño. Estaba sentado en el banco, frente al Piano. Tenía una pluma en la mano, y frente a él, cinco hojas llenas del mismo tema musical que había empezado la víspera.
7
Londres, Jueves…
María querida,
Perdí el avión de regreso. O, más bien, estaba lleno. No sé porque te escribo eso, si te voy a ver mañana. Igual es una manera de apuntar lo que ha pasado, antes de volverme loco.
Llegué a Londres sin problema, por lo menos hasta Heathrow. Luego, como siempre, me duré más tiempo en ir del aeropuerto al centro que de París a Londres. Cuando por fin llegué a la Royal Academy, le pedí a la librarian, (la típica abuela inglesa, de tez rosada, de pelo blanco, que casi me invita a tomar el té con biscochito), si podía sacar una copia del manuscrito de Schopenhauser.
– ¡Qué chistoso! Me lo pidieron ayer. Debe de estar en este cajón.
Abrió el cajón de los manuscritos de música. Ahí guardan los documentos por archivar, me explicaba. Buscó y buscó y no lo encontró.
– ¡Ah! Dijo. Ahora me acuerdo. El Señor que lo consultó me dijo antes de salir, que lo había dejado en la mesa de los documentos del día. Es que no los archivamos sino al día siguiente. Debe de estar ahí todavía.
Obviamente, no estaba en la mesa. Le pregunté a la librarian, que estaba muy preocupada, si me podía sacar la Enciclopedia de los autores-compositores, para ver si tenían algo sobre Schopenhauser. Me lo buscó, y miramos juntos. Casi se me desmaya la librarian:
Alguien había recortado una página: la de SCH.
Yo temblaba. La librarian estaba en estado de choque. Nunca le había pasado algo similar. Fuimos a buscar la ficha del Señor que había consultado el manuscrito. El nombre era imposible de descifrar, con una letra anticuada. Pero la dirección se alcanzaba a adivinar: Boulevard Beaumarchais 29Bis, París. La dirección de la tienda.
De repente me acordé que ibas a ir por la mañana, y me entró el pánico. ¿Qué te podía pasar? Salí corriendo de la sala de archivos, a buscar un teléfono. Llamé a la Maison de Radio-France, y no estabas. Llamé a tu casa y hablé con tu hijo. Él me contó que habías llegado a comer a tu casa bastante enojada, pero no sabía porque. Por lo menos estabas bien.
No sé por qué te escribo todo eso, si te veo mañana. O quizá, sé porque. El susto que me dio fue por ti. Me di cuenta, o acepté que me había pasado algo. Y me es más fácil escribírtelo que decírtelo.
¿Te diste cuenta que amor rima con dolor? ¿Y también con pavor?
Sabes, María querida, que me acuerdo de cada uno de los momentos que pasamos juntos. Tengo ante los ojos todos los matices de tus ojos. Sé, de memoria, la forma de tus cejas. Cuando estás cerca, espero que te acerques más. Cuando te vas, quiero estar ya al otro día. Conozco de memoria tu perfume. Cuando dejas tu mano un segundo en mi hombro, me gustaría parar el tiempo. Pero mejor cambiar de tema.
¡Te hubieras venido a Londres! Te hubiera encantado. Londres se veía precioso, hoy. Hacía buen tiempo. La gente caminaba en la calle: ingleses, pakistanís, chinos, Jamaiquinos.
¡Había mujeres de todos los colores! Con vestidos del mundo entero. La executive woman inglesa con su cabello tan rubio que parece blanco; las indias en sus Saris de seda, el pelo negro hasta la cintura, las asiáticas, las japonesas. Cuando amas a una mujer, las quisieras amar todas, en su belleza. Cada una de ellas me acordaba de ti.
Espero que un día podamos caminar así, en las calles. Ver lo mismo, comer lo mismo, reír de lo mismo. Dormir juntos… ¿Sabes? Lo mejor, no es dormir, sino despertar juntos.
Sé que estoy loco, loco por ti, que no hay derecho, que no es justo. Pero por lo menos… quiero tu amistad. Para siempre.
