viernes, abril 26 2024

La curiosidad de María by Mar Bayona

María se detuvo sorprendida en mitad de la calle al observar a una joven que caminaba mientras leía un libro. Con una mano sostenía la novela a la vez que con la otra iba mordisqueando una manzana verde. Iba distraída, sin apartar los ojos de las páginas y sin percibir nada de lo que había a su alrededor, por lo que María quiso advertirle cuando se percató de que estaba a punto de golpearse contra una farola. Sin embargo, para su sorpresa, la joven la esquivó con destreza sin alzar la vista de su lectura. «¿Quién lee mientras camina?», murmuró María en voz baja antes de decidirse a seguirla.

Su curiosidad e intuición le decían que debía ir tras ella y descubrir algo más. Aquella joven le resultaba extraña, vestía una larga gabardina que casi le llegaba a los pies y un antiguo sombrero de felpa marrón calado hasta las orejas que cubría su cabello cobrizo. Seguía mordiendo su manzana de forma distraída mientras pasaba las páginas sin dejar de caminar ni levantar la vista en ningún momento. A pesar de ello, se detenía ante los semáforos en rojo y avanzaba cuando cambiaban a verde, era como si se guiara por algún tipo de intuición.

María pensó que debía ser precavida para que la joven no notara que la seguía, pero al poco se dio cuenta de que era innecesario: resultaba imposible que se percatara de nada que no fueran las letras que tenía entre las manos.

Rodeó un parque y fue el único momento en el que María la observó alzar la mirada. La joven se detuvo unos instantes a ver los juegos de los niños y dibujó una gran sonrisa. La alegría de los pequeños la inundaban y sus ojos brillaron de forma intensa. Unos minutos después, siguió su camino y a María le extrañó comprobar que sus pasos la llevaban al bosque de los abetos, situado al final de la gran avenida del pueblo. «Quizás se sentará a leer allí de forma más relajada», pensó mientras aceleraba el paso para no perderla de vista.

La joven dejó caer el corazón de la manzana en una papelera sin detenerse y levitó para pasar sobre un charco sin mojarse los zapatos. «¿Acaba de levitar?», se dijo María mientras se restregaba los párpados. Era imposible que hubiera visto eso. No, no podía ser. Estaba segura de que sus ojos le habían jugado una mala pasada o, quizás, había sido una jugarreta de su consciencia por estar siguiendo a una desconocida que lo único que hacía era leer un libro.

Sin embargo, se percató de que no solo leía, también esquivaba con destreza a las personas con las que se cruzaba en su camino sin levantar la vista. Sabía cuándo pasar los semáforos sin mirarlos y sorteaba cualquier elemento que se interpusiera al caminar sin alzar los ojos del libro. «O ese libro es una maravilla o aquí hay algo más», se decía María mientras su curiosidad llegaba a niveles casi desconocidos hasta entonces. Ella, que nunca se metía en la vida de los demás, que tenía por lema «vive y deja vivir» desde que hacía años tantas personas habían opinado y la habían querido adoctrinar sobre las decisiones que debía tomar, se sorprendía en aquel momento siguiendo a una desconocida.

Al llegar al bosque, la joven siguió su camino entre árboles centenarios que sorteaba con destreza y soltura mientras seguía absorta en el libro. De repente, se detuvo ante un gran abeto que estaba algo apartado del resto. Entonces sí: cerró el libro, alzó la vista y miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie. María había tenido tiempo de esconderse tras uno de los árboles, no había sido difícil. Observó cómo la joven acariciaba el tronco con suavidad y desaparecía envuelta en un millar de luces doradas que se transformaron en una bruma que envolvió el abeto.

La sorpresa de María fue mayúscula. No sabía qué hacer, qué pensar ni qué opinar sobre lo que acababa de ver. Se acercó despacio al árbol y lo rodeó para comprobar que allí no quedaba nada: ni libro, ni gabardina, ni sombrero, ni joven. Nada de nada. Lo único que había junto al abeto, en la parte más baja del tronco, era un pequeño letrero en el que se leía el nombre: Abeto común, Abies alba.

Posó su mano sobre el cartel y se sorprendió al rozar unas letras más pequeñas que no se observaban a simple vista. Sopló la leve capa de polvo que las cubría y se acercó para leer: portal para hadas.

María dudó solo un instante… Posó la palma de su mano sobre el tronco del abeto y lo acarició con suavidad. Unas pequeñas luces doradas la envolvieron.

Más en http://www.aromadeletras.com

5Comments

Add yours

Responder a Mar Bayona | Aroma de letrasCancelar respuesta

Facebook
Twitter
LinkedIn

Descubre más desde Masticadores

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo