Se acerca navidad, hemos invitado a alguno de nuestros autores para que se aproximen a este momento que nos une con nuestras familias. Ellos son: Jaime Nubiola, Alberto Quero, Carlos Usín, Gema Albornoz, j re crivello, Rosa Boschetti, Fer Alvarado, Aldana Muñoz, Scarlet Cabrera, Pedro Martínez, Rosa Marina Gonzalez, Adriana Balderas, Javier Caballero Bello. —Masticadores.com
Aquellas navidades.
La Navidad va inextricablemente unida a la infancia. No en balde son ellos los grandes protagonistas de esas fiestas, lo cual tampoco nos debe extrañar si tenemos en cuenta que se celebra el nacimiento del niño Jesús. Al menos esa es la sensación generalizada mientras hay niños pequeños en la familia. Después, para los adultos, la Navidad es esa época del año cuyo inicio lo marca el sorteo de la Lotería Nacional, el final, el día de Reyes y entre medias, soportar en una cena a algún familiar a quien detestas.
He hablado de infancia, pero habría que recordar la frase de que “todos hemos sido niños, pero no todos hemos tenido infancia”. En mi caso particular, si hubiera unos Juegos Olímpicos de infancias infelices, creo que la medalla de oro, sin duda alguna, sería para Oliver Twist, la de plata para Huckleberry Finn y me reservo la de bronce para mí. Para mi desgracia, los otros dos son personajes de ficción. Pero tranquilos, que no pretendo imitar a los personajes de una “Notting Hill” cuando, para comerse el último brownie del postre deciden hacer un campeonato de historias tristes.
Para esas Navidades de mis recuerdos – antes de que dejaran de ser Navidades – me tengo que remontar mucho tiempo atrás. A un Madrid en blanco y negro, frío y brumoso, de calles adoquinadas, de tranvías, de aguinaldos, de carta a los Reyes Magos, de christmas enviados por correos, de abeto comprado en la Plaza Mayor, de belén en las casas, de villancicos tradicionales con zambomba y pandereta.
El hermano mayor de mi padre – Justo – vivía en la puerta de enfrente nuestra. En casa de mi tío, además del matrimonio y de mi primo, también vivía mi abuela y una hermana. Vamos, como ahora que en cuanto te descuidas te han metido en una residencia.
A excepción de otro hermano – José Luís – que emigró a Argentina y que yo sólo vi una vez en mi vida, ese era el lugar de reunión del resto de la familia en Navidad, incluido el pequeño de los hermanos, que vivía en la calle Velázquez. Mi tío Justo no sólo era el mayor, era también el que disfrutaba de una mejor posición económica y la casa era más apropiada que, por ejemplo, la del vivía en la calle Velázquez, porque el piso era un interior. Así es que esas Navidades antes de que dejaran de ser Navidades, eran, por encima de cualquier otra consideración, tumultuosas, ruidosas, desbordantes de risas, bromas, chistes – con cuidado porque había “ropa tendida” – y chascarrillos. Tanto era así que se alquilaban unas mesas y unas sillas para poder dar cabida a tal gentío. Era como la película “La Gran Familia”, pero sin tanto niño. De hecho, yo era el único niño, porque mi primo era (y lo sigue siendo) veinte años mayor y mi hermano, doce.
De esas Navidades recuerdo una en especial que fue el colmo del disparate.
Mi primo – que estuvo 30 años estudiando primero de Ingeniero de Minas – tenía unas especiales dotes para hacer amigos hasta en el infierno. ¡Hasta se hizo amigo de un capitán cuando le tocó hacer el servicio militar! Bueno, pues mi primo, un año, no tuvo una idea más brillante que invitar a casa a un grupo musical, con sus guitarras, la batería, el micrófono y toda la intemerata.
Para colmo, como era previsible que algún vecino pudiera protestar por el escándalo de proporciones siderales que se iba a montar, la mejor idea fue la de informar a los vecinos del evento y de paso, invitar al que quisiera asistir.
La imagen de semejante alboroto está entre el camarote de los hermanos Marx y la escena final de la película “The Party” de Peter Sellers, cuando terminan lavando a un elefante en la piscina de la casa.
Ahora es cuando doy un salto en el tiempo, corro una tupida y pesada cortina de terciopelo grueso y me traslado a una Navidad en San Lorenzo de El Escorial, hace veinticinco años. Fue en Nochebuena y aún recuerdo la agradable sensación que desde el primer momento tuve al entrar en casa de mis amigos.
El día amaneció gris, frío y desde muy temprano comenzó a nevar. No de una forma muy copiosa, pero sí a un ritmo constante. Rápidamente, las calles empinadas del pueblo y los accesos principales por carretera, se convirtieron en una trampa mortal para todos los vehículos que no iban provistos de cadenas. Y la lista de coches abandonados en las inmediaciones del Monasterio de El Escorial, fue aumentando a medida que avanzaba el día, la nieve se iba acumulando y llegaban los incautos sin los medios necesarios para moverse en tales circunstancias.
Confieso que siempre me ha gustado la idea de mezclar Navidad y nieve, así es que excuso decir, lo encantado que estaba con esa combinación. Además, yo llevaba puestas las cadenas en el coche desde que había salido del garaje. Por lo tanto, estaba más que tranquilo. ¡Incauto!
Esa noche cenaría en casa de unos íntimos amigos, que vivían a escasos quinientos metros. A pesar de la cercanía, las circunstancias obligaban a trasladarse en coche y bien abrigadito.