No sé si te daré esta carta. Quizá te la deje en tu escritorio en la Maison de Radio-France. Quizá la queme.
María querida, no sé qué vamos hacer, pero espero que lo hagamos juntos.
Un abrazo, Carlos
8
Cuando Carlos llegó a París el viernes, bajo una lluvia intensa, María no estaba en la Maison de
Radio-France. Le había dejado una nota:
Malvado querido,
Estoy empezando a creer que me echaste un cuento. No te puedo decir más ahora. Tengo un ensayo a la una. Nos vemos aquí por la tarde.
Ciao
María
Carlos dejó su carta para María en la Recepción de la Maison de Radio-France, prometiendo al portero que lo cortaría en pedacitos si no se la entregaba a María, y que por favor, le diga que lo esperará. El portero se río y le prometió que, no solamente entregaría la carta, sino que amarraría a María en Recepción hasta que regresará Carlos.
Consiguió un Taxi, que lo llevó a través de un París casi inundado a su apartamento. El Piano parecía esperarlo, casi sarcástico, en la penumbra del Taller de pintor.
Carlos se fue a buscar en un closet, sus archivos de estudiante. Al fin encontró lo que buscaba: una fotocopia de la biografía de Schopenhauser, que había sacado cuando era estudiante. Lo que leyó después de tantos años le dio piel de gallina.
Schopenhauser había nacido en Berlín, de una familia de negociantes. Había estudiado la música desde muy joven, con excelentes profesores. Pero, sin que nada lo dejará prever, se había suicidado a los 22 años, tirándose de la ventana del cuarto piso, pocos minutos después de que los vecinos hubieran oído unas tremendas disonancias en el piano.
Carlos estaba aterrado. ¿Cómo podía haber olvidado eso? También se acordaba ahora del análisis que habían hecho del Concierto Inacabado: uno de sus profesores les había comentado que la estructura del concierto tenía algo anormal. De hecho, a pesar de algunos intentos, nadie había podido estrenar la obra. Era casi imposible de tocar.
Carlos miró su reloj. Eran las cinco. Tenía que ver a María.
9
Llegó a la Maison de Radio-France con el fin de la lluvia. María lo estaba esperando. Vio en sus ojos que había leído su carta. Se quedaron unos segundos mirándose, y se abrazaron. Carlos no podía soltarla. Le acariciaba el cabello. Quería averiguar con sus manos, su nariz, sus ojos, con todo su cuerpo, que sí, si era ella.
María le pasó la mano en la cara, en la nuca.
– Carlos. ¿Estás bien? Tienes que deshacerte del piano. Algo está mal. La tienda…
– ¿Fuiste?
– ¡Carlos, no hay tienda! ¡No sé quién te dio este piano, porque la tienda no existe!
– ¡Pero no es posible! ¡Yo fui! ¡La vi!
– ¡No existe, Carlos! ¡No hay un Numero 29bis en el Boulevard Beaumarchais! Hay un numero 29, es una tintorería. El numero 31 es una panadería. Y enfrente están unos edificios de apartamentos. ¡Tú conseguiste un piano de la nada! No hay tienda. Hasta pensé que te habías burlado de mí. Hasta que leí tu carta…
Se quedaron una hora más, analizando, tratando de entender, en el café de la esquina. El tiempo se volvía amenazador. La lluvia parecía a punto de empezar de nuevo. María no soltaba la mano de Carlos. Trataba de convencerlo de no regresar al apartamento. Pero Carlos la tranquilizó. No iba a pasar nada hoy. Mañana iba a llamar para que alguien se lleve el Piano. Cuando se pararon, la abrazó:
– Dame un recuerdo.
Los labios de María estaban entreabiertos. Carlos podía adivinar sus dientes. Al besarla, como si fuera la última vez, se dio cuenta que la lluvia había empezado. No le había dicho a María que el Concierto Inacabado se llamaba Lluvia de Marzo…
10
La puerta del apartamento de Carlos no estaba cerrada. Pensó que el portero, que tenía la llave, había traído algo y que se le había olvidado cerrar la puerta.
