«¡Ayuda, ayuda!», gritaban desde la segunda planta de la casucha que ardía. Las llamas subían por la escalera con la voracidad del hambriento. Los hermanos no se atrevieron a saltar y murieron abrasados mientras los vecinos contemplaban el humo que ascendía por encima de la cripta.
Les gustaba la sensación de dejarse caer sin frenos por las curvas que bajan de la Catedral al río. Él, delante. De pie sobre los pedales cerraba los ojos y jugaba con la muerte. Ella, atrás, sentada sobre el sillín, se agarraba con fuerza a la cintura del hermano. Se saltaban los semáforos en rojo a esa hora de la madrugada en la que todo deja de existir, y llegaban a la casa más allá del puente sin haber despuntado el alba.
Lo habían visto hacer a otros; el cable colgaba por el hueco de la escalera desde la cocina de la segunda planta hasta el portal. Dejaron la bicicleta enchufada al cargador que les vendieron a buen precio, y desaparecieron por la escalera más empinada de la cuenta.
Los bomberos no consiguieron salvar el cuerpo carbonizado del joven. Dicen que, al descubrir el cuerpo, dos manitas pequeñas le rodeaban la cintura.
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