Al entrar en la casa, enseguida noté el golpe de calor que venía de la chimenea encendida. Para aumentar la sensación de confort, de hogar, un villancico se escuchaba de fondo, casi imperceptiblemente. La casa – como siempre – estaba adornada primorosamente y no había un rincón en el que faltara el más nimio detalle. El árbol de navidad se imponía en el salón, junto con otros adornos que colgaban aquí y allá, también de las estanterías llenas de libros. El comedor en el que cenaríamos estaba iluminado con velas, dando aún una mayor calidez e intimidad. De las ventanas colgaban unos adornos metálicos en forma de arbolitos, típicos de Holanda. La mesa, con la mejor vajilla y cubertería que tenían Katja y Daniel, ensalzaba aún más el evento. Una cena sencilla, sin grandes alardes, excesos ni complicaciones, cuya única finalidad era compartir.
Mientras cenábamos, a través de las ventanas se veía cómo la nieve iba cubriendo el coche y los campos con un grueso manto blanco. Era una imagen mágica esa de estar calentito dentro de casa, con las velas encendidas, los cristales ligeramente empañados y ver caer la nieve, lentamente, pero sin descanso, hasta formar una gruesa capa.
Luego, a eso de las cuatro de la madrugada, me despedí de mis amigos y me dispuse a regresar a casa. Al salir se podía observar que la capa de nieve era bastante gruesa y que el número de vehículos abandonados en las inmediaciones, por la imposibilidad de continuar, había aumentado desde que llegué. Yo estaba tranquilo. Tenía mis cadenas puestas.
En vista de que la calle principal estaba atestada de coches y de personas que intentaban salir de esa trampa en la que se había convertido El Escorial, decidí utilizar otro camino, menos conocido, menos transitado, más directo, pero con el firme muy deteriorado. De hecho, no estaba asfaltado.
Todo el que haya visitado alguna vez San Lorenzo de El Escorial, se habrá dado cuenta de que, en ese pueblo, todas las calles son cuesta arriba. Algún avispado podría señalar que todo lo que es cuesta arriba, tiene una cuesta abajo, pero yo estoy convencido de que, por arte de algún tipo de maldición demoníaca, allí no es así. Allí todo es cuesta arriba siempre.
Entre la inclinación de la calle que había elegido para regresar a casa, la capa de nieve que cubría todo el pueblo y el mal estado del firme de esa calle en particular, el coche, a pesar de las cadenas, era incapaz de superar tantas dificultades y tuve que dar la vuelta. La alternativa era un camino con un poco de rodeo, sin tanta inclinación, pero con el asfalto en mejor estado. El problema fue que cuando quise tomar la calle principal – cuesta arriba, por supuesto – el coche tampoco respondía. Me extrañó mucho y me bajé para comprobar si todo estaba bien. Y no. Todo no estaba bien.
Después del estrés al que había sometido al coche intentando ascender por la otra calle que me llevaba en línea recta a casa, una de las cadenas – la delantera derecha – se había partido. Así es que, en esas condiciones, era imposible ni siquiera intentarlo. Mi coche debería ser uno más entre los muchos que se estaban quedando abandonados en espera del deshielo, de alguna grúa o de unas buenas cadenas que les sacaran de allí.
Puestos a elegir lugar para el aparcamiento provisional, elegí subirme a lo que en su día era una zona verde, que ahora era una gran superficie blanca y a escasos metros de la entrada de la casa de mis amigos.
Amigos, a los que no me quedó más remedio que llamar, explicándoles la situación. Al cabo de 5 minutos, aparecieron ambos y comprobaron por sí mismos el pequeño caos que se había organizado en la zona, debido a la intensidad de la nevada y a la imprevisión de muchos.
- —Puedes meter el coche en el garaje – dijo Dani. Tengo sitio de sobra y así no está al aire libre.
- —Ya, pero es que, ¿has visto cómo está la entrada al garaje, Dani?
La entrada al garaje era una cuesta abajo bastante pronunciada y llena de nieve hasta arriba, que terminaba en un muro frontal, a cada lado del cual, se extendían dos amplios pasillos con las consiguientes plazas de aparcamiento para los habitantes de los chalets adosados.
- —¿Pretendes que me lance por esa rampa, contra el muro, con una de las cadenas rotas, con 20 cms de nieve y probablemente con hielo por debajo? – pregunté preocupado.
- —Bueno, no pasa nada. Tú te tiras contra la pared y antes de estrellarte das un volantazo a la izquierda – dijo como si tal cosa el cachondo de Dani.
¡De Donostia tenía que ser!, pensé para mis adentros.
Evidentemente, todos estallamos en una sonora carcajada, incluido el propio Dani que era consciente de la barbaridad que había sugerido.
- —Bueno. Espera aquí, que enseguida te llevo – dijo a continuación mientras se dirigía a coger su coche.
Y así lo hizo el bueno de Daniel. A esas horas de la madrugada se atrevió a sacar su coche de la caverna del garaje donde descansaba guarnecido. Yo tenía serias dudas de que fuese capaz de superar la pendiente de salida del garaje, pero la verdad es que no tuvo ninguna dificultad.
- —¿Y si te lo roban? – preguntó preocupado Dani.
- —Pues como no lleven consigo unas cadenas, ya me contarás cómo van a poder circular.
Y en dos minutos, me dejó en casa.
Lo peor de todo, no fue cómo terminó esa noche que comenzó siendo mágica para terminar convirtiéndose en otra anécdota más a añadir. Lo peor fue que el coche debió quedarse ahí en medio de ninguna parte, junto con todos los demás, en espera de que el primer día laborable, hubiera algún establecimiento en el que se pudieran adquirir otras cadenas de las dimensiones adecuadas.
Nada puede ser perfecto.
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Add yoursUna interesante peripecia. La nieve es muy bonita, pero…