Relatos falaces, 3: El lumen
La voz surgió en medio de la noche, donde la farola —ya no las luces de la sala— iluminaba el rincón de los amigos agotados, festejando aún. Pues yo no quiero morirme sin ver un lumen. Nadie la acompañó, con lo que el silencio se hizo aún más denso, apenas punteado por los vasos y la botella. No obstante, todos sabían que aquella declaración requería de un segundo para que su propósito se efectuase, y una como sombra anduvo desenrollando y rebobinando la frase durante el resto de la velada.
Apenas en la calle, de recogida, se unió el necesario compañero, Y yo lo veré contigo. Los preparativos fueron mínimos (practicaron las tasas, aseguraron los permisos e hicieron la correspondiente declaración jurada), y una mañana de puerto y bocinas de barco los halló a ambos unánimemente sonrientes y dispuestos junto a la rutinaria tripulación. Era necesario el trasiego de un buque para que la espera del lumen acrecentase aún más el deseo de verlo. Durante semanas disfrutaron de la buena y relajada mesa de a bordo junto con los relatos de la expectativa, que celosamente se guardaban de compartir con otros pasajeros. A unos días de la llegada, el capitán se descomprometió de la fecha del atraque en el puerto de destino. En esa inquietud también almorzaron y tomaron abundante oporto, pero adelgazaron sus comentarios al respecto de lo que los llevaba a aquel lugar.
La demora fue solo de unas horas. Tomaron, como se aconseja, un apartamento céntrico y luminoso, con pocos muebles. Las mañanas se concentraban en la espera, pero las noches —más animados— las dedicaban a explorar la ciudad, nuevamente avivados por lo que había de venir. Visitaban restaurantes con profusión de macetas y espectáculos, cafés-cantantes y tabernas donde dilataron su esperanza, rociados de champán, envueltos en el soniquete de las voces femeninas. La mañana los encontraba aún despiertos, atenazando sus almohadas. Habían suspendido sus vidas, auspiciados por la lumbre de lo inminente.
Pero tuvieron que transcurrir unas semanas, con su tromba de fiesta nocturna y su despertar sinuoso. Una noche que no frecuentaron local alguno, sintieron el forcejeo de la puerta, la misma que los recibía de sus festejos y sus andanzas callejeras. El alborozo casi los levantó de la cama, pero hicieron lo que ha de hacerse: permanecer silenciosos, no prodigar ni la simpatía ni el descorazonamiento.
El lumen ya hacía su vida junto a ellos. Solo tuvieron que esperar hasta el desayuno para verlo. Mientras lo servía —un desayuno lejos de la frugalidad, con embutidos y salsas— distinguieron todos sus matices. Lo contemplaban como quien admira una catedral en un mes de junio, deteniéndose en cada accidente, ensimismados con las primeras fallas, que dejaban al trasluz los rayos de sol que iba filtrando la mañana.
Mientras el lumen estuvo con ellos, no les faltó una comida: almuerzos copiosos, que regaba un jerez o un amontillado, dependiendo de la escarcha de las viandas; meriendas abundantes y rumorosas, con profusión de dulces del país; cenas gustosas y cálidas, con el mejor pescado y la cocción siempre a punto.
Y el desayuno otra vez, en la delicia de contemplar cómo cada vez eran más los puntos de luz —lo traslúcido— en el menudo cuerpo, que resistía.
No tardaron en aparecer las famosas llagas supremas, esas abotargantes y luminosas hendiduras.
A una semana de disfrutarlo, el lumen ya empezó a emitir sonidos. Primero tenían la consistencia de una sinfonía; luego un aire ronco, como de cante hondo, que se iba apagando conforme avanzaba el día. A ellos les gustaba adelantar la hora del sueño —siempre feliz— y deleitarse en esos ayes últimos de cada jornada. Eran la llave de la placidez total.
Como todo no puede durar, en la tercera semana el lumen comenzó su descomposición. A pesar de que seguían todas las instrucciones y normativas para conseguir el máximo disfrute, pronto —mientras les acercaba una de las ensaladas— notaron como ya eran más las zonas sin carne, auténticos cráteres de luz, que aquellas donde la masa de tendones y bulbos se prodigaba. En el tercero de los días en que ello se iba sucediendo, tras el desayuno, se retiraron a sus aposentos, para escuchar, según la tradición.
Estuvieron escuchando solo unos minutos. Las narrativas de otros contempladores de lumen les hablaron de horas de placer sin límite en la escucha, incomparables a cualquier otro gozo humano. Pero a media mañana todo parecía consumido. Se pusieron entonces las máscaras, y ajustaron adecuadamente el tubo de la respiración. Durante más de hora y media hora, una ceniza rosácea invadió todas las habitaciones, aunque estuviesen cerradas las puertas. Aprovecharon para leer.
Primero uno y después otro se dirigieron al cuarto donde se aposentaba el lumen. No distinguieron cosa alguna, salvo la famosa mancha letárgica sobre el colchón.
Discutieron entonces sobre la conveniencia o no de abandonar el alojamiento. Una mayoría de los contempladores piensa que ha de ser así, para evitar rémoras morales; pero un número cada vez más creciente de ellos opina que el proceso ha de ser contemplado hasta el final, sin pausas ni abandonos.
En la misma mañana en la que se cumplía apenas un mes de la llegada del lumen, observaron agazapados en la cerradura cómo el huevo fétido estallaba, dejando a la criatura al abrigo solo del cuarto. Apagaron entonces todas las luces, cerraron las ventanas —para que no ocurriese un desastre— y, agarrados a sus equipajes, se dieron prisa para abrir la puerta del cuarto y la de la vivienda y correr con toda rapidez, escaleras abajo.

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