Había un paquete encima del Piano. Más bien, un sobre de color café. Lo abrió con dificultad: sus manos temblaban, porque sabía lo que contenía.
Al fin, pudo abrir el sobre. Se cayeron al suelo unas hojas amarillentas: era el manuscrito de Schopenhauser.
11
María regresó a su apartamento vacío: su marido había salido de viaje y su hijo estaba con unos primos. Llamó a Carlos pero le contestó la grabadora. Eso la tranquilizó, porque Carlos nunca dejaba la grabadora prendida cuando estaba en casa. Seguramente había decidido quedarse en casa de unos amigos.
12
Carlos miraba al manuscrito sin decidirse a tocarlo. El Piano estaba esperándolo. Al fin, recogió las hojas, y comenzó a estudiarlo. Después de dos páginas, se paró, pálido, a buscar lo que él había escrito en estos últimos días. No necesitaba más que una confirmación. Sabía que el tema que había escrito y el tema de Lluvias de Marzo eran iguales.
Carlos estaba terminando el concierto de Schopenhauser. El Piano dictaba la pauta.
13
El relámpago despertó a María en medio de una pesadilla. Había soñado con Carlos. Lo único que recordaba era que Carlos estaba en una pieza inmensa, sentado en frente del Piano, escribiendo. Había varias hojas de papel tiradas en el suelo. María estaba segura que algo le iba pasar.
Se paró, se vistió, y bajó al estacionamiento para sacar el coche.
14
Carlos ya no controlaba su mano derecha. Escribía nota tras nota en las pautas que habían quedado vacías al final del manuscrito. La lluvia empeoraba. El techo de vidrio no iba aguantar. Tenía que cerrar la ventana.
15
María llegó al edificio de Carlos a las dos de la mañana. Tuvo que despertar al portero para que le abriera. Subió al apartamento de Carlos. Golpeó la puerta. Pero nadie contestaba, aunque Carlos debía de estar, porque ella oía el Piano tocando un tema totalmente desconocido, un tema que parecía unirse al viento y la lluvia tremenda que golpeaban el edificio.
Bajó corriendo las escaleras, casi arrancó la llave de la mano del portero, subió otra vez al apartamento de Carlos y, finalmente, abrió la puerta.
El taller de pintor estaba lleno de una música salvaje, inhumana, con el Piano en el centro de la tormenta. Pero el que tocaba, no era Carlos. Él había terminado de escribir el Concierto Inacabado de Schopenhauser. El Piano tocaba sólo.
María gritó:
– ¡Carlos! ¡No!
Carlos estaba a punto de saltar por la ventana abierta. María entendió en un segundo que nunca lo podría alcanzar para detenerlo. La única solución era detener el Piano.
16
María vio un florero en una mesa baja. Lo agarró y lo lanzó con todas sus fuerzas sobre el teclado. El florero se estalló sobre el Piano, rompiéndose en pedacitos, destruyendo varias teclas.
La música se paró de inmediato. Carlos se volteó y vio a María. Como despertándose de una pesadilla, bajó de la ventana, hacía donde estaba María.
– Me salvaste. Me iba tirar por la ventana. Como Schopenhauser.
– Sí. Por un segundo, te vi muerto.
Se sentaron abrazados en un sillón. Carlos no soltaba a María. María no soltaba a Carlos. Los ojos cerrados. Respirando al mismo ritmo. Después, mucho después, se miraron.
– ¿Y ahora? Preguntó Carlos.
– ¿Ahora qué? Preguntó María.
– ¿Vamos a Londres?
– Vamos.
3Comments
Add yoursGracias Juan. A medida que retomo estos cuentos, tengo q cambiar algunas cosas. Como el país de origen de Carlos. Inicialmente era Chile. Ya lo puse en “Cíbola” un país ficticio de América Latina que uso en otras historias.
Abrazo
Brian
A todos nos pasa al releer, siempre podemos mejorar el cuento un abrazo Juan
Si vdd? Por eso, normalmente no “revisito” mis historias… pero… como me hicieron el honor de publicar mis cuentos, tengo que pulirlos un poquitín antes. Buen fin. Abzo