CUNDO
15 de abril
A Cundo el de Anastasia lo que más le molestaba era el paso del tiempo. De niño, cuando todos sus compañeros sentían vivamente el ansia de hacerse mayores, ya daba muestras Cundo de detestar los arteros manejos de Cronos. Y es que Cundín se dio cuenta enseguida de la gran mentira que suponía creer —como fingían hacer los adultos— que el tiempo pasa siempre al mismo ritmo. Porque era evidente, hasta para Cirilo, el tonto del barrio, que no es lo mismo una hora haciendo cuentas en la escuela que pasar el mismo tiempo pescando con tus amigos en el río; y menos aún diez minutos comiendo un helado que hacerlo con un dolor de oídos. Pero las agujas del reloj se empeñaban en marcar el mismo ángulo por mor de un extraño maleficio.
Lo mismo que con los relojes, le empezó a pasar más adelante con el calendario. La culpa la tuvo sobre todo don Crescente. Estaban empezando quinto, cuando al citado docente se le ocurrió aludir que pronto estarían todos terminando la primaria. Y, efectivamente, aquel curso le cundió muy poco a Cundo, que dio con sus huesos en los doce años sin apenas enterarse.
La prevención de Cundo contra todo aquel que le hablase del tiempo era tal que se tapaba los oídos en cuanto sospechaba lo más mínimo. Aun así no pudo evitar escuchar a doña Olimpia apercibirles a los quince años de que en un pispás iban a estar ya en puertas de la mili. Eso y encontrarse vestido de caqui en un cuartel fue todo uno. Y lo peor es que el sargento Leónidas, por meterles en cintura, les advirtió a los reclutas que aquel año les iba a pesar como un quinquenio. Dicho y hecho, acabó el servicio nuestro Cundo como si hubiera envejecido cinco años.
A partir de entonces ya no tuvo descanso. El enemigo que batir estaba claro. No era ni el terrorismo, ni el fascismo, ni el sida, ni Hacienda. Era prioritario inventar algo que amansara al tiempo hasta convertirlo en cachorrillo manejable a voluntad.
A eso se dedicó en cuerpo y alma, encerrado en una habitación interior, mientras su madre gemía por las esquinas. A duras penas encontró trabajo en un oscuro ministerio, donde languideció durante años sin llegar a enterarse nunca de cuál era su verdadera función en el laberíntico entramado.
De pensar y pensar, quedó Cundo enteco y amarillo, y los compañeros le rehuían por los pasillos como a un espectro de mirada ida y labios balbucientes. Podía haber terminado todo bien, con una jubilación previsible, una comida y una pluma grabada con su nombre. Pero al pobre Pausides, un bendito, se le ocurrió hablarle un día de que después “si hay salud, todavía quedan unos añitos”. Lo encontraron enterrado bajo los miles de legajos polvorientos que contenían los partes de puntualidad horaria del último decenio.
Cundo acabó solo en una celda, porque los compañeros de presidio lo quisieron linchar en cuanto abrió la boca. Por suerte para él, le cundió mucho el tiempo allí encerrado.
A Cundo el de Anastasia lo que más le molestaba era el paso del tiempo. De niño, cuando todos sus compañeros sentían vivamente el ansia de hacerse mayores, ya daba muestras Cundo de detestar los arteros manejos de Cronos. Y es que Cundín se dio cuenta enseguida de la gran mentira que suponía creer —como fingían hacer los adultos— que el tiempo pasa siempre al mismo ritmo. Porque era evidente, hasta para Cirilo, el tonto del barrio, que no es lo mismo una hora haciendo cuentas en la escuela que pasar el mismo tiempo pescando con tus amigos en el río; y menos aún diez minutos comiendo un helado que hacerlo con un dolor de oídos. Pero las agujas del reloj se empeñaban en marcar el mismo ángulo por mor de un extraño maleficio.
Lo mismo que con los relojes, le empezó a pasar más adelante con el calendario. La culpa la tuvo sobre todo don Crescente. Estaban empezando quinto, cuando al citado docente se le ocurrió aludir que pronto estarían todos terminando la primaria. Y, efectivamente, aquel curso le cundió muy poco a Cundo, que dio con sus huesos en los doce años sin apenas enterarse.
La prevención de Cundo contra todo aquel que le hablase del tiempo era tal que se tapaba los oídos en cuanto sospechaba lo más mínimo. Aun así no pudo evitar escuchar a doña Olimpia apercibirles a los quince años de que en un pispás iban a estar ya en puertas de la mili. Eso y encontrarse vestido de caqui en un cuartel fue todo uno. Y lo peor es que el sargento Leónidas, por meterles en cintura, les advirtió a los reclutas que aquel año les iba a pesar como un quinquenio. Dicho y hecho, acabó el servicio nuestro Cundo como si hubiera envejecido cinco años.
A partir de entonces ya no tuvo descanso. El enemigo que batir estaba claro. No era ni el terrorismo, ni el fascismo, ni el sida, ni Hacienda. Era prioritario inventar algo que amansara al tiempo hasta convertirlo en cachorrillo manejable a voluntad.
A eso se dedicó en cuerpo y alma, encerrado en una habitación interior, mientras su madre gemía por las esquinas. A duras penas encontró trabajo en un oscuro ministerio, donde languideció durante años sin llegar a enterarse nunca de cuál era su verdadera función en el laberíntico entramado.
De pensar y pensar, quedó Cundo enteco y amarillo, y los compañeros le rehuían por los pasillos como a un espectro de mirada ida y labios balbucientes. Podía haber terminado todo bien, con una jubilación previsible, una comida y una pluma grabada con su nombre. Pero al pobre Pausides, un bendito, se le ocurrió hablarle un día de que después “si hay salud, todavía quedan unos añitos”. Lo encontraron enterrado bajo los miles de legajos polvorientos que contenían los partes de puntualidad horaria del último decenio.
Cundo acabó solo en una celda, porque los compañeros de presidio lo quisieron linchar en cuanto abrió la boca. Por suerte para él, le cundió mucho el tiempo allí encerrado.
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¡Muy original!