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Lunas de Lantano —16 by félix Molina

16. Cerrar la puerta cómplice con rumor de caricia

Me tuve que materializar para que se me oyera. O mejor: para que se me escuchara. Otra vez recorrí los jardines donde daba caramelitos a los niños, para despistar, y me planté en el Anatómico Forense, delante de una pareja de jóvenes pero despiertos profesionales con bata. Yo llevaba en mi materialización una gabardina, también para despistar, pero se comprende que el atuendo ya era pasto de las películas o de los exhibicionistas, porque me miraron sorprendidos. Fui al grano.

—¿Tienen ya algo sobre Inés Menta? ¿Alguna evidencia?

—Evidencias, pocas —se dejó caer la forense, delgada pero firme—. Es todo muy extraño.

—¿Extraño? —pregunté mientras me fijaba con temor en las puntas de mis pies sin materializar, agarrándome otra vez mentalmente a las solapas del abrigo de Galdós—. ¿Y de qué tipo es esa extrañeza...?

—Científico, sobre todo —terció el forense, alguien a quien cabía el calificativo de botarate, sin más, sin que me hubiese dado muestras de ello—. Piense que sí, están la penetración del cuchillo en el centro del tórax, las heridas lacerantes y todo eso... Pero la joven no muere a causa de ellas.

—¿Y entonces?

—Infarto —asestó tajante la forense—. Fulminante y anterior en todo caso a lo del cuchillo. La sangre habla.

Me pareció casi lorquiana la figura, pero nada comenté, por supuesto. Continué con mis preguntitas de investigador criminal.

—¿Alguna sustancia?

—Hierba mate, en cantidades importantes, pero no compatibles con una muerte por infarto, desde luego.

—¿Y la matera? ¿Y el cuchillo?

—El cuchillo tiene hasta nueve huellas distintas, incluidas las de la fallecida. Y la matera, ahora que lo dice —casi susurró la forense mientras echaba un vistazo a un librito de notas con un pelícano en la cubierta— tiene huellas que no son al menos siete de las anteriores, solo se repite una de ellas. Y las de la difunta, claro.

—El cuchillo es el mismo modelo que el del resto de módulos —aporté como si fuera uno de mis dardos en la palabra—. El personal de limpieza pudo haberlo trasladado de uno a otro. O, simplemente, celebraron alguno de los muchos cumpleaños y en ese momento dejaron todos las huellas. Y la matera... podría haber sido un regalo, o un préstamo, ¿no? O esas huellas que no son las de Inés son de quien dejó la matera en mi módulo. Me llevo vuestro informe.

—Evidentemente. Alguien se la regaló o se la prestó a la finada y dejó con ello sus huellas. O las dejó al depositarla en su módulo, inspector. Pero el mate no la mata —remató luminosa la forense—. Fue, siempre, el infarto.

Lo que era evidente es que los dos forenses no daban ya un pimiento por la hipótesis violenta de la muerte. Habían agotado los sinónimos de María Moliner para muerta. No me quedaron ganas de dejarles como nueva muestra analizable la sexta novela de Néstor Juárez, Con los ojos de otro, la que tenía una página arrancada, fruto de mis últimas pesquisas.

—Y, si ella ya estaba muerta, ¿cómo es que se posó ese cuchillo en su pecho?

Dejé resonar mis palabras como el verso final de una rima becqueriana, pero estos dos se miraron sin aportar nada más. La ciencia negaba el asesinato. Abatido (más porque ya no tenía en principio motivo alguno mi presencia o mi excusa policial en el Cerro que por otra cosa), apenas me despedí antes de desmaterializarme. Y en un instante me hallé en mi módulo, rodeado de tomos de Castalia, desde El conde Lucanor hasta Los milagros de Berceo, pasando por el Arcipreste de Hita, que es como suelo quitarme las depresiones. Resolví dejar el módulo y el Cerro mismo al día siguiente, pero, entre tanta cuaderna vía, vino el sueño a mí (también las almas sueñan) y soñé con una habitación casi vacía, calle Andes 1206, esquina Canelones, Montevideo, allá en los principios del siglo XX. Solo un ridículo dosel, con la efigie de Rubén Darío —esos ojos medio cerrados del miope que no se pone gafas— y una mesilla que hace las veces de perfumera donde una joven permanentada, con los labios muy rojos, se acicala. Entra un joven —la cara desencajada— que en principio parece un mozo de hotel, pero después descerraja varios tiros torpes por toda la habitación y uno, casi por azar, acierta en el rostro blanquísimo de la joven. Pero no muere. El otro la persigue, como a gallina en un corral, hasta que consigue encajar otro disparo, el último del nervioso revólver, esta vez central y fatal. La joven cae muerta, junto a una carta recibida, en cuyo sobre se lee: Delmira Agustini. Ciudad. El pollo sale de la habitación, sin prisa, azorado, como indispuesto. Y en esas entra Mariano José de Larra, que ocupa la silla ante el espejito de la mesa-perfumera y se saca de la pechera un pistolón. Pero el desvarío no sigue, porque me despierta un golpe fuerte, parece que de viento, contra el marco de la ventana abierta del módulo, sonido que se confunde casi con la detonación del sueño, en la sien del articulista. ¿Suicidio entonces o torpe asesinato?, me pregunto mientras ensayo frente al espejo —sin pistolón— la última materialización del día.

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